Antiperonismo, irracionalidad y democracia

La intensidad odiadora del antiperonismo a esta altura parece ser una constante histórica: puede variar algo con los años, pero nunca es poca. Al no ser algo modificable, quisiera explorar si es posible establecer algunas explicaciones sobre por qué ese odio se transforma tan fácilmente en irracionalidad –especialmente en estos tiempos de pandemia– debido a que esta irracionalidad tiene peores efectos para la democracia que el propio odio, y así ver si de alguna manera eso sí se puede cambiar –es decir, que haya menos irracionalidad, aunque no haya menos odio. Por otro lado, me interesaría averiguar –si no se pudiera reducir el nivel de irracionalidad– si al menos se puede lograr que haya un mejor debate político en la Argentina, a pesar de la irracionalidad opositora.

 

Es la irracionalidad, estúpido

En los últimos meses viene acrecentándose la frecuencia de un fenómeno curioso: en un espacio público donde hay varias personas, alguien decide no cumplir con las más elementales medidas preventivas ante la pandemia y, cuando se le llama la atención –cualquiera sea el tono en que se le haga notar la falta– responde desafiante, cuando no con insultos, incluso en situaciones en que no solamente pone en riesgo su propia salud, sino también la de otras personas. A veces esa respuesta es reflejo de una actitud que presume de valiente y sacrificada, la de alguien que toma riesgos por resistir a una dominación injusta. También es común esa conducta en algunas y algunos periodistas. Por contrapartida, no es raro ver que quien reclama simplemente el cumplimiento de las normas –y hasta pide que se respete su derecho a no correr riesgos de salud innecesarios– tiene que hacerlo justificándose, excusándose, como si se tratara de un pedido excepcional y no simplemente de la más elemental buena leche.

En el peronismo esta no es una situación nueva, aunque seguramente esta tendencia no se explica únicamente por el hecho de que la actual pandemia lo encuentre en el gobierno, sino también por el comportamiento de una amplio sector de la sociedad que no respeta el bien común, desprecia casi cualquier autoridad y considera una conducta aceptable el “no te metás”. La incertidumbre y la frustración que genera la pandemia facilitan que afloren los prejuicios y los chivos expiatorios. Ciertamente, buena parte del antiperonismo le echa la culpa de todo al peronismo, pero en parte esto ocurre porque hoy es “la autoridad”.

Más allá del momento puntual, lo cierto es que durante décadas –pero con especial intensidad a partir de 2003– un amplio sector de las y los antiperonistas se consideraron con pleno derecho a insultarnos en público, a burlarse adjudicándonos intenciones, frases o expresiones que jamás dijimos ni respaldamos, a generalizar atribuyéndonos casi cualquier defecto eventual, etcétera. Por supuesto que esto no es algo que ocurra en todo tiempo y lugar –no son tan valientes ni sacrificados– pero sí llama la atención que en ciertos contextos es algo tan frecuente que para muchas personas pasa completamente desapercibido. Muchas veces ocurre en situaciones “controladas”, en lugares donde una discusión en tono alto sería considerada de mal gusto: nuestro aporte al buen gusto consiste en escuchar pacientemente cómo alguien en voz alta nos cuestiona sin mostrar el menor respeto o consideración que se nos exige.

Claramente, no es algo que esté asociado únicamente a las “actividades sociales”. De hecho, en estas páginas varias veces analizamos cientos de publicaciones académicas que aplican para el peronismo criterios que jamás osarían usar para otras fuerzas políticas, porque serían consideradas inaceptablemente hostiles y arbitrarias, es decir: poco académicas. Nuevamente, nuestra muestra de civilidad residiría en responder respetuosamente uno a uno disparates y falsedades palmarias, como si fueran meras casualidades.

Una aclaración adicional –tal vez necesaria– es que no es una actitud exclusiva de las y los antiperonistas, y que inclusive en algunas aulas universitarias se patotea –no físicamente, pero casi– a cualquiera que ose citar datos o argumentos que contradigan el “consenso progre” que en ellas impera. Queda claro entonces que todo lo que diga a partir de esta línea incluye también a este tipo de situaciones. Pero la existencia de estas últimas no justifica las primeras, amén del detalle de que –por lejos– no son tan frecuentes ni generalizadas.

