La dimensión cultural de la persuasión

En las últimas semanas, el poder concentrado de la Argentina volvió a ganar cierta iniciativa política, operando a través de sus resortes tradicionales la actualización de una serie de configuraciones estereotipadas sobre el peronismo actor nuclear que –en el marco de una amplia, generosa y heterogénea coalición frentista nacida ante la urgencia electoral– nuevamente gobierna el Estado. Este artículo reflexiona sobre ciertas modalidades culturales que asumen algunos sectores del frente nacional a la hora de adecuar la comunicación en un escenario en que –como nunca– ésta es multifocal y colectivamente interpretada. Para ello, asume ciertas limitaciones propias, siendo que aquello que está a nuestro alcance modificar es en lo que debemos centrar la introspección militante.

En primer lugar, planteamos que es imprescindible distinguir identidad de cultura. Por la primera, entenderemos los sentimientos de pertenencia, con la consecuente adopción de una paleta de representaciones simbólicas construidas complejamente. Por la segunda, una sumatoria de prácticas que operan como una suerte de inconsciente colectivo, condicionando prácticas sociales. Si bien claramente las fronteras son difusas, y hay dialéctica entre ambas, homologarlas es un pecado que nos quita claridad en algunos análisis relevantes. Nuestra doctrina es robusta, y clara: prioriza la Patria al movimiento y a las personas. Tenemos que dejar eso en claro cuando emitimos mensajes. No solo el Gobierno comunica: el movimiento también lo hace hoy, desde múltiples trincheras de sentido que habilitaron las redes sociales con la hiperconectividad tecnológica.

Mas allá de cuál sea el resultado final de la pulseada, la decisión de avanzar sobre Vicentin –empresa que presentaba una generosa paleta de desmanejos, incluyendo la evasión fiscal y el lavado de dinero, vinculaciones partidarias con aportes de dudosa legalidad, una tendencia al vaciamiento de la empresa para defraudar al Estado, entre otras– es una medida adecuada en nuestra mirada política y que abreva en nuestra doctrina. Dejaremos en este artículo el análisis del tenor de la medida y su implementación, fuera de nuestro margen de intervención y sujetos a una sumatoria de informaciones relevantes que carecemos. Buscamos poner en relieve el por qué –con un empresariado de características que se corresponden con la picaresca noventosa que goza de particular mala fama en nuestra sociedad– la construcción de legitimidad pública se buscó a posteriori de la medida, y no en la previa, para facilitar su traducción ante esa porción flotante de la sociedad que acompañó la elección del Frente de Todos, no necesariamente por convicción programática, sino traccionada en muchos casos por el horror ante el saldo económico y social del gobierno apátrida.

Cuesta más aún entender cómo una porción considerable de nuestra masa orgánica, incluyendo cuadros intermedios y dirigentes, salieron en manada a reforzar las categorías simbólicas propuestas por el entramado oligopólico. Por citar un ejemplo, ante la anacrónica y ridícula acusación de “comunistas” –en pleno siglo XXI, atrasando treinta años, hasta una época donde no existía la telefonía móvil– parte de la tropa propia reproduce orgullosamente una imagen de Alberto mimetizado en la figura de Chávez. No se va a encontrar en esta pluma una crítica a la figura del enorme comandante. La revolución bolivariana a su mando generó un marco de posibilidad para la irrupción de gobiernos integracionistas y emancipatorios a inicios de siglo: la mejor experiencia política de nuestra generación. Está de más decirlo en este ámbito. Pero es necesario aplicar una mirada crítica a la incapacidad de ciertos sectores del movimiento nacional para comprender la necesidad de operar sobre el campo de significación de la sociedad, más allá de la reafirmación identitaria constante. A veces, además de ser hay que parecer. A veces, para ser no hay que parecer.

La apropiación de las categorías que el enemigo usa para cargarnos negativamente en lo semántico sirve para fortalecer el espíritu de pertenencia. En este fenómeno se basa la referencia a la fe de los conversos. Banalizar términos como choriplanero –para el uso interno– llevándolo como insignia orgullosa, sirve para ironizar y afianzar el marco identitario, pero puede volverse un búmeran si se usa indiscriminadamente en lo público, generando que algunos sectores de la sociedad –permeables a la perversa y fértil retórica antipolítica, que en nuestro país es un salvoconducto del antiperonismo– sientan que no solo validamos las bajezas de las que se nos acusa más de 100 horas por día –24 horas diarias por cada canal de noticias– sino que además nos burlamos de los otros. No podemos olvidarnos que necesitamos que muchos de esos otros se sumen a la causa nacional, y que –así como hay sanamente conversos en nuestras filas– los del mañana son imprescindibles.

Como militantes, tenemos que afinar nuestra práctica comunicacional cotidiana. El mensaje tiene que ser efectivo para seguir ampliando las mayorías, combatir la antipolítica, aportar a la actualización doctrinaria y al trasvasamiento generacional. No sirve sobreactuar peronismo, ni ensalzarnos en nuestra propia identidad reforzando la dimensión divisoria de nuestras fronteras. Éstas deben ser porosas, especialmente para el ingreso al campo nacional. La cultura –y su divulgación– tiene que ser un imán potente, que seduzca constantemente para lograr plantear la semilla de la duda en las subjetividades producidas conforme al manual de la cultura neoliberal imperante. Abracemos fraternalmente a esos compatriotas alienados por las artes imperiales, que son siempre sutiles para ser efectivas. Rompamos el encanto del entretenimiento, apuntemos a generar vínculos para reforzar el sentido comunitario de la cultura nacional.

Tenemos con qué. Consideremos que la “indigencia espiritual” con la que el gorilismo de Héctor Murena nos quería encasillar hace cincuenta años desde las recoletas páginas de la revista Sur es patrimonio exclusivo de la tilinguería posmoderna, incluso disfrazada de progresía discursiva, que cambió la patrimonial París por la insulsa Miami con tal de insistir en la colonialidad de cuyas sobras viven. Dejemos atrás la idiotez dicotómica de oponer alpargatas a libros. El peronismo es filosofía política basada en el nacionalismo cultural, una de las nuevas banderas que Perón nos dejó como legado. El peronismo es al unísono industria e indagación simbólica. Separar una de otra es un vicio de la modernidad que –arraigando en la ontología americana– no nos podemos permitir.

Reivindiquemos la profunda expansión de la política de promoción del libro llevada adelante por Horacio “El Tanque” Velázquez, quien –entendiendo al libro como un objeto no suntuario– promovió la industria editorial nacional, multiplicó las bibliotecas a nivel federal –inaugurando algunas en sedes sindicales y bases militares– y multiplicó exponencialmente la compra y la distribución de libros por parte del gobierno nacional en nuestra época dorada. Varios años antes de la experiencia de Malraux como ministro de Cultura de Francia, a quien recurrentemente nos quieren vender como inventor de las políticas culturales modernas.

Rodolfo Kusch –reflexionando sobre la experiencia artística– sumaba una tercera dimensión a las dos tradicionalmente analizadas en la historiografía occidental del arte. A artista y obra, proponía sumarle el análisis del Pueblo y cómo éste reaccionaba a la experiencia artística, incorporándola o no a su experiencia cotidiana. Si la cultura determina la felicidad de los pueblos, y todos somos productores de contenidos, generemos mensaje desde el amor y la igualdad. Impongamos la apropiación del amor por la igualdad en nuestros compatriotas, que es pura ganancia. No nos dejemos arrastrar al código del odio. Es jugar en su cancha. Inútil, como intentar ganarle al polo a los argentinos.

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