Los fusilamientos del 56: mensajes hacia el futuro

“Por este método sólo han logrado hacerse aborrecer aquí y en el extranjero. Pero no taparán con mentiras la dramática realidad argentina por más que tengan toda la prensa del país alineada al servicio de ustedes” (general Juan José Valle).

 

A propuesta de la rectora de Universidad Nacional de Lanús, Ana Jaramillo, un nuevo proyecto en marcha será el de la creación de la escuela de oficios que llevará el nombre de Juan José Valle. Probablemente, algunos y algunas que eventualmente accedan a este texto no lo recuerden con precisión, y por eso amerita que ensayemos una breve descripción de las penosas circunstancias por las que atravesó, para luego relacionarlo con la nominación propuesta para esta realización que –a nuestro entender– adquiere importancia sustantiva y estratégica en el ámbito educativo.

Con posterioridad al golpe de Estado que derrocó al segundo gobierno peronista en 1955, Juan José Valle –general de brigada leal al orden institucional– junto a otros civiles y militares planificó un movimiento de carácter insurreccional, cuyo objetivo principal era restaurar la legalidad constitucional-democrática y –en su caso– debilitar o derrocar a la feroz dictadura que intentaba enquistarse en el gobierno. Comandado por Valle y secundado por el general de división Raúl D. Tanco, el levantamiento militar se produjo, finalmente, el 9 de junio de 1956. Infiltrada por los servicios de inteligencia, la tentativa fue frustrada y –por una decisión absolutamente ilegal e ilegítima de la dictadura cívico-militar– Valle y otros partícipes civiles y militares fueron literalmente asesinados. Queda para la historia su memorable carta del 12 de junio de ese año, que en una de sus partes sustanciales afirma: “Dentro de pocas horas usted tendrá la satisfacción de haberme asesinado. (…) Con fusilarme a mí bastaba. Pero no, han querido ustedes escarmentar al pueblo, cobrarse la impopularidad confesada por el mismo Rojas, vengarse de los sabotajes, cubrir el fracaso de las investigaciones, desvirtuadas al día siguiente en solicitadas de los diarios y desahogar una vez más su odio al pueblo. De aquí esta inconcebible y monstruosa ola de asesinatos. Entre mi suerte y la de ustedes me quedo con la mía. Mi esposa y mi hija, a través de sus lágrimas verán en mí un idealista sacrificado por la causa del pueblo. Las mujeres de ustedes, hasta ellas, verán asomárseles por los ojos sus almas de asesinos. Y si les sonríen y los besan será para disimular el terror que les causan. Aunque vivan cien años, sus víctimas les seguirán a cualquier rincón del mundo donde pretendan esconderse. Vivirán ustedes, sus mujeres y sus hijos, bajo el terror constante de ser asesinados. Porque ningún derecho, ni natural ni divino, justificará jamás tantas ejecuciones. (…) Viva la Patria”.

De los ejecutados en aquellas horas trágicas, no podemos dejar de recordar, entre otros, al teniente coronel José Albino Irigoyen, al capitán Jorge Miguel Costales y a los civiles Dante Hipólito Lugo, Clemente y Norberto Ross, y Osvaldo Albedro –asesinados en la localidad de Lanús–, a Carlos Alberto Lizaso, Nicolás Carranza, Francisco Garibotti, Mario Brion y Vicente Rodríguez –muertos en los basurales de José León Suárez– y al teniente coronel Oscar Lorenzo Cogorno –asesinado en La Plata. En Campo de Mayo eran fusilados los coroneles Eduardo Alcibíades Cortines y Ricardo Santiago Ibazeta, los capitanes Néstor Dardo Cano y Eloy Luis Caro, el teniente primero Jorge Leopoldo Noriega y el teniente de banda Néstor Marcelo Videla. También siete suboficiales: Hugo Eladio Quiroga, Miguel Ángel Paolini, Ernesto Garecca, José Miguel Rodríguez, Luciano Rojas, Isauro Costa y Luis Pugnetti. En tanto, el 12 de aquel mes –al igual que Valle, pero en La Plata– le llegaría el turno al subteniente de reserva Alberto Juan Abadie, completando, entre otros, la aciaga lista.

