Neoliberalismo y crisis sistémica

La expansión de la pandemia COVID-19 –aún de incierto derrotero y consecuencias para la humanidad– está descubriendo la complejidad de la crisis capitalista en su fase neoliberal financiera. Ciertamente, su dimensión estructural compromete la propia dinámica de interrelación económica, política y sociocultural. En consecuencia, no se trata de una crisis localizada en la esfera económico-productiva-financiera, sino que abarca todas las dimensiones del sistema en proceso de globalización. Iniciada en 2007-2008 por el default de las hipotecas “sub prime” en Estados Unidos, ha profundizado su curso vía especulación de los mercados financieros, rechazando cualquier intento de regulación estatal para impedir sus efectos devastadores sobre la economía real y las condiciones existenciales de gran parte de la población mundial, además de horadar las instituciones democráticas para garantizar el funcionamiento oligopólico de los mercados.

En este contexto, se comprende que el escenario global, bajo la pandemia del COVID-19, esté descubriendo las vulnerabilidades del sistema para preservar su estabilidad, en la medida que la lógica de concentración del capital con prácticas predatorias del ambiente y las condiciones de sociabilidad humana hacen que la continuidad del paradigma neoliberal sea incompatible con toda forma de vida en esta esfera planetaria. Estamos ante una crisis sistémica que inviabiliza un modelo civilizatorio sustentado en el progreso tecnológico con escalas de productividad extraordinarias y, al mismo tiempo, niveles de pobreza y exclusión social nunca antes experimentados en el mundo. Una altísima capacidad de oferta de bienes en mercados de consumo cada vez más restringidos y millones de personas que no pueden acceder a los recursos esenciales, subsistiendo en la más absoluta precariedad laboral y social.

Asistimos a una ruptura de los equilibrios sistémicos entre las dinámicas de la economía, la política y las sociedades. El mito del mercado ha sustituido a las reglas de la competencia por la práctica oligopólica, y los Estados se limitan a la contención de daños sociales, mientras las sociedades se fragmentan en pujas por la supervivencia. Se trata de una situación excepcionalmente crítica, una verdadera “crisis civilizatoria”, en la medida que esta civilización ya no puede ofrecer soluciones a los problemas que ella misma genera.

La lógica especulativa y la ausencia de regulaciones del propio sistema al proceso de maximización de la renta impiden que operen acciones institucionales de los poderes públicos para viabilizar la redistribución social de la riqueza. La tensión que siempre existió entre la tendencia a la concentración y las presiones por la distribución del excedente económico es reemplazada por el imperio de una racionalidad tecnocrática y su derivado necesario: la depreciación del trabajo humano, invocando el dogma de la “eficiencia” de costos que implica desempleo y restricciones al acceso de bienes y servicios esenciales para la vida. ¿Cómo puede mantenerse un sistema en equilibrio en tales circunstancias: una economía de oligopolios en un vacío de regulaciones estatales que cuiden el bienestar de la población? El resultado es una sociedad de sobrevivientes, de supernumerarios o “descartados”, como afirma el Papa Francisco.

La historia del capitalismo es una historia de las crisis: 1890, 1930, 1971, 1994-1998, 2001-2003, 2007-2008, por mencionar las principales. Karl Marx afirmaba que el capitalismo evoluciona por crisis. Por tanto, éstas no son accidentes, sino que constituyen una dimensión necesaria: explican su desarrollo, aunque las causales sean diferentes. En este caso, fue la propagación de un virus de naturaleza zoonótica, cuyos efectos agudizarán aún más el clima de confrontación geopolítica y económico-comercial entre una potencia en declinación –Estados Unidos– y otra que viene consolidando su ascenso –China–, sin desconocer el protagonismo geoestratégico de Rusia, los reacomodamientos de la Unión Europea y las restricciones que operarán sobre las estrategias de recuperación de las naciones emergentes. El cambio de gobierno en Estados Unidos intentará compensar el debilitamiento de su “liderazgo imperial”, abriendo expectativas para un sistema de equilibrio multipolar inestable que sustituirá la “unipolaridad” emergente de la caída de la Unión Soviética en 1991 y fortalecida por el ataque a las “torres gemelas” en 2001.

El orden global exhibe indicadores más que preocupantes en los niveles extraordinarios de concentración de la riqueza por una élite privilegiada –la riqueza del 1% más rico de la población mundial, según el Informe OXFAM 2020, corresponde a más de dos veces la riqueza del 90 % de la población mundial, mientras que 2.153 personas poseen más riqueza que el 60% de la población mundial. La revista Forbes del 31-12-2020 afirmaba que la fortuna de las 10 personas más ricas del mundo había crecido en 540.000 millones de dólares en nueve meses, al mismo tiempo que hay más desempleo, pobreza, marginalidad social, migraciones, violencia y precariedad de la vida. En otras palabras: globalización económica sin globalización social ni gobernanza política: capitalismo para pocos y miseria para muchos. La pandemia ha profundizado esta brecha, cabalgando sobre la lógica de la economía especulativa que ha posibilitado que los ricos sean aún más ricos, sin importar los medios utilizados, como lo demuestra el diferencial de acceso a las vacunas por parte de las naciones periféricas.

