Los desafíos de la agenda política: entre el privilegio y la necesidad

“El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos” (Antonio Gramsci).

La sociedad argentina y la política se acercan una vez más a la contienda electoral, en un contexto profundamente adverso para los intereses nacionales, las expectativas de bienestar de las mayorías y la vocación de nuestro pueblo para sumarse junto a naciones hermanas en procesos de integración regional y continental.

No cabe insistir, en esta oportunidad, acerca de las adversidades que debió enfrentar el actual gobierno del Frente de Todos: pandemia, sequía y, colateralmente, los efectos de una guerra híbrida que aún está en curso en la escena global. Tampoco pareciera oportuno hacer una revisión de críticas decisiones de gobierno, ni juicios sobre cavilaciones ociosas a la espera de una más favorable correlación de fuerzas.

Esta coyuntura electoral, tensionada por adversidades, parece exigir de la dirigencia del peronismo una mirada estratégica renovada sobre la realidad nacional que decante en un plan de gobierno, con calendario de acciones y decisiones sobre cuestiones prioritarias. A tal fin, parece indispensable: a) restituir la centralidad de lo político, en el discurso y en la acción, la preminencia de la agenda pública y el rol arbitral del Estado ante el embate de poderosos intereses transnacionales; b) resignificar el concepto de justicia social para operar en una sociedad crecientemente compleja y diversa, abandonando las concepciones subsidiarias de “control de daños” y adoptando estrategias públicas de inserción integral de sectores hoy excluidos que contemplen lo educativo, lo productivo, el hábitat y la vinculación sociocultural que acreciente las autonomías personal, familiar y comunitaria; c) impulsar cambios y reformas institucionales a nivel de los tres poderes constitucionales para agilizar y hacer más eficaces el funcionamiento de los órganos de gobierno y más efectiva la coordinación de las políticas públicas a nivel federal para mayor integración y preservación de todos los recursos nacionales.

En 1946, el general Perón asumió el gobierno con un proyecto estratégico que se materializó en sucesivos planes quinquenales. Las primeras ideas fueron pensadas en el marco del Consejo de Posguerra, tomando en cuenta el contexto internacional de entonces, donde emergía un mundo bipolar que exigiría alineamientos geopolíticos y que el nuevo gobierno habría de responder proclamando la Tercera Posición. En la actualidad, experimentamos un mundo en transición hacia una multipolaridad que aún no estabiliza hegemonías, por tanto, resulta azarosa una apuesta estratégica en función de alianzas estables. Mirar hacia adentro y a la región, escudriñar nuestras potencialidades y actualizar la definición de los intereses nacionales, debería ser la tarea que nos ocupa.

Lo mencionado implica pensar y planificar acciones de gobierno, anteponiendo la racionalidad de la política en el gobierno de lo público a la lógica del cálculo especulativo que imponen “los mercados”. El contexto, obviamente, es de extrema complejidad por la diversidad de intereses en pugna y la velocidad de los cambios que presionan por “primacías sectoriales” que reducen la capacidad decisoria de los gobiernos. Por ello, es preciso comprender con fines estratégicos el comportamiento de las dinámicas expansivas del poder económico-financiero en la lógica neoliberal, y su tendencia irrefrenable a la concentración del capital, a la desinstitucionalización del orden republicano y a la deslegitimación de las prácticas democráticas. No debemos olvidar que la “lógica política” gestada en las usinas neoliberales es resultado de la “mercadotecnia”. Por tanto, su único interés se orienta al manejo de las preferencias socio-individuales en función del consumo, tal como lo define Friedrich Hayek, para quien la libertad es consustancial al mercado. “El Estado es enemigo de la libertad… el Mercado, a su vez, no da a cada uno lo que se merece, su función es –sólo– revelar el valor que los consumidores otorgan a los bienes y servicios” (Camino de Servidumbre). En tales condiciones se dificulta al máximo construir consensos entre lo político y lo económico-especulativo, desde el momento que las “relaciones de mercado” no se reconocen como fenómenos anclados en la sociedad, sino en las conexiones de impulsos de consumo, orientados por preferencias individuales y a nivel global. De allí que un exponente del paleo-republicanismo argentino pueda proponer un libre mercado de órganos humanos, regido por la “ley natural” de oferta y demanda sin interferencias institucionales.

Un capitalismo caracterizado como “neoliberal”, que ya no se reconoce en la práctica de la libre competencia, sino en la concentración oligopólica, implica necesariamente grados crecientes de exclusión social. Ello implica, a su vez, el rechazo de una ética política basada en la noción de bien público para imponer una lógica utilitarista fundada en el principio del beneficio individual que instituye al egoísmo como principio rector de una nueva moral particularista.

