Tejiendo luchas por el reconocimiento de la economía popular en tiempos de pandemia: reflexiones desde la experiencia de la crisis 2001

En el artículo “Reconocer el trabajo en la economía popular, ampliar derechos y atender las necesidades sociales” de esta revista, Malena Hopp reflexiona sobre la invisibilidad del trabajo en la economía popular y las posibilidades que abren las políticas públicas implementadas para avanzar en el reconocimiento de tareas esenciales para la reproducción de la vida. Para continuar esa discusión comparto esta reflexión, a partir de una experiencia personal que hilvana las memorias de la experiencia de la crisis argentina de 2001 con la del COVID-19, destacando las múltiples estrategias de vida, lucha y resistencia de los sectores populares y trabajadores y trabajadoras de la economía popular.

Son las 7:30 y el bolso ya está bien cargado desde la noche anterior: cargué un poco de todo lo que conseguí para esta vez. Mi madre me pregunta si está muy pesado, si quiero que lo llevemos a medias hasta la parada del colectivo, cuando emprenda el viaje a la escuela. Le digo “no, ma, está bien”. Me mira con cara y me dice “vamos, te acompaño hasta que tomes el cole”, aunque sabe que ese es el primer cole, después vienen dos más hasta llegar finalmente a la escuela. Los sentimientos se mezclan, es alegría, tristeza e impotencia. Pucha, cómo desearía que mis alumnos y otros tengan su comida sin tener que hacer la fila de horas, de que tengan su calzado y abrigo, y que no esperen ese día conseguir algún número que les quepa. Pero bueno, una parte de mí se emociona de que conseguí para varios talles o ropa para hermanitos menores. Emociona y me hace viajar años atrás, cuando era una alumna sorteando la crisis del 2001, con cuatro hermanos más mamá y papá, sin trabajo, también haciendo la fila larga para que las maestras nos sirvieran la comida del día y dieran la caja de leche. En aquella fila que estábamos bien cerca unos de otros. No había COVID-19 que nos distanciara y tapara la cara.

Todo era distinto, sí, pero hay cosas comunes entre aquella época y hoy. Las filas, los rostros, las familias a las que hoy les toca ir a la escuela a hacer la fila para retirar la bolsa de alimentos, como les tocó ir hace años. Entonces, todo se confunde y nos inventamos preguntas: ¿al final, todo seguía igual? Hay millones de familias donde la comida no está resuelta. A más de un conocido la pandemia le arrebató lo más básico de la vida diaria: el alimento. Hoy soy profesora. Allá por el 2001 hice esa fila diaria en mi escuela, y además caminábamos unos dos kilómetros para acceder al trueque y ver qué se vendía para traer a casa. Tantos años y todo me parece ayer. Este ayer, este recuerdo, esta experiencia que menciona Verónica Gago (2014) en sus escritos, cuando habla de la memoria, de las marcas, de que el cuerpo es una memoria de cosas que le son útiles, que lo alimentan y lo benefician. Muchos compañeros de la escuela dejaron. No podían seguir porque fueron a juntar cartones, o fueron a trabajar con sus papás. No había cómo bancar la olla del día, y no había posibilidades de quedarse en casa y solo ir a la escuela.

Hoy estoy en esta segunda carrera. De momento lo pienso y cuesta. Aunque nunca pasó por mi mente dejar la escuela, fue una realidad de muchos. Seguí, con lo que me costó, y no pensé ir a la universidad, pero pude. Llegué y me costó mil, mentiría si dijera lo contrario: tuve profes que decían “con esos errores acá no deberías estar”, y al mismo tiempo los que me decían “vas a poder”. En el camino encontré personas de gran solidaridad que aportaron a mi mochila de aprendizaje de la vida.

Bueno, retomo: el bolso va viajando en mi hombro y luego en el piso del colectivo. Bajo, camino unas cuadras y llego a destino con el bolso azul. Saludo a los auxiliares y los directivos, todos de lejos, algunos con codo. Vamos sacando las mesas y saco la ropa. La vamos doblando. De los calzados separamos algunos, porque ya nos habían pedido talles justos. Las cosas quedan en la dirección, para que la directora vaya a algunos domicilios y refuerce alguno de los alimentos a los que más precisan o son más numerosos en sus familias. Difícil medir y elegir, pero hacemos esa tarea. A veces no son nuestros alumnos, sino un vecino que se acerca a consultar si hay algún alimento, o que se encuentra sin calzado y vemos de conseguirle. Hace poco la dire me llamó: había una nena que tenía 7 u 8 años. Le dio una bolsita con algunos fideos y una taza, la saludó y le dijo: “te dejo con ella que se va a fijar si hay algo”. Cuando la observé, recordé que había traído un calzado chico y le digo: “¿sabés qué? Probemos este”. Por suerte era su número. Ella me dice: “chau, muchas gracias”. Yo estaba con barbijo y algo de distancia, pero daban ganas de abrazarla. Se fue, y me quedaron las sensaciones de cuando era chica y recibía ropa o calzado: era una alegría, porque nuestros papás no podían con ese gasto. Imagino esa emoción de mis alumnos y vecinos como esta nena, y a la vez la bronca me invade: ¡qué alpargatas gastaditas que tenía esa nena! ¿Cuándo será que podamos tener, sin esperar conseguir –con suerte– una zapatilla o una bolsa de alimento? ¿Cómo fue posible esta narración allá por la crisis 20001 y nuevamente hoy, en plena pandemia?