Podría seguir este texto describiendo el daño moral que estas actitudes generan, que no es poco, o el efecto “espiral del silencio”,[1] pero lo que me parece más importante es la manera en que esto afecta a la democracia, acá y ahora: la irracionalidad que profesa un amplio sector del antiperonismo es un enorme obstáculo para el desarrollo del principio democrático de soberanía del pueblo, por dos razones. La primera es que favorece el incumplimiento de normas dictadas durante los gobiernos peronistas, afectando uno de los elementos fundamentales del principio de soberanía popular que establece la Constitución Nacional: que el gobierno hace lo que vota el pueblo, y que el pueblo obedece las normas que dicta el Estado. Esto llega a veces a situaciones como la ya mencionada –patriotas que se enorgullecen de no usar barbijo– pero también conlleva otras consecuencias, como la evasión tributaria, o cuando en el año 2008 productores agropecuarios furiosos decidieron cortar rutas y dejar aisladas ciudades enteras durante varias semanas. Con demasiada facilidad algunos sectores pasan del incuestionable derecho constitucional a “peticionar a las autoridades” al derecho a extorsionarlas, cuyo rango constitucional está en entredicho. Nunca les faltan “periodistas” que, en lugar de aportar información u opiniones, con entusiasmo se suman a embarrar la cancha para respaldarlos. De hecho, es un proceso que se retroalimenta y acelera: ¿alguien hace seis meses lo habría creído si le decían que buena parte de la oposición iba a apostar a hacer fracasar la vacunación en plena pandemia? ¿Alguien hace muy pocos años habría creído posible que el favorito a ganar las elecciones de una de las potencias de la región fue proscrito y apresado sin pruebas por un juez que luego fue ministro del nuevo presidente?

El segundo obstáculo para la democracia de la irracionalidad antiperonista es que impide el desarrollo eficaz de debates sobre políticas concretas. La democracia, para funcionar como tal, supone siempre un cierto nivel de deliberación. Incluso Amartya Sen llega a decir que las elecciones son sólo una forma de hacer eficaces las discusiones públicas. Sin llegar a tanto, es una obviedad que el pueblo solamente puede ser soberano no solamente si vota a las y los gobernantes, sino si éstos explican públicamente qué políticas van a impulsar y por qué.[2] En el extremo –uno muy cercano a la situación actual– prácticamente es imposible debatir seriamente si parte de quienes lo hacen no tienen el menor interés en citar datos realistas, en usar argumentos lógicos y consecuentes, o en evitar falacias burdas. Tampoco es posible debatir si uno de los contendientes continuamente adjudica al otro frases que nunca dijo ni sugirió.

Es cierto, sin embargo, que –como afirma Pablo Belardinelli– fue un gran avance para el desarrollo de la democracia que la fuerza política que fue derrotada en las últimas elecciones se mantenga organizada y con expectativas de volver a ganar, porque eso facilita que se pueda construir un debate con suficiente continuidad con sus dirigentes más representativos, y no con otros actores mediáticos o políticos inorgánicos, o con librepensadores odiadores y terraplanistas. El hecho de que quienes puedan debatir formen y hayan formado parte de un gobierno facilita mucho la fluidez de cualquier debate político. Pero lo cierto es que el griterío irracional de un segmento predominante de sus dirigentes y partidarios hasta el momento demuestra ser un obstáculo insalvable para llevar adelante debates mínimamente coherentes y eficaces, tanto en el Congreso como en los medios o la calle.[3]

 

Las causas

Es difícil identificar con aceptable precisión las causas del odio o de la irracionalidad del antiperonismo, por lo que es difícil creer que sea algo que se pueda modificar con una estrategia específica. Obviamente, influyen las redes sociales virtuales, los medios masivos de comunicación[4] y el giro político de la derecha norteamericana de los últimos años. También seguramente hay una necesidad de algunas y algunos partidarios del macrismo que no pueden aceptar la derrota electoral sin atribuirla a imaginarias malas artes del peronismo –algún dirigente PRO llegó al ridículo de afirmar que hubo fraude, y a Donald Trump parece que le gustó la idea.[5] Seguramente hay muchas otras posibles causas del odio y la irracionalidad antiperonistas, pero está claro que no es un fenómeno novedoso. Cuando yo era chico, existía una especie de mito urbano que decía que el día del bombardeo –16 de junio de 1955– Perón había hecho llevar obreros en camiones a Plaza de Mayo para culpar de su muerte a quienes tiraban las bombas. Es decir que los peronistas, además de malísimos, eran muy tontos. Este y otros mitos similares demuestran que las fake news antiperonistas –aun las más increíblemente cínicas y delirantes– no son algo nuevo.