Los fusilamientos estuvieron teñidos de manifiestas irregularidades violatorias de todos los derechos humanos esenciales. Esto se verifica de la génesis y de la simple lectura de los decretos y las resoluciones emanados de la dictadura encabezada por el general Aramburu y el almirante Rojas. Los crímenes de los que fueron víctimas Valle, sus compañeros de armas y los civiles constituían hechos inéditos en la política argentina. Quienes participaron directa o indirectamente de aquel alzamiento fueron muertos o detenidos. Algunos de ellos debieron exiliarse.

Más allá de los debates vigentes sobre la mirada que Perón tenía respecto a la conveniencia u oportunidad del levantamiento, lo cierto es que la virulencia y la impunidad con la que se produjeron los acontecimientos –descritos magistralmente por autores de la talla de Rodolfo Walsh– fueron suficientemente documentados por los historiadores. El presidente duerme, texto de Mario Brion, constituirá –además– un testimonio desgarrador de los acontecimientos.

La aterradora represión de la revuelta no sólo persiguió el objetivo de acabar con la intentona. La meta final fue la demolición integral de un proyecto filosófico, cultural, político y económico que se había orientado a la integración total de los argentinos bajo la estructura modelar de la comunidad organizada, donde encontraba centralidad la fuerza de trabajo, y que tuvo como propósito fundacional el bienestar del pueblo. Esta reflexión resulta vital para comprender que el primer peronismo –desde sus orígenes y su concepción– estuvo orientado hacia la instauración de un modelo de comunidad y de Estado basados, fundamentalmente, en la capitalización de la fuerza de trabajo. Por eso, la labor que Perón realizó desde el viejo Departamento Nacional del Trabajo –luego transformado en Secretaría de Trabajo y Previsión– fue la de persuadir a las organizaciones sindicales –algunas de las cuales ya estaban suficientemente consolidadas– para que “se unieran bajo un solo propósito”. La unión promovida resultaba indispensable para establecer un sistema de capitalización que sustituyera a la pequeña burguesía, incapaz de promover por sí misma un desarrollo comunitario genuino e integral. Como sabemos, el sistema capitalista encontró basamento en el proceso de acumulación por parte de un sector social privilegiado constituido por las burguesías europeas. En tiempos anteriores a Perón, en nuestro país existían las llamadas “pequeñas burguesías” –vinculadas al quehacer comercial o al sector sustitutivo de importaciones– pero de ninguna manera en la Argentina de entonces existía un poder burgués con la identidad y la ambición suficientes para encarar un proceso de transformación radical: la sustitución del antiguo orden agroexportador por uno de tipo industrialista y que incluyera la exportación de productos primarios. Por su parte, el peronismo –de origen no burgués– nunca descartó la idea de que un aspecto de la economía se reforzara con la exportación de productos primarios. Pero ese proyecto de desarrollo integral debía estar sustentado por la industrialización de esos productos primarios y de otros, por medio de un fuerte impulso científico y tecnológico, tomando la punta en algunas áreas vinculadas a los novedosos desafíos que planteaba la época.

La derrota del levantamiento y su posterior aniquilamiento no solamente se orientó al escarmiento, sino que expresaba la voluntad de concluir el proyecto político, económico e industrial, y retornar todo lo posible a un programa donde determinados sectores recobraran sus antiguos privilegios: retornar a un modelo agroexportador, ya con la incidencia de un incipiente capital financiero y en formación. Si bien la “revolución libertadora” –como se autodefinía– se propuso reemplazar definitivamente el espíritu y la voluntad transformadora que había generado el movimiento liderado por Juan y Eva Perón, la impronta del modelo promotor peronista se extendería con cierto empuje hasta la década del 80, y cuyo final formal sería impuesto con más violencia por la dictadura militar de 1976. El “proceso de reorganización nacional” recurriría a todos los medios posibles –entre ellos el terrorismo de Estado– para poder exterminar esa inercia del modelo primigenio de cariz productivo en la Argentina. Como ejemplo de ello, la ley de entidades financieras consagrará la centralidad del capital como eje del proyecto económico: ideada por José Martínez de Hoz, sigue aún vigente a 40 años de recuperada la institucionalidad democrática.

