Sobre la noción de servicio público

Parafraseando a Rousseau, podríamos decir que “los pueblos, sus académicos y sus representantes no se equivocan, pero a menudo se los engaña”. En los últimos meses y de cara a la discusión sobre el presupuesto nacional 2022, cobró vigencia y visibilidad publica la cuestión de las tarifas de energía, básicamente de distribución de energía eléctrica por red y distribución de gas natural por red. Los cortes en esos mismos días exaltaron estas discusiones, y no faltaron voces pidiendo, con razón, el fin de las concesiones.

La forma en que muchas veces se engaña a los pueblos es manteniendo fuera del alcance de su conocimiento cuestiones que son de crucial importancia para la defensa de sus intereses. En la actualidad cumplen un rol fundamental los medios de comunicación masiva en este juego de mantener en la ignorancia de cuestiones fundamentales a nuestro pueblo o sus representantes, e inclusive a sus intelectuales y académicos.

A modo de pregunta retórica podríamos inquirir: ¿qué tiene que ver la discusión tarifaria con algo que nuestro pueblo desconoce por obra y gracia de la superestructura cultural en general y de los medios masivos de comunicación en particular? La relación es sencilla: tanto la distribución de energía eléctrica como la distribución de gas natural por red son servicios públicos. Y, a diferencia de lo que la mayoría de la población cree, un servicio público no es un servicio que se le presta al público –o sí lo es, pero no solo eso.

La noción de servicio público tiene su origen en el derecho francés y lleva implícito un conjunto de nociones jurídicas que constituyen el andamiaje legal bajo el cual se rigen todas aquellas actividades que hayan sido declaradas como tales. No hay nada en la naturaleza de una actividad que determine que sea un servicio público: es simplemente una decisión de la comunidad en su conjunto, tomada por intermedio de sus representantes. Puede ser declarada como servicio público la distribución de energía eléctrica, o la telefonía celular, pero también podría serlo la reparación de automotores o la venta de algodones de azúcar en las plazas. No obstante, se cae de maduro que no cualquier actividad será declarada servicio público.

Es probable que aquellas actividades que hayan sido en el pasado o sean en el futuro declaradas servicio público respondan a dos cuestiones de importancia: a) son actividades estratégicas en cuanto a la prestación de servicios a la comunidad; b) son actividades que naturalmente se desarrollan en condiciones de monopolios naturales. Entendemos por monopolios naturales a todas aquellas actividades que demandan una inversión tan elevada y de tan lenta recuperación que resulta casi imposible que un particular pueda o quiera llevarla adelante. La noción de amortización en términos sociales e intergeneracionales se vuelve de vital importancia para entender los monopolios naturales. Por otro lado, estas actividades suelen prestarse en condiciones de monopolio, pues, si resulta de difícil amortización hacer la inversión en la infraestructura necesaria para la prestación del servicio, facilitar la competencia en ese ámbito resultaría casi absurdo. Es decir, si resulta de difícil recuperación en un periodo de 30 años lo invertido por ejemplo para construir un ramal ferroviario de 100 kilómetros para servir a un millón de habitantes, es imposible la recuperación de la inversión para construir dos ramales similares para que compitan entre ellos y sirvan al mismo público.

Hechas las aclaraciones previas, es útil introducirse en la idea de que, al ser declarada una actividad como servicio público, lo que se hace es sustraerla de la órbita del derecho privado para que pase a regirse por un conjunto de normas legales propias del Derecho Administrativo dentro del derecho público. Este conjunto de normas del Derecho Administrativo le otorga al Estado un conjunto de facultades que no serían comprensibles en la lógica del derecho privado, que es la que tenemos más incorporada como sociedad.

En ese marco, lo primero que hay que entender es que en la prestación de un servicio público hay tres actores: el titular, que es indelegablemente el Estado; el gestor, que puede ser o no un actor privado beneficiado por un contrato de concesión; y el usuario, que claramente no es un cliente, y su categoría legal tiene rango constitucional en el artículo 42 desde la reforma de 1994.

El titular tiene en principio dos obligaciones indelegables: a) garantizar la prestación del servicio; b) garantizar que el servicio se preste según los principios generales del servicio público, y esto es que se haga en condiciones de: regularidad: debe mantenerse la calidad del servicio; continuidad: una vez iniciada la prestación, la misma no puede interrumpirse; universalidad: el servicio debe ser prestado a toda aquella persona que quiera recibirlo; uniformidad: el servicio es para todos por igual, no hay distinción por tipo de cliente, ni diferenciaciones por cuestiones de mercado.