Hago un paréntesis y me permito agregar otra posible explicación parcial del odio y la irracionalidad del antiperonismo. Seguramente no es un detalle insignificante que se exprese casi siempre en tono de condena moral.[6] Para una porción significativa del antiperonismo, los peronistas no somos solamente un sector de la sociedad que tiene valores y principios característicos, o que postula un proyecto de país alternativo, o que tiene experiencias de vida distintas a las de otros sectores, o que tiene una visión diferente sobre la realidad: somos malas personas, sin contexto ni matices. Seguramente no soy original si postulo que es posible que semejante actitud sea funcional a la necesidad de impedir que se pongan en duda ciertos pilares sobre los que se asienta la conciencia limpia ante una condición económica favorecida en un país tan desigual como la Argentina.[7] Pertenecer tiene sus privilegios, pero sentirse bien aun siendo alguien privilegiado no tiene precio. La condena moral contra las personas pobres –y contra quienes buscan representarlas– bien podría ser una manera no consciente de evitar la mala conciencia.

El peronismo y el kirchnerismo –con sus múltiples variantes– buscaron revalorizar la dignidad de quienes supuestamente eran “culpables” por ser pobres. Los cambios que impulsaron no significaron solamente una redistribución económica, sino también una reformulación del honor social de distintos estratos sociales. Ni uno ni otro usaron un tono amistoso, ni palabras amables, es cierto, pero suponer que el problema fue el “tono” es algo fácilmente refutable: basta ver que el dejo reflexivo y las expresiones casi cariñosas de Alberto tampoco parecen ser del agrado de quienes hoy se complacen en revolear todo tipo de indignaciones en público.

La condena contra el antiperonismo viene acompañada de una disposición a creer cualquier dato o argumento que la confirme, por más falsos o absurdos que puedan ser. No tengo encuestas a mano, pero me juego algo muy propio a que un porcentaje significativo de la población realmente cree que hubo cientos de cajas fuertes enterradas en la Patagonia y que dentro de ellas había fortunas fabulosas en dólares, así como hubo generaciones de familias que estaban sinceramente convencidas de que el oro de los nazis llegó a la Argentina en submarinos que fueron hundidos en las costas de esa misma Patagonia. ¿Adónde fueron a parar esos dólares y ese oro? ¿Para qué usar una caja fuerte si la van a enterrar? No son preguntas relevantes, lo nuestro no son las precisiones:[8] lo único que importa es que se trata de gente mala, muy mala, que haría eso o cualquier otra cosa. ¿Pero además de malos seguimos siendo idiotas? Claro, y eso todo lo que se te ocurra.

¿Exagero? Traigo un testimonio personal: cuando Cristina era presidenta, varios de mis excompañeros de secundaria hacían cadenas de oración contra la corrupción por email. Parece una broma, pero es completamente cierto. No eran precisamente ciudadanos ejemplares, por ejemplo, en el pago de impuestos, y ni siquiera intentaban ocultarlo –tal vez había excepciones que prefirieron callar su honestidad para preservar la affectio evasionatis del grupo– pero ninguno tenía ni la más mínima duda de que absolutamente todas y todos los funcionarios del gobierno de ese momento eran terribles chorros. Lo expresaban con un odio profundo y sincero, desde una superioridad moral infinita, y además desde la absoluta convicción de que el único problema que había en la Argentina era ese: la corrupción. Uno puede suponer que sabían que exageraban, o que usaban la corrupción como excusa por no pagar impuestos, pero no: realmente estaban convencidos. Su honra estaba en juego, y a quien osara ponerlo en duda –yo, por ejemplo– lo atacaban sin dudarlo, llegando a cuestionar su –mi– honestidad, sin poder precisar ningún otro elemento como prueba que esta disidencia.

