Protector de los pueblos libres

José Gervasio[1] escuchaba, como entre sueños, que alguien lo llamaba: ¡Caraí Marangatú! ¡Caraí Marangatú![2] Se despertó sobresaltado. Estaba postrado en la cama, empapado en sudor. Hacía días que la fiebre no le daba tregua. Su piel, que ya sabía de más de ocho décadas, tenía tatuadas marcas de los combates. Tocó su cicatriz en el muslo, que cada tanto molestaba, recuerdo de la Batalla de las Piedras, donde luchara contra los realistas, a quienes despojó de las tierras y el ganado, distribuyéndolos entre los paisanos. Tratando de evocar el momento, las imágenes se confundían en su memoria, se condensaban y se desplazaban como en un sueño. Evocó la emigración –“redota”,[3] como era llamada popularmente– hacia el campamento de Ayuí, en Entre Ríos, donde el pueblo oriental lo siguiera luego del sitio de Montevideo. Recuerda las carretas con familias enteras que lo acompañaron cruzando el Uruguay. ¡Qué suerte la suya! ¡Él, que había participado de la reconquista de Buenos Aires cuando fue invadida por los ingleses!

Cinco años más tarde, cuando la Reconquista era historia, Montevideo estaba gobernada por el español Javier de Elío, a quien habían nombrado virrey del Río de la Plata. José Gervasio llevaba tatuado a fuego el ideal libertario. Como el otro José, el correntino San Martín, creía imperioso romper el yugo que los realistas habían impuesto en tierras americanas. Cerró los ojos para ver mejor la imagen que se escapaba de su memoria. De Elío, lleno de soberbia por su nuevo cargo, había declarado la guerra a la Junta patriota que desde 1810 había sido elegida por el pueblo. Recostado en la cama, sacudió la pierna que se le acalambraba con frecuencia, hasta que sintió que la rigidez cesaba. ¿Qué había pasado? Se veía entrando con su uniforme de capitán ante el gobierno porteño, saliendo con el grado de teniente coronel, y con el objetivo de iniciar el levantamiento de la Banda Oriental. La empresa le parecía suicida: sólo había conseguido ciento cincuenta milicianos y doscientos pesos para llevarla a cabo.

Pero él tenía agallas. Conocía el terreno como nadie y su gente confiaba ciegamente en su valor. En febrero –ya corría 1811– en Asencio comenzaba el clamor del pueblo oriental, sublevado contra el virrey, dispuesto a ponerse a sus órdenes. Duro pero sensible, le emocionaba la fidelidad de sus gauchos. Cuando el calor ya había amainado –no recordaba bien si era mayo– venció a los realistas en la batalla de Las Piedras y sitió Montevideo.

La traición. Siempre la traición persiguiéndole en las sombras. El Primer Triunvirato había firmado un armisticio con Javier de Elío, descolocando a los milicianos y a sí mismo. ¿Todo eso había pasado?

El atardecer se abría paso entre los cortinados austeros de la finca paraguaya. Un tajý[4] blanco daba sombra a la galería. Más allá se erguía un guatambú añoso de donde pendía una hamaca de fibra de coco, que ya le era imposible usar.

José Gervasio tuvo un pensamiento que sembró de tristeza su rostro arrugado: como ráfagas, pasaban por su memoria el rostro de Rafaela, enloquecida de dolor tras la muerte de las dos niñas, Francisca y Petronila, a meses de nacer. Trató de componer el momento: él se había retirado del servicio activo del Regimiento de Blandengues porque su salud flaqueaba. Para ese tiempo se casó con su prima, de los Villagrán. Había sido feliz. José María, el varón, era un mozo saludable que, con el tiempo, había aprendido a montar tan bien como él.

Mucho antes de eso, contrajo matrimonio con Isabel Sánchez, cuando aún se dedicaba a las tareas del campo y vendía cueros a los exportadores de Montevideo. Con ella tuvo a su primogénito, Manuel. Como él, también se había dedicado a las armas. Después llegaron tres niñas. Casi quince años pasó con Isabel, que ya había estado casada anteriormente. Se preguntó qué sería de sus vidas. ¡Cuánto tiempo había pasado!

Cerró los ojos nuevamente. Las horas se deslizaban con lentitud. Nuevamente se ve conduciendo a los suyos a Entre Ríos. Cada vez se sumaban más paisanos a los milicianos, lo que dificultaba la marcha. Llegaron a ser cerca de quince mil personas, a quienes de Elío había dejado en la ruina. Veía, como en una bruma, cuando su segundo le avisó que los portugueses, respondiendo al pedido del virrey, ya estaban llegando al norte de la Banda Oriental. José Gervasio y sus hombres estaban dispuestos a luchar.

