El ángel de los curdelas

En el año 1994 se había muerto Roberto Goyeneche. Pero el polaco seguía viviendo, no físicamente sino espiritualmente. Su espíritu, según sabemos, estaba en el Purgatorio (a pesar de que la Iglesia dijo recientemente que no existía). ¿Y por qué en el Purgatorio? Básicamente, porque el polaco era un noctámbulo al que, como dice el tango, le gustaba “la farra, el café, la muchachada, y donde había una milonga no podía estar sin ir”. Pero al mismo tiempo era un corazón grande, incapaz de hacer mal a nadie y, al contrario, capaz de sacarse la musculosa para regalársela al croto de la esquina. Y esto a Dios le hacía dudar. Mandarlo al infierno era injusto y le generaba culpa. Lanzarlo al cielo tampoco lo convencía, porque Goyeneche no solía manejarse por el programa evangélico. Entonces estaba en el Purgatorio, esperando mejor suerte. Pero el polaco estaba aburrido, la verdad sea dicha. Estaba repodrido de estar en un lugar donde todo era promesa de vida mejor, y nada en concreto. Parecía vivir eternamente en una campaña electoral, en donde se prometía todo y no se daba nada.

Un día, cansado el polaco de estar a disposición de Dios, se fue a ver a San Pedro para que eso se acabara de una buena vez, para bien o para mal. Se presentó en su oficina y le dijo:

–Ché, Pedro: ¿hasta cuándo me vas a tener colgado de la brocha? ¿A vos te parece tratar así a este pobre cristiano? ¿No aprendiste que hay que tratar mejor a la gente?

San Pedro, medio sorprendido por la queja, le respondió:

–¿Qué sugerís que haga, Roberto? Todavía no estás preparado para subir al cielo y vivir eternamente con el Señor.

–¡Ma qué Señor ni qué Señor! Yo estoy al pedo todo el día. Mirá mi aspecto. No hago nada de lo que me gusta y lo único que tengo de ustedes son promesas.

–¿Y qué proponés que hagamos? –le respondió San Pedro.

–Mirá, yo estuve carburando estos últimos veinte años y me parece que encontré la solución.

–¿Cuál? –preguntó intrigado San Pedro.

–Que me dejes bajar al barrio y yo te prometo que voy a hacer cosas para que vos y el Barba revean su opinión y me dejen cambiar de status. ¿Qué te parece, Pedrito? –ya en un tono medio confianzudo.

–¿Y qué pensás hacer, Roberto, para lograr ese objetivo? –dijo Pedrito, perdón, San Pedro.

–Vos pedile al Barba que me preste unas alas, una túnica vieja y un aerosol para ser invisible. Del resto me encargo yo.

–Bueno. ¿Me podés dar un adelanto de lo que vas a hacer? –le dijo San Pedro.

–Voy a hacer lo que siempre hice: conmover el alma de los porteños con mi conocimiento del hombre y con mis canciones –dijo el Polaco.

–Bueno, dame un adelanto. Yo le tengo que informar al Señor.

–Nada. Por el momento escuchá este tanguito, a ver si ti piace.

Y ahí el Polaco se puso a cantar Uno.

De esta manera –medio a regañadientes– Dios accedió al loco pedido de Goyeneche. De la nube de al lado le prestaron unas alas cachuzas, del cuartito del fondo de la otra nube le dieron una túnica media raída y, acomodándose los piolines y salivándose las cejas, se acomodó el equipo y bajó a la tierra.

Como era de esperar, descendió a su barrio: Saavedra. Se fue al feca y allí observó a los hijos de sus amigos –ya que casi todos habían muerto. Y, la verdad, eran todos curdas. Según el estudio que el Polaco había hecho en el Purgatorio –porque tenía tiempo para leer–, los curdas no nacen, se hacen. ¿Cómo se hacen? Básicamente, por alguna causa que hay que descubrir. Y el Polaco era un maestro para entender las penas de los parroquianos del café.

Así fue que se acercó al curda Jonathan, hijo de su amigo Héctor, su compañero de la época en que era mecánico. El pibe le contó que su mujer era una arpía, que lo tenía zumbando, que a él le interesaba separarse pero no se atrevía. Entonces el ángel polaco le dijo –mientras acomodaba sus piolines con un peine pantera:

–No hay drama, bepi. Yo te ayudo a rajar.