Recordemos: las consecuencias de semejante locura son, entre otras, la desobediencia a las normas y la falta de debates públicos racionales. ¿Tiene usted alguna disonancia moral que le genera malestares por la noche? Consiga a alguien peor que usted y putéelo. Cuanto más frecuente y fuerte lo haga, mejor se sentirá. Verá que a partir de ahí no le entrarán más balas, que ya será imposible discutir con usted sobre cualquier otra cosa que no sea la inmoralidad de su enemigo.

Vuelvo a aclarar que, si bien esta técnica también es usada por otros sectores, incluso por peronistas, quien se destaca por su maestría en este arte es un sector mayoritario del antiperonismo. ¿Por qué? Estimo que una parte de la explicación podría ser que un debate público lógico y consecuente llevaría a transparentar muchos de sus privilegios y prejuicios.

De todas formas, me interesa aclarar que no estoy haciendo acá una condena moral contra quienes critican al peronismo, con o sin razón. Al contrario, entiendo que tienen todo el derecho del mundo a hacerlo, e incluso a incurrir en todas las contradicciones lógicas o morales que quieran… en su casa o en casa de sus amigos y amigas. Lo que advierto es que, si esa actitud privada se naturaliza y se extiende al ámbito público, a veces puede favorecer que el debate político sea remplazado por la condena moral, cuya finalidad visible es negar la legitimidad del adversario para poder excluirlo de la comunidad política.

 

¿Qué hacer?

Ojalá lo supiera… Sí supongo que, si no se puede aminorar la irracionalidad, al menos se puede tratar de evitar algunas de sus consecuencias. Me permito sugerir algunos caminos que se podrían ensayar:

  • entiendo que no sería mala idea bajarnos del caballo y tratar de persuadir, evitando caer en la tentación de darnos por perdidos antes de empezar, o de responder a los insultos con más insultos:[9] por más injustas o cínicas que puedan ser las acusaciones que nos hagan, solamente podremos debatir si mantenemos el tono calmo y –sobre todo– si realmente respaldamos con hechos y actitudes concretas nuestra afirmación de que el amor vence al odio, y de que el humor vence al enojo;
  • en la medida en que buena parte de la solicitud moral de cierto antiperonismo es un castillo de naipes donde la consonancia es fundamental, cualquier mensaje disonante sirve para resquebrajar el blindaje, aunque conviene entender que justamente eso es lo que las y los ofusca;
  • es fundamental promover el desarrollo de espacios o redes para combatir las fake news –noticias falsas, especialmente las que circulan por las redes sociales virtuales–, pero también evitar difundirlas nosotros, porque “la verdad siempre es revolucionaria” y porque así se preserva la legitimidad para exigir que cese su uso político;
  • aunque en el revoleo de acusaciones delirantes se pierda una parte de la visibilidad de las propuestas que el peronismo puede hacer a la sociedad argentina, es mejor seguir insistiendo en hacer explícitas las políticas que queremos debatir para el futuro: para parecer mejores es importante ser mejores; además, un detalle no menor es que también debemos ejercitar el debate abierto y franco al interior del peronismo: opino que algo mejoramos en estos últimos años, pero todavía nos falta mucho;
  • debemos evitar responder con generalizaciones, peticiones de principio u otras falacias, como la de autoridad:[10] es decir, debemos hacer sintonía fina no solo en el tono del debate o en su contenido, sino también en la forma de argumentar;
  • el peronismo, a diferencia de muchas de las fuerzas políticas que se le oponen, ha sabido aceptar e integrar valores y principios que en la realidad suelen contraponerse,[11] pero en cualquier debate debemos entender que con frecuencia algunas personas subliman –los ensalzan exagerando sus méritos– interesadamente ciertos ideales hasta un punto que les permite desacreditar otros que podrían poner en cuestión su interés específico; por eso son tan aficionados y aficionadas a los eslóganes; en ese caso, conviene desnudar el dilema moral implicado, pero sin dar a entender que se busca desvalorizar el ideal originalmente sublimado;
  • la racionalidad requerida para el debate público solamente refiere a los términos formales de la argumentación, pero no significa una axiología respecto a la importancia de la pasión en la política: el peronismo “se comprende y se siente”, lo sabemos de sobra, pero a la hora de argumentar ante personas que no lo comprenden ni lo sienten, tenemos que hacer un esfuercito y exponer nuestras ideas con actitud abierta y horizontal, si es que nos interesa convencerlas de algo y no solamente asegurarnos de que somos seres superlativos rodeados de idiotas, que es exactamente lo que estoy cuestionando acá;
  • de paso, debemos preservar la condena moral solamente para hechos y acciones concretas, y no generalizarla a grupos u opiniones, que es también lo que estoy cuestionando;
  • para convencer a alguien primero hay que entenderlo o entenderla, y por eso conviene que leamos sus diarios, veamos sus programas y, sobre todo, las y los escuchemos cuando nos hablan, en lo posible sin poner cara de “ya sé lo que me vas a decir porque estás siguiendo el guion de los medios hegemónicos”; quienes cultivan el antiperonismo también podrían leer nuestros diarios y ver nuestros programas, pero para eso sería un buen comienzo que fueran menos insoportables;
  • para el caso de quien no usa barbijo o quien critica a “los vagos” en la cola del banco donde cobra una renta por hacer nada, conviene que mantengamos la serenidad y el buen humor, y demostremos nuestro desacuerdo con tono firme –por ejemplo, dejando en claro que la situación nos agravia, sin enredarnos en una discusión– pero con el único fin de evitar que se naturalice una situación violenta, y no para canalizar nuestra eventual indignación;
  • debemos evitar la tentación adolescente de querer afirmarnos como superiores por el simple hecho de que otras u otros están equivocados o son malos, asumiendo que es más importante llegar a acuerdos puntuales, ganar elecciones y gobernar bien, que creernos geniales porque tenemos razón en todo;
  • por último, entiendo que casi cualquier otra fuerza política habría sucumbido hace tiempo ante semejantes agravios –de hecho, son muy pocos los movimientos emancipatorios latinoamericanos que pudieron sobrevivir durante varias décadas– pero el peronismo perduró y sigue ganando elecciones porque es un movimiento con una organización muy resistente que sabe reinventarse ante las derrotas, y también porque muchas y muchos de sus militantes y dirigentes tienen una lucidez y un compromiso admirables.

