Diecisiete a la cabeza

“Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios”
(César Vallejo)

 

Mi existencia fue así: un golpecito, un golpazo. Y otro, y otro más. Y cuando la gente que te conoce te dice esos dichos tontos de que no hay mal que dure cien años y otro agrega, ni cuerpo que lo aguante, te volvés arisco como los caballos sin domar.

Nací en una familia de pobres que no me había buscado y que me trajo al mundo con más resignación que alegría. Pasé a ser el número tres de una serie de cinco hermanos, todos varones. Vivimos de chicos en una casa de barrio con techo de chapa. En verano nos moríamos de calor; en invierno, de frío. Y cuando llovía siempre había más de una gotera que formaba el charquito en el piso. Eso sí, la cantidad de agua acumulada y el lugar donde se estancaba cambiaba con cada tormenta. A veces aparecía en el único dormitorio de la casa, otras veces en la cocina comedor. Teníamos un envase de helados de telgopor que íbamos cambiando de lugar a medida que la gotera se movía. Había que tener cuidado con no patearla porque ahí sí que mi mamá se enojaba. Cuando llovía mucho se formaba un delta de charquitos. Pero no era divertido ni para los chicos.

Mi mamá cosía durante todo el día con una vieja máquina de pedal. Hacía arreglos de ropa, disfraces, vestidos o lo que se necesitara para sobrevivir. Como siempre estaba agachada sobre la máquina, no tenía tiempo de cuidarnos y menos de estar detrás de nosotros, por lo que éramos cinco salvajes sueltos. Nos íbamos por ahí para escapar de las cuatro paredes húmedas: al rato matábamos pajaritos a pedradas, envenenábamos a los perros del barrio y robábamos naranjas y mandarinas de los arbustos que asomaban entre los muros semiabandonados en los fondos solitarios.

A cada rato salíamos a jugar a la puerta de casa… bolitas, pelota, gomera, lo que pudiéramos tener. Nos juntábamos con otros pibes de Solano, más o menos malandras como nosotros. Y hacíamos desastres en el barrio.

Una de las veces rompimos un vidrio de ventana de un pelotazo y nos corrieron los vecinos hasta que nos escondimos. Otra vez hicimos caer a un peón de albañil que se movía en bicicleta, le habíamos trabado los frenos cuando la dejó estacionada y se dio una trompada contra el piso de asfalto.

Creo que nacimos para hacer daño. Qué sé yo. No teníamos conciencia de estar haciendo nada malo, intentábamos pasar el tiempo y divertirnos.

Cuando yo tenía once mi mamá me puso a trabajar con la máquina de coser, para ayudar con la economía casera. A mis hermanos mayores se los llevaba mi papá a las obras en construcción, quería que aprendieran el oficio y ganaran algún dinero extra. A mí me enojaba mucho eso de estar sentado todo el día, mientras los otros pibes andaban sueltos por la calle a las risotadas y daban vueltas por el barrio.

Cosí durante todos los días de lunes a lunes durante cuatro o cinco años, hasta que me fui de casa de mis padres. No los soportaba más, sus peleas constantes, la miseria, la falta de espacio para estar tranquilo. Pasé un tiempo en la casa de unos primos segundos, luego dormí en un depósito de materiales donde me tiraban unos pesos para hacer de custodio. Después la conocí a Mariela y me fui con ella a vivir a su casa, la de sus padres.

Esa parte no la cuento, para qué. Se imaginan, éramos dos criaturas que no tenían ni para comer, todo el día metidos uno con el otro. Ja… cuando me acuerdo de esa época creo que rara vez lograba estar de pie. Mi posición más común era la horizontal, a veces abajo, otras arriba. Y por supuesto, Mariela quedó embarazada a los quince y su familia nos echó a patadas de la casa. Nunca me había llevado bien con ellos. Me creían un vago y bueno… ya me entienden.

Otra vez: el odio de Dios. En dos meses se le explotó la panza porque el bebé estaba mal ubicado y los médicos del hospital cuando la abrieron dijeron que ya no había nada que hacer. Los perdí a los dos juntos de un día para otro.

Volví a la máquina de coser, noche y día, mientras elaboraba un plan para escaparme de nuevo de la casa maldita de mis padres. Antes de eso, durante unos días, se me ocurrió hacer la gran fiaca. Estaba tan deprimido que no me podía levantar de la cama. Entre mi vieja y mi viejo me curaron en seguida. Otra vez encadenado.

Después pensé en suicidarme, pero no daba, no tenía ganas ni de matarme, porque para eso hay que tener cierto espíritu.

Al tiempo, volví a colgarme la mochila al hombro y salí corriendo de esa casa. Unos meses después mi mamá quedó ciega de tanto coser con poca luz, pero no la fui a visitar. Cuando llegaba cerca de la casa me empezaba a agarrar una congoja tan grande que con estar a dos cuadras ya me enfermaba.

Salí adelante. Pasé penurias, miseria y hambre, pero logré juntar unos pesos y de a poco, trabajando en lo que se ofreciera, me hice un lugar en el mundo. Tengo mi negocio de compraventas. Almuerzo y ceno todos los días, vivo en una casa normal, visto ropa nueva. Por eso estoy acá, entre ustedes, para contarles que, si los golpes no te matan, te fortalecen. Y así como me pasó a mí, ustedes también pueden salir adelante.

 

Manuel García López agacha la cabeza y se la toma entre las dos manos. Está sentado y su espalda se encorva con el movimiento. Intenta restregarse los ojos para que pase desapercibida la emoción que lo embarga al recordar su historia. Después vuelve a elevar la mirada al frente y dice:

―Hace diez días y veinte horas que no tomo alcohol. Estoy limpio. Créanme.

Vuelve a su sitio en la ronda de hombres cabizbajos. Coloca su silla al lado de un muchacho joven que lo mira de reojo. Le dice casi en secreto:

―Se puede, muchacho, se puede.

 

Extraído de Mujer en mármol y otros cuentos (2020), Buenos Aires, editorial Niña Pez.

 

Share this content:

Deja una respuesta