Así fue que acompañó a Jonathan a la casa y, aprovechando que no había nadie, lo ayudó a hacer la valija. Jonathan estaba nervioso y el Polaco también. ¡Mirá si aparecía la loca! Y en el momento que pensaba eso, se escucharon pasos por el corredor. Jonathan y el Polaco se escondieron en el balcón. La loca empezó a los gritos:

–¡Se rajó! ¡Hasta me dejó tiradas en la cama las pastillas anticonceptivas!

La vuelta al café para Jonathan fue triunfal. No sabía cómo agradecerle al Polaco su ayuda inestimable.

Para finalizar, el pibe –como era lógico– le pidió en el bar que le cantara para él solo un tango, ya que con el aerosol invisible nadie –salvo Jonathan– lo veía.

Entonces el Polaco levantó sus alas cachuzas y su túnica, y se puso a cantar para su joven amigo Naranjo en flor.

Al día siguiente, el Ángel Polaco se apersonó en otra mesa, donde se encordelaba Matías Nicolás, el hijo de Pocho, su viejo compañero de trabajo de la línea 19, que va a Chacarita.

Matías le contó al Ángel Polaco que su problema era su relación con la madre, que la quería mucho pero que tenía un carácter podrido y lo había echado de la casa.

–No te hagas drama, pibe –dijo el Ángel Polaco–. Yo te lo arreglo.

–¿Y cómo?

En pocas horas estaba en la casa de María, la esposa de su viejo compañero fallecido. Ésta, al verlo, se puso tensa y pálida.

–¿Sos vos, Polaco? –le dijo.

–Sí, turrita mía. Me enteré que andás en quilombos con el bepi y que el nene se dedicó a la bebida. Volví para resolver este problema.

–Bueno, bueno. ¿Pero cómo lo vas a resolver vos? –le dijo la viuda.

–Muy fácil. Tengo amigos allá arriba. Así que, si no te ponés pesada, le hablo al Barba bien de vos y por ahí te salvás.

–¿En serio? ¿Harías eso por mí? Mirá que soy muy católica y me quiero ir al cielo.

–Dejalo por mi cuenta, turrita. Cuando llegues al cielo le decís a Pedrito que arreglaste conmigo y chau. De yapa te canto esta canción –y el Polaco se puso a cantar Afiches.

A los pocos días, María –cumpliendo el pacto con el Polaco– fue a buscar a su hijo al bar, lo perdonó y, si bien no fueron felices, las cosas se acomodaron. María viviría siempre en la esperanza de que la promesa del Polaco fuera verdad.

En los días subsiguientes, Goyeneche arregló el fato al hijo del quinielero, al hijo de a quien él solía manguearle fasos, y al hijo del rey del cabarute.

Cumplido su objetivo, iba a volver al cielo para chamuyar con el Barba y San Pedro, pero todos los curdas recuperados lo pararon en seco y le pidieron a coro:

–¡El himno! ¡El himno! ¡El himno!

Entonces, entendiendo el mensaje y antes de emprender el regreso, el Polaco se puso a cantar La última curda.

Se fue el Polaco de vuelta al cielo, luego de los besos y abrazos de los curdelas recuperados por él. Parecía una sucursal de Alcohólicos Anónimos. Al llegar al cielo lo estaba esperando San Pedro. Éste, sin dejarlo hablar, le dijo:

–He sabido que fuiste a la Tierra, a tu barrio, y has sacado de la bebida a mucha gente. Te felicito. Ahora con el Señor vamos a reconsiderar tu caso. ¿Querés decirnos algo más?

Entonces, cansado de su viaje pero feliz, le espetó al santo:

–Mirá, Pedrito, yo saqué a los muchachos de la bebida porque les hacía daño y porque me gusta ayudar. Pero ahora cambié de planes.

–¿Qué pensás pedir? Dale –le dijo Pedrito.

–Lo único que te voy a pedir es que la traigas al cielo a la esposa de un amigo, María. Vos sabés que se lo prometí a ella y al bepi. Para mí no quiero nada. Así que dejame en el Purga y de vez en cuando autorizame a bajar para oxigenarme un poco, cantar unos tanguitos y ayudar a los queridos borrachos.

–Concedido –dijo Pedrito.

Y así fue que desde ese día, además de la estampita de San Expedito, San Benito, o San Cayetano, los borrachos tenían la estampita del Polaco, ángel de los curdas, quien, según una encuesta realizada en Saavedra, era el santo con “mayor imagen positiva”.

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