 

Mariano Fontela es politólogo, coordinador de los equipos técnicos del Partido Justicialista nacional, director de la revista Movimiento y subsecretario de Integración de los Sistemas del Ministerio de Salud de la Nación.

 

[1] Según la teoría de la “espiral del silencio”, muchas personas adaptan su comportamiento y sus ideas a las que creen predominantes –aun cuando en realidad son minoritarias– porque asumen que algunas son públicamente aceptables y otras no. Según esta teoría, al callarse quienes profesan la opinión mayoritaria, la que al principio no lo era termina siéndolo.

[2] Dejo fuera de estas consideraciones a la “batalla cultural”, donde las reglas del debate racional –necesarias para establecer una política pública industrial o de salud, entre otras– no son importantes.

[3] Un detalle no menor es que su irracionalidad no nació cuando perdieron las elecciones: en todo caso ahí aumentó su odio y disminuyó su prudencia.

[4] Claro que no es algo nuevo. Hace muchos años –exactamente 130, si contamos el antecedente de William James– la sociología norteamericana desarrolló la teoría de la “percepción selectiva”, que postula que muchas personas seleccionan, del abrumador volumen de información presentado por los medios, aquellos ítems que respaldan sus propios puntos de vista, y los interpreta y asimila selectivamente, siempre de acuerdo con sus propias convicciones. La teoría supone el refuerzo recíproco de tres actitudes: la exposición selectiva, la retención selectiva, y la percepción selectiva. La primera postula que las personas suelen evitar programas o lecturas que suponen que cuestionan sus ideas e intereses. Por la “retención selectiva”, supuestamente las personas recuerdan mucho mejor las noticias, los datos y las opiniones que coinciden con sus actitudes, que aquellas que las contradicen. Y la “percepción selectiva” es la eventual tendencia de algunas personas a creer que ciertos datos o argumentos son acordes con su opinión, incluso cuando no lo son. Es decir, muchas personas no solamente no quieren escuchar aquello que podría refutar sus ideas previas, sino que también olvidan rápidamente aquellos datos o argumentos que no les complacen, y a veces hasta los comprenden exactamente al revés del sentido que tienen. Si algo de todo esto es cierto, el “blindaje” de los medios es un dilema fundamental para la democracia.

