Prácticas preprofesionales: un dilema epistemológico

“La Enseñanza tenderá al desarrollo del vigor físico de los jóvenes, al perfeccionamiento de sus facultades intelectuales, a su capacitación profesional, así como a la formación del carácter y el cultivo integral de todas las virtudes profesionales, familiares y cívicas” (artículo 1 del Capítulo IV, Constitución Nacional de 1949).

Las prácticas preprofesionales están en la escena de debate hace muchos años: discutidas desde el academicismo de izquierda por promover mano de obra barata, y desde la derecha por la escasa calificación de quienes ejercen una labor que debería ser cualificada. Si bien existe cierto consenso en que los sistemas educativos forman para el trabajo, la sociedad adeuda una discusión epistemológica sobre los modos –y los para qué, es decir, los fines– de esta vinculación. En pocas palabras, se trata de definir aquellos principios filosóficos que postulen qué conocimientos provenientes del mundo del trabajo resultan valiosos y cómo deben ser abordados en la arena educativa. Con excepción del peronismo, que puso sobre la mesa y abordó desde la política pública el tópico educación y trabajo, los distintos gobiernos que lo sucedieron no se plantearon esta temática de manera estructural. En muchos casos se redujo el binomio al campo de la educación técnica, o reapareció con otras nomenclaturas edulcoradas, tales como “educación solidaria” –a la que luego se hará referencia– que invisibilizaron el lugar del trabajo en la esfera educativa.

En la actualidad estos debates se centran específicamente en dos niveles educativos –el medio y el superior– cuyas discusiones al interior de cada nivel difieren bastante. A su vez, resulta escaso o nulo el tratamiento filosófico sobre qué sujeto pedagógico el Estado Nacional aspira a formar para el desarrollo del país, que es –o debería ser– la razón fundante de la ligazón entre educación y trabajo. Así lo comprendió la reforma Arizaga que se plasmó en los planes quinquenales durante los gobiernos de Juan Domingo Perón. En ese entonces, la propuesta educativa contenía dos acepciones que pretendían superar la antinomia entre materialismo e idealismo. Por un lado, se comprendía a la educación como preparación, puesto que se promovía una formación respecto a los conocimientos teóricos y prácticos que necesita la humanidad para la reproducción de la vida. Por otro lado, la educación debía abonar a la configuración, es decir, al ideal de una vida moral saludable de acuerdo con principios cristianos y humanistas, tendientes a favorecer el espíritu de la cooperación y el trabajo.

Esta concepción del hacer y ser mejor se plasmó en todo el proyecto político pedagógico. En este sentido, puede mencionarse la introducción del aprendizaje laboral dentro del ciclo educativo –establecido entre los 4 y los 13 años de edad– que suponía una preparación integral para el mundo del trabajo, iniciando a los sujetos en el manejo de herramientas y en la práctica de técnicas comunes a todos los oficios, y no en una mera habilidad. Asimismo, en esta línea también se encuentra la creación de la Universidad Obrera Nacional y su articulación con la Corriente Nacional de Aprendizaje y Orientación Profesional (CENAOP). Esta última promovió la regulación de la formación de jóvenes en las fábricas, garantizando su alfabetización y velando por el cuidado de las horas de estudio. La universidad, por su parte, coronó esa transformación elevando a carácter oficial aquellos saberes –los del hacer– que hasta ese momento estaban fuera de la academia. Puede evidenciarse que en ese momento existió una definición estatal de hacer del trabajo un contenido curricular, cuyos fines eran eminentemente filosóficos por el sujeto que se pretendía formar.

Lamentablemente, los años siguientes no fueron fáciles para la sociedad. Los vaivenes políticos y la crisis social echaron por tierra tales discusiones. El avance del neoliberalismo, el descreimiento en el sector público y los cambios en el mundo del trabajo han reducido la cuestión a la introducción de variables económicas en el campo educativo, dejando atrás definiciones político-pedagógicas estructurales. Actualmente, cada vez que en la opinión pública aparece el binomio ‘educación y trabajo’ lo hace acompañado de categorías tales como precarización capitalista, flexibilización laboral, escuelas al servicio de la rentabilidad financiera, o ganancias exponenciales de las empresas.

En lo que respecta a la educación media sobran los ejemplos en la Ciudad de Buenos Aires. Bajo el amparo de normativas nacionales –Ley 26.058 de Educación Técnico Profesional (2005); resoluciones 47/08 y 229/14 del Consejo Federal de Educación– se llevó adelante la reforma educativa “Nueva Escuela Secundaria” (2010) en la que las prácticas profesionalizantes tuvieron un lugar destacado dentro de las escuelas técnicas. Se las estableció como unidad curricular obligatoria[1] para los dos últimos años de secundaria, lo que causó cierto rechazo social y provocó distintas movilizaciones de la comunidad educativa manifestando su posición contraria. Los argumentos rondaron en que estudiantes menores de edad realizaban prácticas laborales no rentadas en empresas y organismos, sin acompañamiento docente. A su vez, la carga horaria destinada a estas prácticas se propuso en detrimento de materias curriculares como Matemática e Historia. En este caso, tal como se evidencia, el problema fundamental no es la práctica profesional en sí, sino las condiciones en que ésta se lleva adelante. Para que una práctica profesional sea formativa es imprescindible el acompañamiento, el tutelaje y la supervisión docente. Asimismo, el lugar que el trabajo ocupa en el sistema educativo no puede reemplazar otros contenidos valiosos para la formación ciudadana, así como tampoco puede reducirse solo a la educación técnica. Y, por último, la educación jamás debe estar orientada a trabajos especializados, sino a una formación integral que incluya distintas habilidades definidas en planes de estudios y no en necesidades empresariales. El problema no radica en que las empresas tengan rentabilidad, por el contrario. El conflicto está en que se pierda de vista la discusión político-pedagógica.