La elección de Valle para denominar la escuela de oficios representa –más que el reconocimiento a la valentía, al coraje y al patriotismo de ese grupo de militares y civiles que intentaron recuperar las instituciones– el desafío de recobrar un tipo específico de cultura y organización de la fuerza de trabajo. En nuestra universidad somos plenamente conscientes de que el país atraviesa momentos extremadamente dificultosos en materia laboral: muchos de aquellos oficios que se constituyeron en puntales de la industrialización han desaparecido o están desapareciendo. No obstante, afortunadamente, aún pervive aquella experiencia –la de maestro-aprendiz tan característica de los talleres de la década del 50– que puede contribuir a recuperar la cadena productiva reconstruyendo algunas industrias –con el aporte a esas pequeñas y medianas organizaciones económicas– mejorando su calidad técnica y la idoneidad de su mano de obra.

Por lo tanto, aquellas luctuosas circunstancias por las que atravesaron Valle y sus seguidores –que en principio parecerían no guardar relación con la actualidad– cobran vida plena y terminan intrínsecamente ligadas, porque la aniquilación representó en su época la voluntad simbólica de destruir un modelo en el cual la fuerza de trabajo industrial fue la principal protagonista. Luego de la alevosía criminal de los bombardeos a la Plaza de Mayo, hay tras la muerte de Valle y sus camaradas un intento de colofón, un artesonado íntimo y deliberadamente criminal de imponer por la fuerza un límite al desarrollo sostenido del modelo productivista: un “hasta aquí llegan” severamente advertido por las balas del fusil. Una demostración epigonal en la que el poder real expresa su voluntad arrolladora por regresar a la década infame de la que –siempre juzga marcialmente– nunca se debió salir.

Más allá de las reivindicaciones históricas que el peronismo ha hecho de los caídos –martirizados por su lealtad al pueblo– subyace serpenteando la maduración del deseo genocida de la “libertadora” por acabar con una causa nacional: la independencia económica. El trasfondo es inevitable y su lectura en contexto es evidente: matar la causa asesinando a los protagonistas, disciplinar al espíritu que lo vuelve lucha y, a la vez, resistencia. Denominar a la escuela de oficios con el nombre de Juan José Valle resulta un hecho auspicioso, porque –de alguna manera– visibiliza la necesidad de recuperar un aspecto del mundo del trabajo que está desapareciendo, aportando múltiples oportunidades a muchos y muchas jóvenes que están fuera del mercado del trabajo de incorporarse a la sociedad laboral y, a partir de ahí, integrarse a la comunidad. El trabajo es una de las formas con que las personas se integran al acontecer comunitario, recuperando las relaciones de proximidad y su pertenencia: su estatus comunitario.

Cuando la rectora propuso el nombre de la escuela de oficios muchos no lograban identificar la correspondencia que representaba Valle con relación al mundo del trabajo. Es Valle quien –claramente– corporiza la resistencia contra un programa que venía a demoler al sujeto de país, al protagonista del primer peronismo: al trabajador y la trabajadora –no sólo como personas humanas, que también lo hizo– sino como constructo emblemático, como persona-proyecto de organización colectiva: un ser humano tensado como un arco en orden a la transformación general de la nueva Argentina. Son reflexiones sobre una patria que –en la evidente desgracia de su actualidad– ha retornado a un modelo básico de producción primaria que excluye a una altísima proporción de la sociedad laboral. Para que ese sector relegado y vulnerado pueda regresar a la comunidad incorporándose a un proyecto colectivo necesita herramientas, cuya parte basal y fundante son los oficios. Estos demandan menos tiempo en orden a obtener una titulación frente a una creciente demanda que exige sus servicios, y que no sólo encuentra insatisfechos sus requerimientos, sino que descubre atónita que aquellos oficios que ejercían sus padres o sus abuelos ya no existen. Los escasos maestros que perduran –dotados de pericia y destreza– están cumpliendo su ciclo vital, sin posibilidad de descargar adecuadamente su experiencia entre las y los jóvenes ávidos de ocupación y de propósito. Porque el oficio no es mera tarea: el oficio otorga sentido en la mejor tradición primaria de lo que llamamos trabajo. Ordena el tiempo, lo distribuye con inteligencia y calidad, dosifica los recursos y su linfa derrama nutricia en la familia y –de inmediato– en la comunidad organizada.

El regreso a los oficios no sólo religa a la persona humana, rearticulándola con su comunidad: se constituye como medio imprescindible para reencauzar a la Argentina en su determinación y, con ello, la recuperación del sentido histórico que el peronismo ha representado desde el origen como proyecto nacional.

 

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