En este contexto, la democracia, por definición, no puede desarrollarse como un sistema de libertades políticas que suponen grados crecientes de igualación de las condiciones de vida. Por el contrario, lo que se presenta como república –o democracia con nuevos ropajes– es sólo un paradigma de regulación sociopolítica a nivel global que consagra la preminencia del “privilegio” como principio necesario y ordenador del espacio social: el derecho autoasignado de una minoría que detenta el control del proceso de concentración capitalista para imponer un modelo de sociedad que en su desarrollo agudiza el antagonismo entre el goce de las minorías y la miseria de las mayorías. La consecuencia es que, si el privilegio resulta el principio ordenador, la situación ordenada son la “necesidad” y la “carencia”. En tal situación, se otorga legitimidad a la “exclusividad”, al derecho auto-consagrado de los privilegiados para que impongan su capricho a los seres carentes de todo recurso de autopreservación, como no sea el de la esclavitud o la supervivencia.

Expresiones de un conservadurismo troglodita están insuflando el odio como táctica electoral bajo la advocación a la forma “republicana”. En principio, cabe señalar que la república está fundada en el principio de la representación y, por tanto, requiere de una estructura institucional que haga posible la mediación entre el legítimo representante y el representado, que acepta su condición por la plena vigencia de un régimen de libertades consagrado como legítimo por el consenso de la ciudadanía. En tal sentido, pueden existir repúblicas gobernadas por elites conservadoras y restrictivas: cabe recordar el Orden Conservador (Natalio Botana) que rigió desde 1880 a 1916, y después, el fraudulento, de 1930 a 1946. O dirigencias con amplio respaldo popular: entre 1918 y 1930; desde 1946 a 1955; y las posteriores a 1983.

La democracia, sin embargo, es una forma política que habita la república en tensión con el principio representativo, porque introduce la agenda de la igualdad social. De allí que ciertos discursos envilecidos busquen capturar el humor público para legitimar una invocación falsamente republicana que reniega de la idea misma de democracia, confundiendo el espíritu de igualdad cívica con la amenaza de una pulsión revanchista para asaltar el poder. En este contexto, el gobierno político debe estar prevenido y tener presente la subjetividad de su época. En este tiempo, la subjetividad de factura neoliberal prefigura la “estrategia del odio” para negar la lógica política asociada a una ética de ejercicio democrático del poder.

En los últimos años, con mayor virulencia desde los inicios de la pandemia de COVID 19, se ha podido observar en la realidad global el crecimiento acelerado de ideologías que se reclaman de una radicalidad extrema en el polo conservador del clásico arco ideológico: progreso versus reacción. En tales expresiones hay perfiles similares en los discursos y en la actuación de sus representantes más conspicuos, mientras la opinión pública procesa reacciones que oscilan entre la atracción y la repulsión, entre dejarse seducir y el rechazo horrorizado. En este contexto, el debate político es monopolizado por una lógica emocional y maniquea que divide al mundo en buenos y malos, decentes y corruptos, mientras disimula los modos de acción del poder real para tomar decisiones que trastocan en forma veloz y destructiva las condiciones de la vida humana a nivel planetario.

En nuestro país vemos crecer este fenómeno bajo un alegado “republicanismo” que pretende actualizar ideas y prácticas del antiguo orden conservador. Entonces y ahora, los temas centrales de la agenda política fueron y siguen siendo: la integridad territorial, el desarrollo de nuestras potencialidades nacionales y la consolidación de un régimen político republicano y democrático. También ayer como hoy las formas del discurso resultan performativas de las acciones del poder. De aquella prensa de Mitre que repudiaba en Roca las demandas provinciales contra el centralismo porteño: “raquítico, enano, guaso que anda en los ranchos y saca para comer el cuchillo de la cintura”; a los apelativos más variados que la misma prensa aplica desde hace años al peronismo, a su dirigencia y a sus políticas. El discurso de la ofensa siempre estuvo presto como plataforma ideológica para encubrir los privilegios de una clase oligárquica, al costo de marginar los intereses de la nación y de su pueblo. Hoy, la vieja oligarquía portuaria, asociada con apellidos más plebeyos, se ha transnacionalizado para potenciar su capacidad de agenciamiento en su conocida práctica de intermediación de los negocios con la política.