El tema genera menos polémica cuando se plantea en el ámbito de la educación superior. Los protagonistas son mayores de edad y, a su vez, las prácticas se relacionan de manera directa –al menos en la norma– con la carrera elegida. Incluso se trata con mayor naturalidad si las carreras son contempladas por el artículo 43 de la Ley 24.521 de Educación Superior (1995), es decir, si son trayectos acreditables por la CONEAU por tratarse de carreras de “interés público”. En estos casos, las prácticas preprofesionales se deben efectuar en ámbitos determinados, con convenios específicos y bajo supervisión docente. Hay dos críticas que surgen a menudo por parte del estudiantado. En primer lugar, que en las universidades tradicionales –como UBA, UNLP, UNR o UNC, a diferencia de la mayor parte de las universidades creadas en los últimos 30 años– los planes de estudios promueven las prácticas en los últimos años de cursada. En segundo lugar, muchas veces las prácticas se convierten en pasantías no remuneradas –o mal pagas– en empresas privadas.

Sin embargo, hay un punto que no se atiende y es fundamental en el mundo de la educación superior: ¿qué pasa con el resto de las carreras? Aquellas que se derivan de las humanidades o las ciencias sociales, entre otras. En el año 2013, la Universidad de Buenos Aires intentó promover a través de un decreto la “educación solidaria” o el “trabajo comunitario” en “zonas vulnerables”. Se trataba de la introducción obligatoria de 40 horas de prácticas relacionadas con la profesión futura como condición necesaria para recibir el título de grado. Este proyecto fue presentado junto a la creación de la cuarta escuela preuniversitaria –pero primera de orientación técnica– dependiente de la casa de estudios, con orientación en tecnologías de la información y la comunicación. Esta institución se construyó en la zona sur de la CABA, mientras que el decreto de educación solidaria no corrió la misma suerte y tuvo que echarse para atrás. Este proyecto era una oportunidad histórica para comenzar a pensar a la universidad como una institución que, además de extensión, investigación y carrera académica, forma para el trabajo. A su vez, no sólo se revalorizaban las prácticas, sino que se avanzaba en dirección de la justicia social, puesto que promovía que quienes transitaran las universidades públicas retribuyeran al Pueblo –que es quien verdaderamente financia esos estudios– con trabajo. El principal error de ese proyecto fue situar las prácticas en contextos vulnerables, y no promover otros espacios igual de importantes para la formación de estudiantes y el desarrollo local.

Es imprescindible que generemos un debate epistemológico serio acerca de los sujetos pedagógicos que el Estado requiere y que la coyuntura demanda para su inserción en una sociedad de iguales. Las prácticas preprofesionales deben ser discutidas en el marco de la riqueza del territorio nacional y de las características propias de las provincias. Urge la creación de un organismo federal de formación y orientación profesional que involucre a las autoridades de los ministerios de Educación y Trabajo, reunificando las carteras en lo que concierne propiamente a formación y trabajo. Las agendas del Consejo Federal de Educación, del Consejo Nacional de Calidad de Educación y del Consejo Interuniversitario Nacional resultan fundamentales y deben ser ponderadas en este espacio. Este organismo debería:

  1. Promover una educación integral que priorice el desarrollo de las potencialidades de los hombres y mujeres, y de sus subjetividades. Los planes de estudios deben estar nutridos tanto de cultura general como de saberes técnicos y profesionales, ofreciendo un abanico de contenidos que permitan la elección de los y las estudiantes.
  2. Garantizar que los sistemas educativos tengan una conexión real con los territorios en los que se desarrollan. Las prácticas profesionales no pueden estar ajenas al conocimiento y la explotación de recursos naturales, actividades productivas locales, tradiciones locales y el reconocimiento de la idiosincrasia.
  3. Evaluar la calidad de la instrucción brindada en los distintos niveles educativos. Las prácticas preprofesionales deben estar supervisadas por docentes y por personal calificado para tal fin. A su vez, deben desarrollarse en ambientes idóneos, sean públicos o privados, que resulten pertinentes para el desarrollo local, nacional o regional.

La educación como práctica social compleja no puede quedar librada a su suerte. Es el Estado el que debe ejercer el rol docente y proveer los medios para garantizar una educación que posibilite el desarrollo de las individualidades y las potencie mediante el trabajo mancomunado. Las prácticas preprofesionales son el medio para alcanzar una formación integral, donde el saber y el hacer ocupen un lugar preponderante en las currículas. El sujeto pedagógico que la coyuntura demanda es altamente digitalizado, con habilidades comunicativas y competencias cognoscitivas que permitan desenvolverse en contextos de incertidumbre. Asimismo, el país requiere que sus educandos incorporen la cultura general y se apropien de la historia regional, puesto que solo así podrán involucrarse y aportar, con su esfuerzo, al desarrollo nacional. La discusión es epistemológica. Sin embargo, la solución es eminentemente política, y en ella lo económico no es más que una variable de análisis.

 

Aldana Rodríguez Golisano es profesora y licenciada en Ciencias de la Educación (UBA) y diplomada en Géneros y Movimientos Feministas (UBA) y en Ciencias Sociales con mención en Instituciones Educativas (FLACSO).

 

[1] No es objeto de este artículo analizar que esta reforma violó la ley 3.541 de CABA, que establece que las prácticas profesionales sólo pueden realizarse de manera voluntaria.

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