Hay muchas preguntas y algunas oraciones que podrían acercarnos a lo ocurrido para que miles de familias hoy no tengan ni siquiera un plato de comida. Quienes crearon la miseria lo hicieron para acumular dinero y llevar a que las vidas de las grandes mayorías del mundo no valgan prácticamente nada. Lo cotidiano es el rebusque diario, no hay otra normalidad. El sueño del progreso se demora. El neoliberalismo cuarteó cada uno de los territorios de estas familias en cada grieta que logró con sus políticas de austeridad y de recorte de lo más básico para la reproducción de la vida. Pero plantearlo así sería erróneo –o una lectura encerrada, para Gago (2014)– ya que al mismo tiempo parió de alguna manera a la Economía Popular: les hizo organizarse, pensarse cómo seguir, y pusieron en juego los vínculos y las redes –que nunca son muy mencionadas–, las redes que hacen y que hicieron posible seguir surfeando en cada crisis. La crisis comenzó como un problema del momento, para luego volverse corriente cada día. Esa organización justamente es la que la autora menciona en la tipología Neoliberalismo desde Abajo, que da cuenta de la proliferación de modos de vida que reorganizan las nociones de libertad, cálculo y obediencia. El neoliberalismo está presente así en los territorios de la Economía Popular. Pensar en el neoliberalismo desde abajo nos acerca al despliegue de dinámicas que resisten la explotación y la desposesión, a la vez que existe y se mueve en ese espacio. Es justamente en la rica heterogeneidad que se mueven los sujetos de la Economía Popular, en la enredadera entre explotación, apropiación, lucha, tomar, ceder y someterse.

¿Qué dista entre el ayer y el hoy? ¿Qué pasó con el trabajo antes y ahora? Nos peleamos por una migaja, por un empleo, nos enemistamos con el compañero de al lado. Es fácil decir que son vagos porque quieren. A veces escucho la frase “no conocen lo que es levantarse a las cinco de la mañana”. Es la población más prejuzgada: se la mira por todo, lo que consume, lo que compra, lo que hace o no hace. Se cuestiona su vida y se individualiza la culpa de no trabajar. Esas millones de vidas sin salario (Denning, 2011), que vienen de décadas sin salario, donde todo es rebusque. Para un universo de personas son los que no conocen el esfuerzo, los que no quieren salir adelante. Esta lectura desconoce por completo la realidad donde lo anormal es ser un asalariado formal, lo común es el trabajo temporal, la changa, el día a día. Como si fuera tan sencillo tener un empleo formal de salario mínimo para vivir un poco. Esos cuestionamientos nos duelen porque vienen de gente común que tuvo la suerte de ser explotada: resultó que ser explotado hoy es mejor que no serlo.

Nos encontramos así ante millones de trabajos que están por fuera de la definición del trabajo asalariado, y resulta que son muchas personas en todo el mundo. Entonces, ¿cómo viven? ¿Cómo subsisten? Inventando trabajos, generando ingresos de diferentes fuentes, organizándose con los demás. Dada esta realidad, nos preguntamos qué es el empleo. ¿Qué es y qué no es un trabajo? ¿Es un papel que dice tu nombre y debajo hay un monto? Si en verdad trabajamos siempre. No se puede decir que no trabajan: ponen todo cada día para sobrevivir. Basta mirar las experiencias o revisar un poco nuestras historias. ¿Me vas a decir que ir a buscar la leche al levantarse, ir al truque, vender e intercambiar, cuidar la huerta, lavar la ropa, inventar una comida con lo que se pudo ese día, no es trabajar? Es un pedazo de laburo. Perdón las palabras, pero esos territorios donde se teje diariamente el trabajo majestuoso –en condiciones para nada sencillas, donde los espacios fueron arrasados de los servicios que en una época se ofrecían a las familias– de la reproducción ampliada de la vida no se ven, no se los menciona, o no conviene, ya que sostienen el modelo actual. ¿Cuánto vale nuestro trabajo? ¿Vale que lo que otro nos diga que es trabajo? ¿Vale porque tiene precio su hora dedicada? ¿Quién lo mide, con qué lo compara? Que nadie me venga a decir que mi vieja no sabe lo que es levantarse a las cinco de la mañana, porque no tuvo la suerte de ese sueño del empleo estable. Yo la vi toda la vida trabajando, para nosotros y los suyos. Da bronca, enojo. ¿Qué cambió? ¿Qué es lo que se valora o reconoce? Si sos un trabajador de la economía popular, ¿qué sos? ¿Quién es el que dice que sos trabajador, qué es trabajo o a qué trabajo vamos próximamente? Hay una fila de 200 personas por un puesto: el que más pueda explotarse es el que queda, y tendrá un salario. Será lo que se llama un trabajador asalariado, en blanco, formal, aunque hoy las mismas leyes crearon la precariedad del trabajo.

Según Denning (2011), los trabajadores son cazadores y recolectores de ingresos, porque para sobrevivir deben trabajar para otros como contratados, o ser trabajadores a destajo. Hoy, en plena incertidumbre de una pandemia que no hizo más que agudizar las crisis ya existentes, debemos pensar. Pensarnos, juntarnos, para transformar la realidad, donde la vida sea otra cosa que penurias y un rebusque de lo más básico. Ojalá la organización y la fuerza de todos y todas las que luchan por otro mundo nos empapen a la mayoría y nos sumemos, y vayamos hilvanando el despertar de la pesadilla que nos trajo el progreso. Que los millones de cuerpos con memoria de luchas en cada punto de la tierra nos siembran esperanzas.

 

Referencias

Denning M (2011): “Vida sin salario”. New Left Review, 66.

Gago V (2014): La razón neoliberal. Economías barrocas y pragmática popular. Buenos Aires, Tinta Limón.

Hoop M (2021): “Reconocer el trabajo en la economía popular, ampliar derechos y atender las necesidades sociales”. Movimiento, 37.

 

Romina Calderone es profesora en Geografía (UNGS) y maestranda en Economía Social (UNGS).

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