Tecnología y letras: ¿liberación o dependencia?

El subtítulo alude a una consigna que, entre fines de los 60 y mediados de los 70, cruzó toda Nuestra América, como proponía Martí, para diferenciarnos de quienes, no conformes con saquear gran parte de nuestras riquezas materiales, se apropian también del gentilicio “americanos”. Obviamente, el contexto es otro, pues si bien hoy el continente no está, como en aquellos años, bajo las botas de las dictaduras sangrientas y entreguistas, es evidente que, en general, las condiciones sociales y políticas de nuestros países no han variado mucho. Antes bien, en muchos casos puede advertirse un agravamiento de la situación, en gran medida debido a la capacidad de destrucción material y moral desplegada en nuestro continente por el neoliberalismo. Es decir, por la expresión política y cultural del capital financiero, que es la forma dominante del capital en esta etapa histórica. Esta ecuación económico-política se instala y sostiene mediante instituciones amañadas, dirigencias integradas a los intereses de los saqueadores y medios de comunicación que son parte de esos entramados. Con una sutil perversidad que induce –en personas y sectores sociales– cierta sensación de holgura moral, desplegando cierta ilusión de presunto bienestar, fundado en el acceso a la tecnología y a algún consumo estéril.

 

Huellas

La periodista y guionista francesa Laurence Debray escribió un libro ágil, cálido y ciertamente atrapante: Hija de revolucionarios. Desde el título, el texto parece menos la biografía de la autora que la de sus padres: la venezolana Elizabeth Burgos y el francés Regis Debray, cuyo nombre resonó entre nosotros en los días de la derrota y el asesinato del Che en Bolivia. A pedido de Guevara, con quien había entablado una excelente relación en Cuba, y valiéndose de datos proporcionados por su mujer, Elizabeth, que conocía bastante el país, Debray había estudiado el terreno antes del inicio de las operaciones de guerrilla en nuestro vecino país. Así que, apenas instalado en Ñancahuazú, Debray fue convocado por Guevara. Como, por la fuerza de las circunstancias, se empezó a combatir antes de lo previsto, el francés debió quedarse en la guerrilla, junto con otro argentino: el legendario pintor y revolucionario mendocino Ciro Bustos. Con él, y casi al final de la gesta, lograron salir y fueron capturados por el Ejército Boliviano. Además de ser acusado –en los hipersensibles corrillos de la militancia latinoamericana– de haber entregado al Comandante, Debray fue condenado a treinta años de prisión. Pero logró zafar gracias a los buenos oficios de sus amistades de la diplomacia francesa, a la presión de los sindicatos obreros bolivianos y a una inclinación de cabeza del propio De Gaulle.

Lo cierto es que la hija de este personaje –que sería asesor de Mitterrand– se casó con Emile-Jacques Servan-Schreiber, quien viene trabajando con bastante éxito en su empresa Hypermind, en el desarrollo de los llamados “mercados de predicción”. La propuesta consiste en optimizar la inteligencia colectiva de las multitudes. Su hipótesis de base es que las respuestas a las preguntas de las encuestas o los votos en las elecciones se basan en preferencias personales muy subjetivas y compuestas de factores emocionales. En cambio, sostienen estos nuevos profetas, si a las mismas personas se les pide que digan lo que piensan que realmente sucederá –no lo que les gustaría que suceda– las respuestas surgen de un proceso intelectual no emotivo, por lo tanto, más racional. “Cuando apuestan por lo que sucederá, como en un mercado de predicción, usan la parte de razonamiento de su cerebro, y los resultados son más poderosos”. Con lo que –aseguran en Hypermind– el éxito de las predicciones, proyectado sobre universos masivos, es más probable.

 

Pistas

Lo interesante es que Emile Servan-Schreiber, el marido de Laurence y yerno del finado Debray y de la venezolana Burgos, es hijo de otro personajón francés: Jean-Jacques Servan Schreiber. Editorialista político de Le Monde, a los 25 años Jean-Jacques fundó, cuando empezaba la década de los 50 y él tenía 29 años, el diario –luego revista semanal– L’Express, convirtiéndose en figura de la política y la comunicación. Al advertir que, dado su potencial económico y tecnológico y su capacidad de gerenciamiento, Estados Unidos pasaría por encima a Europa, y con la idea de explicar la situación, escribió en los 60 el libro El desafío americano, traducido a varias lenguas y vendido por millones en todo el mundo – este trabajo y La era tecnotrónica, del ex consejero de seguridad nacional de James Carter, Zbigniew Brzezinski, leídos entre 1981 y 1982 en condiciones muy “especiales”, permitieron, a quienes habíamos estado casi fuera del mundo en los años de la última dictadura, tener un panorama bastante aproximado del mundo que se nos venía. En paraleloy siguiendo una tradición que acaso inicia desde Carlomagno, pasa por Montesquieu y remata en Ortega y Gasset– empezó a agitar sobre la necesidad de que los Estados europeos conformaran un ámbito económico y una estructura política comunes con una moneda única –Balzac hablaba de las naciones europeas como de “una gran familia”… pues bien, ya sabemos qué suele ocurrir con las familias.

Ante el impacto de la informatización de Japón y las crisis recurrentes en los países todavía llamados del Tercer Mundo –que, aunque ya no son llamados así, conservan el atraso y la pobreza de aquella época– Servan-Schreiber publicó El desafío mundial, especie de manifiesto sobre el futuro informático del mundo. Es interesante observar que los saltos dados por la tecnología electrónica de entonces a hoy han superado las hipótesis más optimistas, sobre todo de Servan-Schreiber, quien en su entusiasmo afirmaba con plena convicción que el desarrollo de la informática contribuiría a mejorar drásticamente el mundo. Porque, si bien la robotización que entonces arrancaba podría restar puestos de trabajo, la expansión general del fenómeno informático iba a explotar en millones de nuevos empleos en países superpoblados y super pobres, como la India. En otras palabras: la explosión de la tecnología liberaría al mundo del hambre y la pobreza. Eso no ocurrió. No hubo tal liberación. Y aun cuando hoy vemos cambios tremendos en la cultura de gran parte de los países, la demanda explosiva de nuevos trabajadores y trabajadoras sigue esperando.