[5] En las últimas semanas el PRO parece haber cambiado su estrategia inicial de “pudrirla”, y se desdobló: por un lado, siguen las acusaciones y las opiniones delirantes de ciertos dirigentes, pero por el otro se suman ciertas voces que buscan ser más “racionales”, aportando argumentos que podrían llegar mejor a ciertos sectores no suficientemente enajenados. Obviamente, así favorecen sus posibilidades electorales –si es que no se neutralizan al espantar a unos y otros–, porque amplían el espectro hacia el cual van dirigidos sus mensajes. Además, si es atendible algo de lo que planteo en este texto, esta nueva estrategia representa una mejora para la democracia argentina. Habrá que ver si es una iniciativa que prospera.

[6] Un artículo de Marcos Fontela demuestra que, pese a lo que postula la mayoría de “nuestra burguesía”, el peronismo hizo crecer la economía mucho más que cualquier otra fuerza política. En los últimos años de la presidencia de Cristina había antiperonistas que decían: “a mí me va bien, pero al país le va mal”. En estos y otros ejemplos se suelen mezclar prejuicios, datos falsos y argumentos falaces, pero todos tienen un punto en común: la carga moral.

[7] Max Weber sostenía que “la más sencilla observación muestra que en todos los contrastes notables que se manifiestan en el destino y en la situación de dos hombres, tanto en lo que se refiere a su salud y a su situación económica o social como en cualquier otro respecto, y por evidente que sea el motivo puramente ‘accidental’ de la diferencia, el que está mejor situado siente la urgente necesidad de considerar como ‘legítima’ su posición privilegiada, de considerar su propia situación como resultado de un ‘mérito’ y la ajena como producto de una ‘culpa’”.

[8] Un ejemplo entre miles: cuando comenzó la presidencia de Macri, las nuevas autoridades del Ministerio de Salud dilataron deliberadamente los plazos de las licitaciones para la compra de insumos del programa Remediar. El gobierno anterior había dejado stock aproximado hasta octubre de 2016, pero por esa dilación comenzaron a faltar medicamentos. Cuando el tema salió en los medios, a un viceministro radical no se le ocurrió mejor idea que decir que era porque “el kirchnerismo” les había dejado “stock cero”. Olvidó que el programa tenía una página web donde se podía consultar el stock y las entregas en tiempo real, que durante su gestión las entregas iban disminuyendo en lugar de aumentar con el paso de los meses, que la licitación también fue publicada y allí se verificaba que salió tarde, que prácticamente no hicieron otras compras de medicamentos en esos meses, etcétera. Lo que no olvidó fue lo único fundamental para su suerte: en los medios salió solamente su opinión. El resto de lo que digo acá podría haberlo confirmado cualquier periodista metiéndose diez minutos en Internet. ¿Alguien se enteró?

[9] En otro texto, que creo que no perdió vigencia a pesar de que se refería a lo que entendía debíamos hacer para ganar las elecciones de 2019, postulo que “para ganar suele dar mejores resultados convencer a los demás que putearlos”.

[10] El argumentum ad verecundiam es plantear algo como verdadero solamente porque quien lo dice es alguien con “autoridad”, o decir que es falso o malo porque lo propone alguien que no la tiene –o peor: porque es alguien que no goza de nuestro beneplácito. ¿Quién no escuchó plantear como argumento irrefutable que cierta política merece nuestro rechazo in limine porque se parece o tienen un nombre similar a algo que propone el Banco Mundial? Ya a esta altura, en el BM y afines deberían saber que, si quieren que algunos sectores progres o troskos no impulsen ciertas propuestas, bastaría con que las sugieran en algún documento perdido.

[11] De más está decir que no siempre lo hicimos bien: en algunos momentos dimos demasiado valor a ciertos principios en detrimento de otros que –al menos en teoría– forman parte de nuestra identidad.

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