Un traje a medida

La sorpresa no es que gane Milei, sino que la gente no le haya revoleado todo el sistema político a la “casta” por la cabeza. Hace 200 años de la independencia formal de las metrópolis europeas y no le encontramos la vuelta. Las brechas se amplían y adquieren nuevas dimensiones. Ya no son solo económicas y sociales: ahora hay simbólicas, tecnológicas y geográficas, y se vuelven insalvables. El problema no son solo las nuevas dinámicas hostiles del mercado laboral y la crisis económica, que implica que la gente trabaje más y por menos. O la inclemente inseguridad que destruye familias. Sino que paralelamente otro sector cada vez trabaja menos, tiene más y se aísla detrás de más muros y cámaras de seguridad. Y los sistemas políticos no solo no logran cambiar esa realidad, sino que hasta pareciera que la promueven, la protegen, la blindan. Y la gente no entiende, se enoja, está harta.

¿O no nos damos cuenta de lo violentos que son los discursos que aseguran que el esfuerzo todo lo consigue, y después hay una infinidad de barreras visibles e invisibles que lo vuelven imposible? Tres historias de héroes villeros que terminaron siendo estudiantes de Harvard o jugadores de futbol no pueden servirnos como argumento para demostrar la razonabilidad del sistema, o para condenar por incapaces y vagos a los literalmente millones que no pueden dibujar un futuro alternativo al que los condenó el haber nacido del lado incorrecto de las vías del tren. Y no estoy hablando solamente de quienes nacen en villas miserias, sino también de quienes nacen en los tejidos urbanos integrados, que van a universidades públicas trabajando doble turno y, aun así, sus herculeanos logros académicos y profesionales no sirven para asegurarles un futuro estable. Después, tienen que exponerse diariamente a un discurso que los culpabiliza de su situación, a una infinidad de pantallas que les muestran una elite exitosa que cada vez trabaja menos y parece tener más, un grupúsculo de políticos que discuten hace décadas los mismos temas sin resolverles nada. Peor aún: en épocas de elecciones aparecen en videos promocionales en 4K, diciéndoles que los entienden, mientras abrazan a una abuela del conurbano, se toman un mate sobre una mesa de mantel floreado, revuelven una olla en una pyme barrial… y una cámara se asegura de captar todos los ángulos del momento. Parece una sátira. ¿Qué hacen?

El maridaje entre Estado-Nación y democracia liberal como fórmula de organización política sigue fracasando. Ya no suenan tan convincentes quienes culpan a las interrupciones autoritarias o los avatares del destino que “impiden la real ejecución del modelo”. Es como la cantinela del militante trotskista que dice que en realidad el marxismo no funcionó porque lo que había en la Unión Soviética no era verdadero comunismo, sino una dictadura burocrática, e insiste con: “pero si lo hiciéramos bien…”. Lo concreto es que cuando esos prolijos modelos llenos de abstracciones se aplican a la realidad, lo que sucede es un monstruoso autoritarismo burocrático en el caso del marxismo, y una masa de subestados condenados a la marginación, la pobreza y las sucesivas crisis en el caso de las ideas liberal-republicanas. ¿O tampoco nos damos cuenta de que ningún país del sur global logró el desarrollo en los últimos 70 años siguiendo el modelo de la democracia liberal republicana que promete la panacea de la libertad-igualdad-fraternidad? ¿Somos todos idiotas en América del Sur y África? ¿Es que nuestra corrupción es tan intrínseca que es racial, cultural, insalvable? ¿Es que nunca seremos tan buenos y civilizados como los europeos? Quizás, el problema sean los criterios importados y externos de civilidad. Quizás seguimos insistiendo con ponernos un traje que fue hecho a medida para otra persona. Y nos seguimos castigando por no bajar de peso, mientras seguimos comprando trajes del mismo tamaño y al mismo sastre. Porque esa es la verdad, desde nuestras independencias los discursos europeístas llenos de ideas extranjeras buscaron replicar aquellos modelos políticos y fracasaron en nuestros cuerpos sistemáticamente. Por derecha y por izquierda. O quizás sí tuvieron éxito, solo que no era el éxito nuestro el que en verdad pretendían. Paralelamente, con nuestros procesos traumáticos de búsqueda y fracaso se perpetúan flujos de recursos del sur al norte global –simbólicos, humanos, financieros, naturales– y un mínimo sector poblacional se enquista en el poder y el privilegio. El sastre se ha hecho una torta de dinero con nuestros intentos compulsivos de ser lo que no somos. ¿Por qué debería sorprender que nos siga queriendo convencer de que el problema es nuestro cuerpo y no sus trajes malformados? Los pocos intentos macro de alternativas extrasistémicas, sea por debilidad, impericia o ingenuidad, no pudieron contra al entramado del poder real.

El problema no es –solo– el establishment político: el problema es el sistema político, que se demuestra inútil para implementar los cambios estructurales que necesitan nuestras sociedades. Los gobiernos no tienen el poder para operar esos cambios. Los entramados institucionales desfavorecen la concentración de poder formal y disminuyen el músculo político del Estado, y paralelamente otros sectores consolidan y blindan su poder detrás de narrativas sistémicas que legitiman esa acumulación: “si la plata la hizo legalmente no es un problema mío”. Que Bukele tenga más de un 80% de aprobación llevándose puesto ese sistema no puede ni debe ser ignorado. El discurso progresista se agota en el momento en que se descubre que la moderación puede ser mucho más perversa que la radicalidad, porque esconde su propia perversión. ¿Cuántos inocentes morían por día en El Salvador víctimas de los entramados informales de poder que sostenía el modelo previo? ¿Cuántos inocentes mueren hoy en las democracias liberales de los modernos estados nacionales del sur global? “No son liberales”, dicen los liberales. “No es comunismo”, decían los comunistas mirando a la Unión Soviética. Es que tal vez esas ideas nos devuelven esos sistemas, y que después de 200 años de “subdesarrollo” sea tiempo de que empecemos a asumir esa realidad. Si queremos resultados distintos, quizás tengamos que rastrear la génesis de esos discursos liberal-republicanos –o incluso marxistas–, ver quiénes fueron los favorecidos, dejar los videos 4 K con la abuela del conurbano, y empezar a delinear y recoger las experiencias que existen y ya están diagramando narrativas, valores y sistemas políticos propios, más acordes a nuestra talla y a nuestras necesidades. Porque probablemente la respuesta no sea ni Bukele ni Milei, pero está claro que los buenos alumnos de la modernidad europea en Latinoamérica no han logrado mucho más. Y la gente ya no sabe cómo decirlo. Y está cansada.

 

Manuel López Llovet es politólogo (UCA), maestrando en la London School of Economics.

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