Un aleteo lo sacó del ensimismamiento. Abrió los ojos. Una araca[5] entró en el cuarto, persiguiendo un insecto que volaba desesperado intentando salvarse de la amenaza de su pico. Pensó qué parecido era el destino de todo animal: desde un insecto hasta el hombre, siempre alguien era perseguido por otro. Era la historia del poder, que se hacía presente interrumpiendo sus cavilaciones.

Evocó la traición. El Primer Triunvirato, rendido ante el virrey de Elío, había enviado a Sarratea a deponerlo. Conocía a Manuel, que no tuvo escrúpulos en reemplazarlo en el mando de las tropas orientales. ¡Qué humillado se había sentido! Sobre todo, porque tuvo que sofocar una rebelión de su gente, que no aceptaba otro jefe. Recién al caer el Triunvirato, cuando el año doce estaba acabando, el reemplazante de Manuel de Sarratea, Rondeau, le reintegró el mando.

Volvió a pensar en San Martín. Supo que alguna vez le había escrito una carta, que nunca recibió. ¿Quién lo había evitado? Recordaba vagamente que años después del Congreso de Tucumán de 1816, el Libertador había intentado que ambos unieran sus fuerzas. Fue cuando el Congreso daba muestras de querer priorizar el disciplinamiento de las provincias que apoyaban a Artigas, desplazando la estrategia contra los españoles hacia lo que consideraban un frente interno de lucha. Le habían contado que San Martín, desoyendo esas órdenes, se había dirigido con sus tropas primero a Mendoza, y luego a Chile. Supo también que ambos compartían la visión estratégica sobre liberar a los pueblos americanos del yugo realista.

Una brisa cálida entraba al cuarto donde José Gervasio yacía en su camastro. Quiso girar, y esta vez el dolor no fue en el muslo. Tenía la sensación de que tenazas calientes le comprimían los músculos de su hombro izquierdo –secuela de un sablazo– invalidándole el movimiento, según cuál fuera la posición en que se apoyara.

Mbyja[6] entró al cuarto con una jarra de tereré. Le agradeció con un gesto. Sus manos curtidas, su cuerpo enfermo, su rostro adusto, apenas daban muestras de alguna emoción. Sólo la mirada y una leve sonrisa expresaban su agradecimiento a la joven guaraní, que lo trataba con devoción. Sorbió la bebida lentamente. Con cada trago, sus pensamientos se acomodaban de otra forma. Recordó cuando –en el Sitio de Montevideo– un charrúa joven que lo acompañaba, Evaristo, casi se ahoga en el río. Lo sacaron medio ahogado. Le había contado que, a medida que tragaba agua, su mente parecía una máquina que pasaba imágenes hacia atrás a velocidades tan rápidas que no podía anclar en ninguna. Él sentía algo parecido, sólo que la cronología de las suyas se mezclaba: se superponían hechos, colores. Lo único que quedaba intacto era la vivencia, que revivía una y otra vez, cuando la memoria no le jugaba una mala pasada. Cerca de cincuenta años atrás alguien le había regalado un cuadro que Rafaela había colgado en una pared del comedor de la casa familiar. Debajo de la pintura aparecía otra en el lienzo, como si el autor hubiera realizado una anterior, tapándola después. Supo que era un pentimento. Supo, también, que a veces las imágenes se superponían sin una razón: tenía que rascar la que aparecía en su mente para que aflorara la otra, la verdadera, la que permanecía latente. ¡Qué loca la mente! Por momentos era consciente que sus olvidos no eran tales, sino dolores que negaba para no sufrir. Le había pasado con las mellizas.

Recordó su nacimiento. Ambas habían tenido la salud delicada. El embarazo de Rafaela había sido de cuidado. Ella, que era su prima, padeció de fiebre puerperal que precipitó un cuadro de alucinaciones y manías persecutorias, muriendo de locura en Montevideo, mientras él estaba lejos, junto a su tropa. Un asomo de culpa tiñó su rostro. Nunca había podido sustentar la vida de su mujer y sus hijos. Incluso había solicitado al Cabildo de Montevideo ayuda para su familia, que recibió una pensión de cien pesos, una vivienda y educación para su hijo. También evocó que cuando José María supo de su destierro, lo visitó en Paraguay, rogándole que volviera. Nunca lo consiguió. Un dolor lacerante lo quebró cuando se enteró que su hijo había muerto en Montevideo en 1847, un año después de su visita.

