La radiografía de un hombre

I

El Hombre de Corrientes y Esmeralda fue descrito maravillosamente en El hombre que está solo y espera, por Raúl Scalabrini Ortiz (Corrientes, 14 de febrero de 1898-Buenos Aires, 30 de mayo de 1959). Este hombre –que tiene como referencia una de las intersecciones típicas de la “Reina del Plata”– no es de carne y hueso. No posee un aspecto específico. Ni es conocido por un nombre o un apellido determinados. Consiste en la encarnación del porteño y, en más de un aspecto, del argentino. Por ello está en cada esquina. Y, a la vez, no está en ninguna. “El Hombre de Corrientes y Esmeralda es un ritmo de las vibraciones comunes, un magnetismo en que todo lo porteño se imana, una aspiración que, sin pertenecer en dominio a nadie, está en todos alguna vez. Lo importante es que todos sientan que hay mucho de ellos en él y presientan que en condiciones favorables pueden ser enteramente análogos. El Hombre de Corrientes y Esmeralda es un ente ubicuo: el hombre de las muchedumbres, el croquis activo de sus líneas genéricas, algo así como la columna vertebral de sus pasiones. (…) No se alboroten, pues, los políticos ni los granjeadores de voluntades. El Hombre de Corrientes y Esmeralda no es ladero para sus ambiciones. Su nombre no figura en los padrones electorales, ni en las cuentas corrientes de los bancos, ni en los directorios de las grandes compañías, ni en las redacciones de los diarios, ni en las nóminas de comerciantes o profesionales. No es un obrero, ni un empleado anónimo. (…) El Hombre de Corrientes y Esmeralda es el vértice en que el torbellino de la argentinidad se precipita en su más sojuzgador frenesí espiritual. Lo que se distancia de él puede tener más inconfundible sabor externo, peculiaridades más extravagantes, ser más suntuoso en su costumbrismo, pero tiene menos espíritu de la tierra” (Scalabrini Ortiz, 1973: 33).

 

II

Según el autor citado, es un hombre sentimental e intuitivo que valora la amistad, juzga la conducta de sus semejantes con indulgencia y desdeña la “inteligencia que se vanagloria de sí misma, la inteligencia que no se aboca a los planteamientos de la vida común, esa inteligencia conceptual que se nutre de libros, de teorías, y no de sensaciones” (Scalabrini Ortiz, 1973: 77). Esta última particularidad –que nos muestra que estamos ante un individuo que no congenia con el hombre supuestamente inteligente que considera que su título universitario es más valioso que sus actitudes, o que sus libros son más valiosos que su forma de ser– recuerda en más de un sentido la opinión de Simón Rodríguez, en Sociedades Americanas en 1828, respecto de los maestros que llegaban al continente, con su cargamento de “catecismitos sacados de la Enciclopedia”, por “jentes de letras” en Francia, y por “hombres aprendidos” en Inglaterra. Asimismo, evoca en más de un aspecto la postura de José Martí en Nuestra América, respecto de los “letrados artificiales”, los representantes de la “falsa erudición”, los exponentes de la “inteligencia superior” que dañaban u ofendían al “hombre natural” con su pedantería. Por si fuese poco, también adelanta en cierta forma la posición de Arturo Jauretche en El medio pelo en la sociedad argentina, respecto del que trata de aparentar un estatus que está más arriba del que posee en realidad y, por ello, adopta las pautas sociales que corresponden a una posición que es superior a la suya. En definitiva, ese rechazo no tiene como destinatario al hombre instruido, sino al engrupido, al que otorga a su persona un valor mayor que el real y que, por esa razón, no es más que un infeliz, un “pobre tipo”, un ser que, en verdad, vale poco o nada.

 

III

El Hombre de Corrientes y Esmeralda es un hombre que sabe que su vida se extingue poco a poco. “El Hombre de Corrientes y Esmeralda tiene un futuro en el destino de su tierra, un pasado que se renueva en él, pero nunca ha tenido presente. Fue la suya una vida invisible, como la tierra a que pertenece, una vida que se va cuesta abajo resbalando despacito, lene, sin sacudones, una vida que se le escurre entre los días y los años, una vida enaceitada que se aja sin constancias, sin tragedias, entre días monótonos, que se disuelven atónitos los unos en los otros” (Scalabrini Ortiz, 1973: 50). Esa extinción –concebida como un proceso que conduce a la pérdida progresiva e inevitable de algo que es valioso y finito– no alude con exclusividad a la pérdida de la existencia biológica. También comprende la pérdida de aquello que brinda un sentido a esa existencia. Esto aparece con una nitidez indiscutible en la letra de muchos tangos. Por ejemplo, en Almagro de Vicente San Lorenzo e Iván Diez; La casita de mis viejos de Juan Carlos Cobián y Enrique Cadícamo; y Volver de Carlos Gardel y Alfredo Le Pera, la pérdida de la vida conlleva la pérdida de la juventud. En Caserón de tejas de Sebastián Piana y Cátulo Castillo; y en Barrio de tango y Sur de Aníbal Troilo y Homero Manzi, la pérdida de la vida conlleva la pérdida del barrio: de un barrio que no constituye un ámbito geográfico, sino una descripción poética que evoca personas, cosas y lugares por medio de un conjunto de imágenes, sonidos, fragancias y sensaciones. En Nostalgias y Niebla del riachuelo de Juan Carlos Cobián y Enrique Cadícamo; Claudinette de Enrique Delfino y Julián Centeya; Gricel de Mariano Mores y José María Contursi; Ninguna de Raúl Fernández Siro y Homero Manzi; Garúa de Aníbal Troilo y Enrique Cadícamo; Tristeza marina de José Dames, Roberto Flores y Horacio Sanguinetti; Nada de José Dames y Horacio Sanguinetti; Naranjo en flor de Virgilio y Homero Expósito; María de Aníbal Troilo y Cátulo Castillo; Por qué la quise tanto y Frente al mar de Mariano Mores y Rodolfo Taboada; y El último café de Héctor Stamponi y Cátulo Castillo, la pérdida de la vida conlleva la pérdida del amor. Y en Uno de Mariano Mores y Enrique Santos Discépolo, la pérdida de la vida conlleva la pérdida de la ilusión: una pérdida que, quizás, sintetiza a las anteriores.