 

Respecto de las tarifas

En el caso de la distribución de energía eléctrica y gas por red, en la actualidad están concesionadas a prestadores que son empresas privadas. A menudo vemos en los medios el despliegue de un violento lobby que puja permanentemente por el aumento de las tarifas para mantener elevados márgenes de ganancias en el menor tiempo posible y dolarizables. En esto debemos ser precisos, siendo las actividades mencionadas dos servicios públicos: es facultad del titular –el Estado– la fijación de tarifas y el criterio para su fijación debe atender tres cuestiones: a) los concesionarios no pueden esperar obtener el mismo nivel de ganancia que podrían tener al desarrollar una actividad en condiciones de competencia, porque están exentos de los riesgos que entrañan las condiciones de mercado: recordemos que dijimos que la actividad se desarrolla en condición de monopolio; b) la tarifa debe ser a los ojos del usuario justa y razonable; c) la tarifa debe garantizarle al concesionario una ganancia justa y razonable.

Por otro lado, la ganancia que pueda obtener quien presta el servicio no está en relación directa con la tarifa, sino con lo que se denomina el cuadro tarifario, que es el conjunto de ingresos que el titular habilita que perciba el concesionario, y de los cuales la tarifa es solo uno de ellos. Ejemplo de esto son los ingresos que puede brindarle al concesionario la habilitación para facilitar la instalación de comercios, por ejemplo, en una estación de tren, o los ingresos por publicidad propios de ploteos de las formaciones circulantes, o de la instalación de carteles en estaciones, además de –claro está– diferentes tipos de subsidios.

Además, no debemos soslayar que, por la forma en que se presta el servicio y los plazos de las concesiones, la ganancia del concesionario no se analiza en periodos cortos –por ejemplo, anuales–, sino que deben analizarse en periodos mayores, estando habilitado el titular –por el poder exorbitante que le confiere la declaración de la actividad como servicio público– a obligar al concesionario, en caso de ganancia extraordinaria, a darle otro destino, como una reinversión para la mejora en la prestación del servicio.

 

Conclusiones breves

La discusión por las tarifas y las ganancias de los concesionarios viene desde el inicio de las concesiones a inicios de los noventa. Lo que no está claro de cara a la sociedad es en qué términos debe darse esa discusión. Es erróneo realizar un análisis de la cuestión tarifaria y su impacto discutiendo el tema como si fuera una actividad cualquiera que se desarrolla en la órbita del derecho privado. Tampoco resulta apropiado analizar o comparar la utilidad que obtienen los concesionarios con inversiones netamente especulativo-financieras. Lo mejor que podría pasarle a una sociedad es que quien quiera especular para obtener elevadas y veloces ganancias no se haga cargo de una concesión de servicio público.

Se vuelve sumamente necesario que los entes de control comiencen a funcionar como corresponde y trasparenten con las auditorías necesarias, de cara a la sociedad, cuál fue la ganancia, la inversión y los incumplimientos que tuvieron todos los concesionarios de servicios públicos en general, y los de distribución de energía en particular. En función de ello, y atendiendo a que es probable que las ganancias hayan sido muy elevadas, las inversiones muy bajas y los incumplimientos muchos, el Estado debería –confiando un poco más en la calidad y la pericia de sus trabajadores, trabajadoras y profesionales– ejercer el derecho de rescate, que es otra de las facultades que posee en el marco del derecho público y que implica quitar la concesión y reservarse para sí –por razones de oportunidad, mérito o conveniencia– la prestación del servicio.

Si hay algo que quedó demostrado a lo largo del tiempo es que los resultados que dieron las llamadas privatizaciones de los noventa fueron muy pobres. El latrocinio que implicó la escandalosa y ruinosa forma para el Pueblo Argentino en que se llevaron adelante no redundó en una mejora de ninguno de los servicios prestados.

El Pueblo Argentino necesita poner la generación, el transporte y la distribución de energía, en tanto vectores de competitividad, al servicio del desarrollo nacional, y para ello no debe escatimar recursos ni dudar en la toma de decisiones necesarias, sin importar qué intereses afecten esas decisiones.

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