Derechos de exportación o impuesto a la tierra, esa es la cuestión

En Argentina, el sector externo ha sido un resistente estorbo al desarrollo (Ley Thirlwall). Hasta hoy dependemos del factor tierra para generar las divisas que aseguren importar bienes y servicios que no podemos producir y pagar intereses y amortizaciones por las deudas contraídas. En el año 2021 los granos y semielaborados de cereales y oleaginosos representaron más de la mitad de las exportaciones. Es parte de la historia que la potencia competitiva internacional de la producción agrícola argentina desató una “puja extractiva” entre el Estado y los “traficantes de granos” (Crisis, 52, “La madre de todas las rentas”, Informe Equipo de Investigación Política, EDIPO, 2022) que se pone al rojo vivo en momentos de crisis, cuando se originan “ganancias inesperadas”. Los buhoneros, confabulados con los políticos neoliberales, los medios de comunicación y una justicia laxa con los delitos económicos, resisten la facultad del Estado para cobrar derechos de exportación y utilizan argucias para agrandar su tajada. Entre otros ardides, vale mencionar el Decreto de facto 21.453/76 o “ley de granos”, sancionado por la dictadura de 1976 e insólitamente vigente, que ampara triangulaciones que permiten elusiones impositivas y fuga de divisas. A esto hay que sumarle cambios de origen, falsas declaraciones juradas y pérdida de poder de policía de los organismos gubernamentales para atender temas aduaneros y ambientales (José Sbattella, Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad).

Echemos una mirada al tema. El tipo de cambio (TDC) mide la relación entre la moneda internacional de referencia (dólar) y el peso argentino, en función de la correspondencia entre productividades relativas, tomando como referencia el sector dominante en la canasta de exportaciones. En un mercado libre, el TDC de equilibrio lleva a nivelar el balance comercial. Si la moneda está sobrevaluada, las exportaciones aumentan y se retraen las importaciones, generando un superávit de divisas que las impulsa a la baja, mientras que la subvaluación eleva su valía. En los países centrales, el TDC se calcula en función de la productividad del sector industrial, y en la periferia por los bienes en estado primario. En el primer caso, para compensar los altos costos de alimentos y minerales provocados por el elevado valor de la tierra y el alto costo de la mano de obra, intercediendo el Estado a través de trabas arancelarias y para-arancelarias, chantage, cuotas, prelievos, subsidios, autolimitaciones, etcétera; en el segundo, dado que la industria queda desfasada –interna e internacionalmente– y se convierte en inviable –“enfermedad holandesa”–, para salir de la condición de extractivista es imprescindible la intervención gubernamental. El tema de la estructura productiva desequilibrada, sus consecuencias y salidas fue estudiada brillantemente por el ingeniero Marcelo Diamand (“La Estructura Productiva Desequilibrada Argentina y el Tipo de Cambio”, Desarrollo Económico, 45, 1972).

Con el fin de forjar la madurez del complejo industrial, el desarrollismo fijó el TDC en un punto cercano a la paridad definida por la industria, absorbiendo el Estado la renta artificial del agro por medio de derechos de exportación, y utilizando reembolsos a las exportaciones para mejorar la competitividad internacional de la industria nacional y aranceles a las importaciones para defenderla en el mercado interno. Los TDC efectivos múltiples contribuyeron al desarrollo industrial y así muchas industrias infantes maduraron, pero cuando el péndulo giró hacia el neoliberalismo la práctica fue vulnerada y empresas pequeñas y medianas fueron arrasadas –Videla-Martínez de Hoz, Menem-Cavallo, De la Rúa-Cavallo, Macri-filibusteros varios. Pero no todo es lineal, simple y vinculado al balance comercial: también hay razones de balanza de pagos y servicios de la deuda que deben ser atendidos y obligan a superávits comerciales, hecho no gratuito para un país que exporta lo que come.

Si bien los derechos de exportación ayudaron al desarrollo y son un instrumento cómodo, ágil y sencillo de recaudación y control, tienen la debilidad de establecer una única correspondencia por producto, abstrayéndose de sus condiciones de producción. Un TDC único inviabiliza las actividades menos competitivas: condena a las zonas menos dotadas, alejadas de los puertos, y a las explotaciones de menor tamaño o volumen. Esta práctica termina impactando fuertemente sobre las economías regionales, a las que postra o directamente elimina, a pesar de que su productividad supera la media internacional. La aplicación de un TDC injusto constituye un hecho aberrante, tanto desde el punto de vista humano como económico, y fomenta la concentración y distorsiona los hábitos criollos de consumo. Para paliar estos desequilibrios se puede recurrir a la aplicación de diferenciales compensatorios dentro de una misma posición del nomenclador aduanero, o virar hacia un sistema superador. Lo que propongo fue presentado con otros sustentos y objetivos que combinan con mi propuesta, dejando en claro que la proposición fue rápidamente archivada por presión de la oligarquía y sus secuaces. Se trata de reemplazar los derechos de exportación por un impuesto a la tenencia de la tierra libre de mejoras.

El valor de la tierra está relacionado con su renta presunta. Esto daría al tributo racionalidad, justicia y equilibrio que no posee el sistema actual. Su aplicación evitaría que tierras de innegable valor productivo se conviertan en páramos abandonados por no estar bendecidas como las de zonas núcleo; llenará espacios vacíos; renacerán campos, chacras, fincas, tambos, industrias; se revertirá el éxodo a la ciudad; ingresarán nuevos actores que atenuarán la concentración; aumentará la disposición de alimentos, el valor agregado nacional y los ingresos por exportación; y se evitará que los precios internos se asimilen a los internacionales. Y pueden quedarse tranquilos los propietarios, porque seguirán gozando de la generosa rentabilidad solo por estar asentados sus negocios en el bendito suelo argentino. No hay una tercera opción. La cuestión es: ¿derechos de exportación o impuesto a la renta potencial de la tierra?

Pero todo lo expuesto no conducirá a un estadio superior si los recursos no se aplican inteligentemente y con criterios enmarcados en un Plan Integral de Desarrollo Productivo, armónico, participativo, sustentable, con anclaje en la formación de los actores, construcción de entramados virtuosos, inversión en infraestructura productiva, innovación tecnológica y presencia orientadora y coordinadora de Estado.

 

Carlos Cleri es coordinador ad-honorem de la Unidad de Vinculación con las Mesas del Asociativismo y la Economía Social del INAES. Fue jefe de gabinete del Ministerio de Economía y Producción, subsecretario de Comercio Exterior y director nacional de Promoción Comercial.

Share this content:

Deja una respuesta