 

IV

A todas luces, es un hombre que no ignora que su existencia se aproxima inevitablemente al momento de su muerte. “El Hombre de Corrientes y Esmeralda es un ser que ha incorporado a su economía el sentimiento de la muerte. No de una muerte emblemática y abstrusa, sino de una muerte que está en él, que le envejece. Este sentimiento invalida los veredictos terminantes a que la inteligencia es propicia. Una conciencia que se sabe perecedera no puede ser conclusa. Solamente puede considerarse infalible el que ha olvidado que se muere. Fenecer, no ser eterno, es falta más grande que errar. (…) Un porteño logra un ascenso y se alegra, porque sus peculios le permitirán favores de comodidad, pero en el fondo, en lo más intrincado de su ánimo, una mortificación nubla su alegría. El ascenso es un nuevo peldaño que ha repechado en esa escalera sin retorno. El ascenso es una satisfacción y una advertencia: ‘Has conseguido lo que ansiabas tener cuando eras joven. Te estás poniendo viejo’” (Scalabrini Ortiz, 1973: 67). ¿Alguien puede afirmar categóricamente que el fragmento citado no tiene punto de contacto con los pasajes heideggerianos que tratan de la posibilidad de la muerte, es decir, de la asunción de la muerte como una posibilidad, como la posibilidad más peculiar, como la posibilidad que imposibilita la totalidad de las posibilidades que están a merced de cada uno por el hecho de ser un proyecto, como la posibilidad que demuestra que cada una de esas posibilidades no es más que eso: una posibilidad? Y, asimismo, ¿alguien puede enunciar de una manera concluyente que dicho fragmento no tiene algún punto en común con los pasajes hegelianos que hablan del miedo a la muerte, es decir, del miedo al señor absoluto, del miedo radical que despoja al siervo de la posibilidad de aferrarse a algo?

 

V

El Hombre de Corrientes y Esmeralda encarna el “espíritu de la tierra”, un espíritu que ocupa un lugar central en el pensamiento scalabriniano. “Suponga que ‘el espíritu de la tierra’ es un hombre gigantesco. Por su tamaño desmesurado es tan invisible para nosotros, como lo somos nosotros para los microbios. Es un arquetipo enorme que se nutrió y creció con el aporte inmigratorio, devorando y asimilando millones de españoles, de italianos, de ingleses, de franceses, sin dejar de ser nunca idéntico a sí mismo, así como usted no cambia por mucho que ingiera trozos de cerdo, costillas de ternera o pechugas de pollo. Ese hombre gigante sabe adónde va y qué quiere. El destino se empequeñece ante su grandeza. Ninguno de nosotros lo sabemos, aunque formamos parte de él. Somos células infinitamente pequeñas de su cuerpo, del riñón, del estómago, del cerebro, todas indispensables. Solamente la muchedumbre innúmera se le parece un poco. Cada vez más, cuanto más son” (Scalabrini Ortiz, 1973: 19). Sin duda, y más allá de las especificidades que distinguen a uno del otro, podemos tender un puente entre este espíritu y el “espíritu comunal” de Saúl Taborda o, en otras palabras, entre este espíritu y la síntesis de la relación que enlaza al individuo con su hogar, su plaza, su iglesia, su escuela y, en definitiva, su comuna, su medio. Obviamente, nos hallamos frente a una realidad que –por la circunstancia de ser titánica– condiciona el desarrollo de la sociedad, confiriendo a dicho desarrollo el carácter de un destino ineludible. A la luz de lo dicho, las diferencias que existen entre el Hombre de Corrientes y Esmeralda que vivía en los tiempos de Raúl Scalabrini Ortiz y el Hombre de Corrientes y Esmeralda que vive en estos días no son fundamentales. Si el primero –sin saberlo– esperaba la llegada del peronismo, el segundo –advirtiéndolo o no– espera la concreción definitiva de sus aspiraciones más elevadas.

 

Referencias

Dri R (1996): Intersubjetividad y reino de la verdad. Aproximaciones a la nueva racionalidad. Buenos Aires, Biblos.

Hegel GWF (1992): Fenomenología del espíritu. Buenos Aires, FCE.

Heidegger M (2003): El ser y el tiempo. Buenos Aires, FCE.

Jauretche A (1987): El medio pelo en la sociedad argentina (Apuntes para una sociología nacional). Buenos Aires, Peña Lillo.

Martí J (1980): Nuestra América. Buenos Aires, Losada.

Rodríguez S (1988): Sociedades Americanas en 1828. En Obras completas, Caracas, Congreso de la República de Venezuela.

Scalabrini Ortiz R (1973): El hombre que está solo y espera. Buenos Aires, Plus Ultra.

Taborda S (1994): La argentinidad preexistente. Buenos Aires, Docencia.

Vattimo G (2006): Introducción a Heidegger. Barcelona, Gedisa.

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