Una lagartija se desliza en el techo del cuarto. De pronto se detiene. Artigas trata de adivinar adónde se dirigirá. Hace un juego mental: le parece estar haciendo un despliegue de estrategia militar. Si va hacia la derecha, se dice, la salida es la ventana. En cambio, a la izquierda, la puerta pareciera más tentadora para una rápida huida.

Las sombras entran lentamente, envolviendo la austeridad del cuarto. Además del camastro, una cómoda de madera oscura guarda sus pocas pertenencias: su último uniforme militar, sus botas, chiripás, camisas, ponchos, alpargatas, sus documentos, cartas, mapas… Piensa en el destino de su patria. Piensa en el destino del sur. Piensa, piensa, piensa.

El Campamento de Purificación había sido el cuartel general de Artigas. Desde allí planificaba las operaciones militares. Estaba ubicado al norte de Paysandú, casi donde el arroyo Hervidero desaguaba en el río Uruguay. Su nombre se debía a que los díscolos permanecían internados hasta que se rehabilitaran y gozaran nuevamente de la confianza de sus superiores, o sea: hasta que “se purificaran”. Alrededor del campamento, en 1815 se fue estableciendo un caserío, donde vivían los civiles en toldos o ranchos de paja y barro. Entre éstos y el campamento de Purificación había un espacio formado por fosos de la altura de un hombre. Cinco baterías de artillería eran su defensa. Los internados detenidos se dedicaban a la producción, ya fueran tareas rurales o fabricación de sebo, manufactura en asta, crin o maderas que se vendían en Montevideo.

Ese mismo año, José Gervasio se casa nuevamente con una joven lancera paraguaya, Melchora Cuenca, luego que su matrimonio con Rafaela se declarara nulo a raíz de la demencia de la mujer. Con ella tuvo dos hijos: Santiago y María. La relación entre ambos nunca fue muy buena. Si bien ella era paraguaya, se habían conocido en territorios del Río de la Plata, dado que el padre de Melchora era quien llevaba a Artigas víveres provenientes de Paraguay. Había quedado deslumbrado por su juventud y pensaba que tal vez podría terminar su vida con ella.

Gervasio observa a Santiago atentamente. Lo mide. Lo estudia. Sabe que –como sus otros hijos varones– aprenderá a montar diestramente, tarea para la que su paciencia no tiene límites. Con la niña no tiene grandes demostraciones de afecto. Piensa cuál ha sido su destino con el otro sexo. Recuerda a su mamá, Francisca, a quien su padre, Martín José, llamaba “mi señora”. En los tiempos de su infancia era poco el contacto que tenía con ella. La recordaba silenciosa, haciendo ganchillo o cocinando. Sin embargo, la cercanía con su padre y su abuelo paterno, José Antonio, habían forjado su amor por las tareas de campo. Su abuelo había sido uno de los fundadores de Montevideo, de él había aprendido a arrear ganado, marcarlo y montar a caballo. Recuerda a dos nativos charrúas que le enseñaron a enlazar y usar las boleadoras.

Desde chico, el contacto con los indios formaba parte de su cotidianidad, y las relaciones que establecía con ellos era de total paridad. En Purificación, el tratamiento que tenía con la soldadesca era también simétrico. Despertaba devoción entre los suyos y la familiaridad con que lo trataban hablaba de códigos compartidos. Toda vez que alguien tenía la misión de contactarlo, se sorprendía del trato que le dispensaba su tropa: era de camaradería, fraternal y afectuoso. No faltaban las bromas subidas de tono. Nadie habría podido decir que se encontraba frente a un caudillo militar, pero el respeto y la confianza que había despertado en sus subordinados corrían paralelos a la falta de formalidad con que se trataban.

Cuando la luna se abre paso por la habitación a través de la ventana, sólo una parte de la misma queda en penumbras, el resto es –tanto dentro como fuera– noche cerrada. Artigas no puede dormir. Hace meses que le cuesta conciliar el sueño. Cuando lo logra, sólo es por momentos que le parecen brevísimos, dado las largas horas que pasa cavilando.