Bajo el apotegma del mercado libre se borran los límites del propio mercado y la competencia se vuelve oportunismo sin reglas, concentración de pocos y desposesión de muchos. El poder del mercado concentrado desarrolla su propia lógica política, genera patrones de mando y obediencia, y diseña una lógica de gobierno a partir de la cual la dinámica concentradora de la riqueza impone un modelo de regulación particularizada y privatizada a cargo del poder coactivo del Estado y en beneficio de esos mismos intereses corporativos. Todo ello prepara la aceptación del “gobierno limitado”, cada vez más restringido en sus competencias, que prepara el advenimiento del “gobierno privado”. Entonces, la línea de separación entre sociedad civil y comunidad política se disuelve, finalmente, bajo el paradigma del “gobierno privado” que funda una extraña legitimidad en la toma de decisiones coercitivas fundadas en el principio de la libertad de mercado.

La historia del capitalismo demuestra que la potencia del capital impone las condiciones de vida a la población y legitima esa imposición con la captura de los poderes institucionales de la representación y la administración de la Justicia, para neutralizar cualquier posibilidad de equiparación de derechos que tenga en cuenta los requerimientos de la condición humana para una vida digna, o como decía Aristóteles: una “vida buena”.

En este sentido, se revela una creciente confrontación, tanto a nivel nacional como internacional. El capital impone sus fueros sin trepidar en las consecuencias. Busca su máxima ganancia a través de una lógica de “concentración por desposesión”, como sostiene David Harvey, en la cual es imposible la vigencia del Derecho, porque no se reconoce la equiparación institucional de intereses sectoriales en oposición para plantear una arena de negociación.

El privilegio rige donde la ley no se aplica con carácter universal. Es un orden cuyos representantes están exentos de las cláusulas universales de la ley y sólo obedecen a la particularidad. Jueces que en su accionar deciden sistemáticamente en función de la parcialidad, sea promoviendo acciones o evitando la resolución de recursos en función del interés común. El privilegiado se asume como un elegido por el talento o la fortuna y, por tanto, no es responsable ante la sociedad que lo constituye. Es la presunta boutade de María Antonieta a sus cortesanos ante la embestida de los miserables contra las rejas de Versalles: “si no hay pan, que coman tortas”. O la más conocida expresión vernácula: “agarrá la pala”, que se profiere ante un compatriota que el sistema ha privado de todo recurso para subsistir dignamente. No importa, rico o pobre, fantasean con estar dentro de un Versalles travestido en Miami, y se expresan con el lenguaje del privilegio.

Por lo expuesto, la disputa de sentido ya no es entre empresarios y trabajadores, ni siquiera entre ricos y pobres: lo es entre el privilegio y la necesidad, entre privilegiados y necesitados. En esa tensión no hay intereses en conflicto, porque el interés siempre alude a una relación entre seres que se reconocen como semejantes en algo que los implica, en un “negocio” –en la acepción latina: el hacer, no el ocio– en disputa acerca de una cosa cuya disposición es objeto de una relación en común. En el orden del privilegio, el otro no es portador de ningún interés: es pura necesidad, por tanto, es suprimible, no es indispensable. La sociedad neoliberal podría seguir su evolución sin ellos. Si no fuera porque necesita de sus expectativas de consumo, tampoco aquel necesitado alcanzará el rango de enemigo, porque ello supondría un reconocimiento que iguala: son los “descartados” de los que habla el Papa Francisco. Allí no hay grieta, hay un solo lado, lo otro es el precipicio. En diversos momentos de la historia, la condición de humanidad ha reaccionado con insurrecciones y revoluciones que con diversa suerte buscaron restablecer el equilibrio incluyendo a los desheredados. Sobre esto el futuro es un interrogante.

Maquiavelo sostenía que hay dos maneras de fundar una ciudad: bien a partir de un soberano que ejercerá el poder de un modo despótico pero garantizará el orden; o a partir del conflicto entre aristócratas que buscan poseerlo todo y la plebe que ansía tener lo que no tiene. De esta tensión fundamental surge la libertad, como el valor que transforma la lucha a muerte en competencia permanente. La libertad –dirá el maestro florentino– está en la tensión entre quienes no tienen y aspiran a tener y quienes tienen pero buscan tener más para garantizar lo que ya poseen. Son los primeros quienes garantizan la libertad en la república.

En consecuencia, el problema político no reside en la “grieta”, sino en fortalecer la práctica política en un espacio institucional que garantice la competencia de intereses individuales y sectoriales, al arbitrio de un Estado republicano que habilite derechos y sea declaradamente restrictivo con los privilegios. Para ello, es necesario un pueblo que se reconozca en una voluntad común de participar, construyendo mediaciones institucionales que garanticen la plena vigencia de sus derechos universales que en nuestros días comprometen a la biodiversidad y la justicia social.

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