 

Rastros

Julio Cortázar recordaba que, en un almuerzo que compartían con José Lezama Lima, el cubano tomó su vaporizador antiasmático, se lo llevó a la boca, dio una aspirada y siguió comiendo –se puede hacer, lo difícil es hacerlo simultáneamente. Lezama, un escritor monumental –en un sentido pleno, como indicaba su abdomen–, escribió la también monumental novela Paradiso y desplegó un monumental sentido estético en cada línea que dejó para la imaginación de nuestros sentidos. Era hijo del director de la Academia Militar del Morro, el coronel José María Lezama y Rodda, quien se ofreció como voluntario para combatir junto a los aliados en la “Gran Guerra” (1914-1918). Eso lo obligó a entrenarse en Fort Barrancas, Pensacola, Florida, donde se concentraban los norteamericanos que se habían metido en el asunto en 1917. Allí, en esa unidad militar, el papá de Lezama Lima contrajo una gripe feroz y repentina que se llevaría su vida. La enfermedad, surgida en territorio norteamericano, viajaría con los efectivos del Tío Sam a Francia, para hacer estragos en suelo europeo, aunque con una nueva identidad: “gripe española” o influenza. Todo un milagro de la magia propagandística yanqui que, por cierto, ya existía, y que a esta altura debiéramos conocer, mal que nos pese.

En un artículo publicado en la revista Biomédica, en marzo de 2019, se menciona a la socióloga Beatriz Echeverri Dávila, quien en una investigación dice que es posible afirmar que la llamada ‘gripe española’ tuvo su verdadero origen en el campamento Funston, en Kansas. Como sea, en la pandemia más mortal del mundo –en 1918 y 1919– murieron entre 50 y 100 millones de personas en todo el mundo, hasta el quíntuple de la cantidad de muertos que dejaron los cuatro años de la Primera Guerra. Dos tercios de las víctimas murieron en un solo trimestre y la mayoría tenía entre 18 y 49 años. Los números habrían provocado una sonrisa triunfal en el economista Robert Malthus (1776-1834), quien sostenía que, como la población crece geométricamente y los recursos lo hacen en forma aritmética, debían volver las hambrunas y los conflictos para regular el equilibrio, como históricamente lo hicieran las pestes y las guerras.

Ahora bien: en este año de encierro, la tecnología –electrónica– tuvo su momento estelar. Celulares, tablets, laptops y computadoras de escritorio se convirtieron en los objetos más importantes de las vidas de millones de personas. Los televisores –ahora digitales– revalidaron su antiguo reinado y se incrementó el uso de Netflix y plataformas de ese tipo. La actividad de las y los docentes pasó a volcarse por muchas de esas vías y explotaron las teleconferencias, teleclases y telereuniones de todo tipo. La televida puso en primer plano el hecho –hasta ahora casi imperceptible– de que, además de vivir en departamentos, casas, barrios y ciudades, vivimos en una imperceptible e insoslayable red electrónica, cuyas vías, en algún punto, invariablemente conectan con toda la red. Con una red por la que circulan nuestros nombres, datos personales, amistades, aficiones, preferencias políticas o sexuales, nivel económico, nivel educativo, hábitos de consumo, ingresos, egresos… todo. Pero, tranquilicémonos: es una red de la que no podemos escapar. Y esta es una de las enormes paradojas. La tecnología, que llegó para liberarnos –del esfuerzo, las distancias, las ausencias, el aburrimiento, las enfermedades, las complicaciones financieras, infinidad de carencias y dificultades, la fealdad, la capacidad de pensar, el aburrimiento, etcétera– en este caso nos libera –virtualmente– del encierro. A cambio, nos encierra en una red-jaula tremendamente real, cuyos límites son invisibles e infinitos.

La liberación, por la vía de la paradoja, remite a su contrario: la dependencia. Y esto pasa a ser la normalidad. La tecnología ya no es el Gran Hermano cuyo ojo nos mira cuando, transitando por la RN 7, salimos del peaje de Altas Cumbres rumbo a San Luis, sino la Gran Madre Tecnología. Dependemos de medicamentos, telas, teles, celus, comunicaciones, etcétera: dependemos de ella.

Durante estos meses hemos escuchado de boca de muchos amigos, amigas y conocidos, serios y respetables, aunque también de lamentables augures televisivos, que no vamos a volver a la “normalidad” que conocimos, sino que tendremos que cambiar muchísimos hábitos de forma drástica. Se insinúa que habrá otra normalidad y que las cosas no serán como antes. El relajamiento y el retroceso ocurridos cíclicamente en la CABA y el GBA, así como en provincias, demuestran que no hay garantías de nada. Lo que sí puede pensarse es que, si hay algo comparable al optimismo bobo, es el no menos bobo pesimismo reflexivo, al estilo de Oswald Spengler, augur del nacionalsocialismo.

Eduardo Galeano comenta en alguno de sus maravillosos textos que, en los primeros años de la década de 1920, después de aquella pandemia, la gente había dejado de darse la mano para saludar. Sin embargo, muy poco después, el mundo, todo el mundo, se olvidó de los millones de muertos. Está muy claro que lo que más claramente vemos es lo que queremos ver.

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