Hablemos de pensar en clave política

En los últimos tiempos, y más aún a partir del fallido atentado contra la vida de la vicepresidenta Cristina Fernández, se advierten convocatorias de diversa índole para conjurar los “discursos de odio” que se activan a través de los medios de comunicación y las redes digitales. Ante ello, cabe preguntarse por la eficacia de tales invocaciones para desterrar esos “discursos” e incidir en la desactivación de conductas violentas y aún destituyentes, o en la impugnación de proyectos de poder que reniegan de la racionalidad democrática para procesar conflictos que se activan en los ámbitos de sociabilidad política.

Las pretensiones de minorías difusas con estentórea inmunidad para manifestar emociones que ultrajan la dignidad de ciertas personas y colectivos sociales invaden el imaginario digital, buscando estereotipar la hostilidad en la construcción de enemigos que son presentados como receptáculos donde cualquier sujeto pueda vaciar con absoluta impunidad sus pasiones más odiosas. Tal situación ha cobrado una dimensión de especial gravedad en nuestro país, haciendo temer por las garantías de continuidad democrática. Debido a ello se impone un llamado a la reflexión de los actores políticos para actualizar las “reglas de juego” propias de una convivencia republicana.

En efecto, la emergencia de un imaginario consagratorio de la violencia –caracterizado como expresión de “ultraderecha”– se propaga como un fenómeno de época por los entramados sociales: una tendencia creciente a devaluar lo racional, y en especial la racionalidad política, lo que presupone una pretendida legitimidad de las pulsiones emocionales que las habilita para la “acción directa”. Ante este panorama, es preciso tomar una distancia analítica del problema para pensar en abordajes críticos, racionales, que posibiliten su comprensión y la planificación de acciones coherentes en términos de un proyecto de fortalecimiento de la dinámica democrática en nuestro país.

Sin ánimo de menoscabar la intención de ciertas voces del oficialismo político –que se proponen alertar sobre los efectos nocivos de los “discursos de odio” convocando a una reflexión moral sobre el problema– me inclino por la necesidad de activar la “inteligencia política” en la arena del debate público, para construir una mirada que reconozca la actual complejidad nacional e internacional de la crisis geopolítica, económica y social, es decir, una base de pensamiento político que rehabilite valores, ideas y prácticas vinculadas al hecho existencial de lo político. Me refiero al develamiento del poder real y sus manifestaciones, y a una arquitectura institucional que obligue a la competencia democrática como garantía del progreso con sentido humanitario.

Por tanto, es aconsejable dejar de señalar el odio como una disfuncionalidad moral y promover la acción de pensar la realidad social con renovadas categorías políticas. En tal sentido, la primera responsabilidad le cabe a quienes ejercen compromisos públicos, de representación o gestión del Estado, partidos políticos e instituciones públicas que deben asumirse como espacios de experimentación democrática en la construcción del discurso y la participación ciudadana, con sus legítimas demandas de inclusión de los intereses populares. De eso se trata la democracia: de una fatigosa construcción de equilibrios entre intereses en conflicto, donde aquellos que son “dominantes” siempre buscarán evitar las regulaciones normativas. Por tanto, es imprescindible activar la opinión ciudadana para neutralizar la tentación totalitaria del poder que siempre acompañó a las ambiciones del despotismo oligárquico, fundado en la imposición del privilegio de los menos sobre las necesidades de los muchos que padecen la gravosa carencia de bienes esenciales para la vida. A esta contradicción debe oponérsele una necesaria reformulación de la práctica política, en el sentido de nuevos anclajes del poder democrático en los ámbitos que deben regular las relaciones Estado-mercado y, por otra parte, entre las estructuras de mediación política y las organizaciones de la sociedad civil.

Al respecto, quisiera traer al presente algunas opiniones que alertaron sobre estas prácticas deslegitimadoras en un pasado no lejano, cuando invocaban la necesidad de actuar con las herramientas institucionales propias del orden democrático. Tal es el caso, a finales de la Segunda Guerra Mundial, del filósofo y jurista alemán Karl Loewenstein, quien manifestó esta posición en referencia a las acciones terroristas que hicieron posible la emergencia del nazismo sobre las ruinas de la Democracia de Weimar. En efecto, su opinión señala que la inacción del Estado de Derecho ante las acciones destituyentes inscritas en la concepción del poder nacionalsocialista explica en buena medida la marea totalitaria que se expandió por toda Europa. Hans Kelsen, a su vez, alertaba sobre el riesgo de “suicidio de la democracia” ante la ausencia de acciones contundentes que interpusieran un cortafuego al avance nazi-fascista. Ambos pensadores se referían a la necesidad de que la democracia interviniera con todo el rigor legal-constitucional cuando se enfrentaba a una disputa desde bases de operaciones totalitarias por el control del poder democrático, aduciendo justificaciones subrepticias sobre la corrupción de los políticos y la debilidad estructural de las democracias para imponer el orden en la sociedad. Loewenstein sostiene que la democracia liberal puede resultar víctima de su propia naturaleza, pues, como contracara de la libertad de mercado, cree ser autosustentable, y por eso rechaza en principio el recurso a poderes extraordinarios y confía en una lógica providencialista e ingenuamente idealista. Según esta opinión, la democracia alemana se suicidó en Berlín en 1933, cuando la confianza ingenua de la clase política democrática abrió las puertas al totalitarismo nazi. Aquella destrucción del orden constitucional –afirma– se hizo en favor de un emotional government encarnado en el nazismo como una técnica política racional que tiene al poder como único objetivo –en otras palabras: no son una “banda de loquitos”– y que encubre con una retórica emocional y simplista los problemas que serán siempre achacables a chivos expiatorios.