La traición. Siempre la traición. Recuerda que cuando se convoca a la Asamblea de 1813 decide previamente organizar el Congreso de Tres Cruces, donde se definirían los diputados por la Banda Oriental que iban a participar de la Asamblea, y las consignas que llevarían. Él había sido clarísimo con las instrucciones dadas a los diputados: planteaba el federalismo –contra el centralismo porteño–, la implementación de un sistema democrático, la unidad de todas las provincias, el igualitarismo y la independencia. Creía fervientemente en igualar el indio al criollo –sentía que tratar a todos con la misma vara era lo correcto–, que el pueblo tuviera decisiones soberanas, que la tierra se repartiera en forma justa y que se acordara el rechazo a toda opresión extranjera.

La Asamblea no convalida a los diputados artiguistas por motivos formales, eufemismo que encubre la verdadera razón: se debía evitar a toda costa el encuentro entre los partidarios de Artigas y los de José de San Martín, ya que ambos se oponían a la burguesía porteña y mantenían los mismos ideales libertarios del suelo americano. José Gervasio, al declararse partidario del federalismo, tenía la férrea oposición de los centralistas porteños.

Piensa qué distinto sería todo si ambos hubieran luchado codo a codo, potenciando sus fuerzas. Evoca cuando el Directorio pone precio a su cabeza, declarándolo traidor.

Una mosca zumbona lo saca de sus pensamientos. Pensándolo bien, se dice, no debe ser una mosca, sino algún otro insecto nocturno. Llama a Mbyja. Nadie le responde. Le incomoda depender de ella, de su solicitud. No se acostumbra a ser viejo.

Artigas lidera la Liga de los Pueblos Libres. A la Banda Oriental se unen Misiones, Entre Ríos, Corrientes, Córdoba y Santa Fe. Recibe el título de Protector. Tiene como lugartenientes a Francisco “Pancho” Ramírez, caudillo de Entre Ríos, y Estanislao López, de Santa Fe. Ambos se habían unido a Artigas contra el centralismo de Buenos Aires, y también contra dos enemigos declarados: los realistas y los portugueses, que habían entrado por el norte a la Banda Oriental. Luego de recuperar en 1815 Montevideo, que estaba en poder de las tropas porteñas, hace flamear por primera vez la bandera de Belgrano, cruzada en diagonal por una franja roja, el color federal. Se niega a concurrir al Congreso de Tucumán, aduciendo que el Directorio apoyaba la invasión portuguesa a la Banda Oriental para terminar con su liderazgo. Los portugueses finalmente lo quiebran, tomando Montevideo en 1817.

Su estrategia era ir contra los lusitanos, mientras López y Ramírez lo harían contra Buenos Aires. Cuando decide atacar a los portugueses, su último pensamiento es para su hijo menor. Recuerda el fragor de la batalla, y su tremenda derrota en Tacuarembó. Le llegan noticias del triunfo de los caudillos de Santa Fe y Entre Ríos en Cepeda. Ya estaba terminando el año 19.

Nuevamente, la traición. López y Ramírez firman el Tratado del Pilar sin consultarle, a raíz de su derrota. Artigas se siente abandonado, de hecho lo está. ¿Qué hacer? Con los restos de su tropa se une a los correntinos y misioneros con la intención de aplastar a Ramírez, que termina venciéndolo en la batalla de Las Huachas.

Una puntada le atraviesa la sien. Le cuesta saber si sueña o está en vigilia, pero las imágenes son tan claras… Se ve marchando al Paraguay, seguido por unos cuantos leales: algunos miembros de su soldadesca, paisanos, indios. ¿Cuántos años había pasado en suelo paraguayo? ¿Está perdiendo la memoria? Piensa cómo combatieron su Reglamento de Tierras de 1815. ¡Qué solo se siente!

Su cabello renegrido se ha blanqueado, su agilidad es sólo un recuerdo. Hace cálculos mentalmente. Ya son treinta los años de exilio.

Una luz tenue penetra por la ventana. ¿Pasó toda la noche despierto? Se siente muy cansado. Mientras cierra sus ojos por última vez, sus pensamientos vuelan a Don José de San Martín. No sabe que ese mismo año, 1850, el Libertador, en su exilio de Boulogne Sur Mer, Francia, cerraría los suyos también por última vez, pensando en el Protector de los Pueblos Libres.

[1] Este relato histórico obtuvo un primer premio en los Concursos Nacionales de UPCN hace cinco años. Fue presentado con el seudónimo Tojunto.

[2] “Padre de los pobres”, en guaraní.

[3] Deformación de “derrota”.

[4] Lapacho blanco.

[5] Guacamayo, en guaraní.

[6] Estrella, en guaraní.

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