Esta crisis de la racionalidad capitalista neoliberal articula tres dimensiones principales. En lo económico, la especulación subordina la lógica productiva al crecimiento de la renta financiera y tecnológica, por tanto, la viabilidad del desarrollo industrial depende del cofinanciamiento público a través de regímenes laborales precarios y exenciones fiscales e impositivas. La nueva economía resigna su función de proveer a la integración de la sociedad.

El Estado, a su vez, se convierte en agente compensador de la deserción empresarial de las obligaciones fiscales, y al mismo tiempo facilita el proceso de valorización del capital vía flexibilización laboral y reducción de ingresos de los sectores medios y bajos para mantener los niveles mínimos de acceso a bienes y servicios esenciales. El Estado deberá atender las demandas del sector transnacionalizado, vía endeudamiento, que pugna por controlar unidades de prestación de servicios públicos y áreas de explotación de materias primas orientadas a la exportación con bajos niveles de fiscalización pública. La fuente de acumulación del capitalismo neoliberal requiere cada vez más de las franquicias de los Estados que, a su vez, deben garantizar bajos costos de explotación, desregulaciones normativas, permisividad fiscal y represión de las demandas sociales.

En tanto, la sociedad percibe la impotencia del Estado para garantizar el acceso y la calidad de los servicios públicos esenciales y el desconocimiento de sus derechos por instituciones públicas colonizadas por intereses particulares y corporativos. Es el caso de los “poderes judiciales”, los servicios de fiscalización y de seguridad, con gestiones ineficientes, clientelares y no pocas veces captadas por la economía criminal. Un ejemplo: las acciones judiciales propias del “law fare”. De esta manera, se configura una realidad que lleva a la pérdida de confianza ciudadana en los poderes públicos por su parcialidad hacia los poderosos. Los valores de libertad y justicia son ganados por el escepticismo, y los individuos quedan expuestos a una competencia sin “reglas de juego” y con altos costos para insertarse en la vida laboral y comercial, donde cada vez más se impone la ética del sobreviviente, reconceptualizado como “emprendedor”.

En ese mundo, los poderes fácticos maximizan sus apuestas, mientras el resto de la población se adapta a las condiciones disponibles para sobrevivir. Privilegio y necesidad: esa es la cuestión, esa es la “grieta” que muestra la imposibilidad del diálogo y de los consensos, mientras no sea efectiva la vigencia de los derechos individuales, colectivos y sociales para fundar un “orden de derecho” que haga explícita la impugnación de los privilegios.

El nuevo escenario mundial se anuncia con una dinámica de polaridades. En lo económico, habrá que esperar prácticas de fuerte proteccionismo en el marco de una globalización hegemonizada por los países centrales. Es probable que la competencia por la hegemonía mundial incremente la intensidad de conflictos geoestratégicos, una especia de “guerra civil global fragmentada e intermitente” donde cabe esperar oportunidades e incentivos para fortalecer modos de cooperación entre naciones periféricas y formas de integración subregional, espacios de autonomía dinámica para oponer a las potencias hegemónicas. Un escenario que conspira contra la gobernanza global si no existen instituciones internacionales sustentadas en pactos regulatorios entre estados soberanos.

La pandemia dejará cambios en los patrones de consumo y producción. Se afianzarán nuevos modos de sociabilidad que implican transformaciones económicas, demográficas, de valores y de creencias. La propensión al consumo y al endeudamiento se intensificará como necesidad de la economía especulativa y los Estados periféricos serán objeto de presiones e intervenciones para controlar recursos estratégicos. El concepto y la práctica de la democracia serán terreno de lucha con ideologías libertarias que pugnan por restringir derechos colectivos. La precarización laboral y el desempleo tecnológico descubrirán nuevas formas de trabajo cooperativo en áreas de servicios y de producción más cercanas al consumidor-usuario; con competencia con el “capitalismo digital”, aplicaciones y formas de “uberización” que escamotean su responsabilidad empresarial; y trabajo en la provisión de servicios tecnológicos y sociales con modelos de cuidado comunitario, etcétera. Mientras, los gobiernos deberán reactivar la asistencia técnica y crediticia para desarrollar nuevas formas de empleabilidad con fiscalización pública.

No hay respuestas asertivas para el corto y mediano plazo, sino la invitación a explorar y sumar inteligencias y voluntades de cambio. En principio habrá que resignificar el concepto y práctica de la política, en el sentido de una “reconstrucción ética de lo público”, conciencia de lo “común” y compromiso con políticas públicas orientadas a los “bienes comunes y universales”: ingreso, salud, vivienda, educación, conocimiento. Se deberá también reformular las instituciones del Estado cooptadas por la racionalidad privatista desde los años 90; garantizar los derechos de ciudadanía y relegitimar la mediación política, desalentando las ideologías de la sospecha sobre proyectos políticos legitimados por la voluntad colectiva; reformular los modelos de gestión gubernamental en el sentido de una dinámica pública que funcione como matriz de atención a las demandas, intereses y derechos de la población; afirmar la soberanía fiscal con políticas tributarias progresivas de mayor imposición a la renta de los capitales y en el control de la evasión impositiva y arancelaria; superar la lógica de intervención estatal por acciones focalizadas o sectoriales; y desarrollar visiones y abordajes integrales de los problemas estructurales para orientar intervenciones planificadas con integración de saberes técnicos y competencias políticas.

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