Por lo mencionado, es preciso estar alertas y no distraerse en lo accesorio. Estamos ante una realidad compleja que compromete a la convivencia en libertad por gran parte de la geografía mundial. En efecto, no se trata de discursos de odio aislados de una lógica de ejercicio del poder a nivel global. Nuestra soberanía democrática está siendo desafiada por los intereses de una clase global de “hacedores de negocios”, para quienes la oportunidad la dicta el mercado y no la racionalidad de la política. Para ello necesita convertir a los estados y sus gobiernos en plataformas de maniobra institucional y de gestión pública, para facilitar la operatoria del capitalismo financiero y rentista que comprometerá definitivamente nuestros recursos nacionales y el futuro de nuestro pueblo.

La habilitación de los sentimientos de odio con la amplificación que facilitan los medios de comunicación permite que cada cual viva su sensación de libertad en la elección del objeto que la difusión mediática le ponga a disposición. Autorización para elegir víctimas propiciatorias que garantice un clímax de goce egocéntrico, en un vacío de convivencia social que habilita el solo lugar del prejuicio. El odio es la nueva subjetividad del neoliberalismo: un odio que no tiene causa evidente y –como afirma Jorge Alemán– tan solo busca destruir lo otro como semejante. Por eso es un sentimiento al servicio del poder, donde el conflicto político es impugnado desde falsos prejuicios morales, mientras se opera a través de condensadores de odio: nombres, personas, colectivos sociales o adhesiones ideológicas y políticas.

La sociedad neoliberal no promueve la integración del individuo ni el ejercicio de la libertad responsable. Suscita un marco cognitivo de la realidad estructurado en torno al goce del consumo, única variable articuladora del comportamiento social, donde el mercado impone su ideología totalitaria a través de un falso “sentido común” que configura subrepticiamente nuestra realidad. En este contexto, no hay historia ni porvenir. No hay horizonte político: se disimula la existencia del poder real y se reniega de la problemática del conflicto por una competencia sorda entre los habilitados para profundizar la concentración del capital.

Ahora bien, ¿puede una democracia “cometer suicidio”, tal como se preguntaba Hans Kelsen ante el avance de la irracionalidad nazi-fascista? No cabe duda: para este filósofo del Derecho, la democracia debe fundarse sobre la discriminación de los fascistas. Por eso la necesaria distinción entre las dimensiones procedimental y sustancial de todo régimen democrático: una medida es democrática si es democrático el proceso que ha llevado a ella –la decisión de von Hindenburg al aplicar el artículo 48 de la Constitución de Weimar que decretaba el estado de excepción y que habilitó el triunfo de Hitler– pero, del mismo modo, en una democracia el poder de la mayoría no puede ser absoluto, y por tanto importa la defensa de los intereses individuales encuadrada en las normas que regulan la toma de decisiones. Lo procedimental está vinculado a las formas, pero el respeto a la dignidad humana hace al modo esencial de la democracia.

Obviamente, no toda oposición es ilegítima o “fascista”: sólo aquella que se propone el derrocamiento de la institucionalidad democrática para imponer un régimen totalitario. ¿Qué hacemos con los claroscuros, con aquellas acciones que ponen en tensión las capacidades institucionales del régimen político, e incluso que pretenden arrogarse en el discurso y acciones irregulares la pretensión del monopolio de la legitimidad de la acción política? Recordemos que la ruptura del vínculo entre individuo y autoridad es el inicio de una pretendida legitimidad antidemocrática que no siempre se propone derrumbar el orden democrático, pero sí degradarlo y debilitarlo. Estos ensayos de horadar la confianza democrática suelen operar como simulacros para ganar adeptos en orden al asalto final. No hay que olvidar que los ataques a partidos políticos, sindicatos y otras organizaciones de intereses se presentan como supresores del conflicto social. Proponen la extirpación del conflicto político a modo de una cruzada del tipo “nosotros o ellos”, situaciones que la opinión pública subestima en comparación a las críticas por la declamada “ineficacia” de los políticos y la democracia.

¿Qué hacer entonces? La teoría esbozada por Loewenstein aboga por una militancia democrática en el sentido de no escatimar los recursos constitucionales para enfrentar al peligro totalitario cuando este se insinúa, porque lamentaremos mucho más la desidia en la acción que las probables reacciones por aplicar con severidad las atribuciones del poder constitucional democrático. Sin embargo, los riesgos del exceso en la aplicación de la ley deben ser considerados, y en tal sentido deberíamos utilizar la expresión de “democracia autolimitante” que cumpla con su defensa y con el máximo de cautela. Como siempre, la realidad dirá la última palabra, pero lo crucial del problema es reconocer y asumir que su naturaleza es antes política que moral: no estamos para “poner la otra mejilla”, sino para garantizar la eficacia democrática en la propia defensa de su institucionalidad, por lo que nos debemos una conducta alerta y decidida para encauzar el conflicto social en los términos de la racionalidad política, y ninguna concesión a los abordajes emocionales o de exclusivismo tecnocrático que irremisiblemente culminan alimentando el sueño totalitario.

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