Nuevas tecnologías y futuro

Corren nuevos tiempos: quienes hoy nos dedicamos a la docencia en la educación técnico profesional (ETP), la vieja y conocida escuela técnica, nos encontramos ante un cambio de paradigma tecnológico que no solo tensiona y cuestiona nuestra forma de comprender la realidad, sino que también lo hace con la finalidad del ejercicio de nuestra profesión. Hay una idea general extendida a nivel social –y sostenida por casi todo el arco científico tecnológico– y es que a principios de este siglo hemos ingresado a una era digital. Las TICS –como se conoce a las tecnologías de la información y la comunicación– lo invaden todo. Nanotecnología, robótica o domótica son términos que están no solo cada vez más presentes en el lenguaje general, sino en la vida cotidiana de las personas. Ver funcionar una impresora 3D no puede más que azorar a grandes y chicos por igual, aunque es válido decirlo: las nuevas generaciones son más permeables –y por lo tanto menos cautivables– que las anteriores en cuestiones tecnológicas. Observar lo que pueden hacer las inteligencias artificiales en diseño –por ejemplo, de imágenes o música– resulta cuanto menos inquietante. Asistimos en consecuencia al inicio y el desarrollo de una era digital en la que hay niños, niñas, preadolescentes y adolescentes a quienes denominamos “nativos digitales”.

Las TICS y otras nuevas tecnologías que resultan complementarias en forma creciente invaden los ámbitos educativos, laborales, recreativos, etcétera. Estas tecnologías reemplazan en muchos aspectos a esos mismos ámbitos, recreándolos en forma virtual. Es muy común ver a niños, niñas, preadolescentes y adolescentes, e inclusive –aunque aún en menor medida– a adultos, abstraídos en cualquier ámbito, con sus celulares o tablets, tanto con juegos como con redes sociales u otros entornos virtuales que brindan contenido diverso. Elementos de complejidad diversa con funciones diversas hoy se tienen en la palma de la mano: el diario de noticias, la televisión, un teléfono para comunicarse, servicio de mensajería, un diccionario, reloj despertador, cuentas de bancos, linterna, múltiples enciclopedias, correo electrónico, y hasta infinidad de videos de inimaginable cantidad de temas para ver en cualquier momento y lugar, etcétera. Acceso a placer y entretenimiento sin límites, además de cientos de funciones sumamente necesarias para la vida de los últimos 50 años en la mano –o, como se suele decir, a un clic de distancia.

La gran pregunta es si estamos a la entrada de un cambio de paradigma real que mutará el orden social para siempre, o si esto es en la práctica un bluf que solo puede generar que se tomen malas decisiones que resultarán condicionantes para el futuro social. ¿Todo lo digital basado en las nuevas tecnologías reemplazará a todo lo analógico de antaño, o no será tan así? ¿Agrega grados de eficacia y eficiencia al funcionamiento social general el uso de las últimas tecnologías en la mayoría de las oportunidades posibles? Pensando en términos de sustentabilidad, ¿qué necesita la Humanidad en general y qué necesita el Pueblo argentino en particular? Con estas preguntas retóricas no se pretende negar la importancia ni la necesidad del avance tecnológico y su aplicación práctica. Simplemente pretendemos poner en cuestión la idea de que cada nueva tecnología que surge necesariamente tiene una aplicación masiva que soluciona problemas del conjunto de miembros de una comunidad.

Aquí surgen dos ejes de análisis, a juicio de quien escribe: uno es de orden económico y el otro de funcionamiento social en general. En el orden económico se puede intuir que las nuevas tecnologías hace ya bastante tiempo que vienen reemplazando a la mano de obra. Una máquina con el mantenimiento preventivo adecuado es mucho más productiva que cualquier ser humano promedio, sumado a que no tiene sindicato que pida aumento de sueldo o mejora en las “condiciones de trabajo”, no se enferma, no pide permiso para ir al baño, no falta, etcétera. El gran problema detrás de esta tesis es que, desde el abordaje tecnológico, es una visión liberal ofertista: se piensa a la mano de obra como un costo a disminuir para aumentar la rentabilidad. Es decir, cualquier empresario desde esta lógica entiende que una trabajadora o un trabajador son costos para obtener, con el equipamiento adecuado, una cantidad de producción, teniendo siempre la posibilidad de reemplazarlos por una máquina que demanda una inversión, pero que será mucho más productiva y no reclamará ni pedirá nada. Decimos que esta visión es de tipo liberal ofertista, pues solo piensa en cómo producir más bienes al menor costo posible para ofrecer al “mercado”. Pero el “mercado” es el punto en el que se encuentran oferta y demanda. Para que un cambio de paradigma como el descripto pueda ser sostenible en el tiempo no solo tendríamos que poner máquinas a producir, reemplazando a los hombres y las mujeres, sino que también deberíamos pagarles un sueldo y mandarlas a comprar bienes, porque si quienes cobran salarios son reemplazados por máquinas que no los cobran, ¿quién comprará los bienes que esas mismas máquinas produzcan y con qué ingreso? Esta tesis no es nueva, y miles de personas pudieron escucharla a lo largo de muchos años –entre otros– de boca de Oscar Tangelson en muchas de sus intervenciones públicas como director del Departamento de Desarrollo Productivo y Tecnológico de la UNLa, a modo de anécdota sobre una charla que tuvo con funcionarios alemanes en cumplimiento de algunas de sus tantas funciones como economista o consultor. El aumento de productividad que las nuevas tecnologías pueden generar es un factor de competitividad que debe analizárselo como tributario del sistema económico del que se pretende que formen parte. No puede ni debe sacrificarse ningún equilibrio sistémico –en términos económicos– y social en pos de una incorporación tecnológica en una sociedad como la nuestra, y menos aún hacerlo sin discutir cómo se distribuirán los frutos de ese aumento de productividad que la evolución tecnológica generará. Profundizando un poco el abordaje, surge a simple vista que esto es una cuestión meramente distributiva: la humanidad es cada vez más productiva, pero esa productividad convertida en diferentes tipos de riquezas materiales y simbólicas son acaparadas por cada vez menos personas. En la era de las TICS asistimos a lo que podríamos llamar la era de la desigualdad o de la concentración más obscena del ingreso de que se tenga memoria en tiempos recientes.

El otro abordaje, el de funcionamiento social general, implica pensar cuáles son los bienes reales que las personas o las familias necesitan efectivamente para vivir –en principio en la República Argentina– y cuántos de ellos tienen su producción mediada por tecnologías de punta. Podríamos pensar como necesidades básicas de cualquier argentino y argentina: vivienda digna; vestimenta adecuada para tiempo y espacio; alimentación adecuada en cantidad y calidad; un sistema de salud adecuado; educación adecuada; bienes tecnológicos y conocimientos adaptados y pertinentes para la vida actual y futura en sociedad. A partir de aquí dejaremos una pregunta solapada: ¿los nuevos avances tecnológicos pueden efectivamente reemplazar a la producción tradicional, generando trabajo en cantidad y de calidad para que todos los argentinos y todas las argentinas en condiciones de trabajar sean parte de la generación de los satisfactores que necesita el pueblo argentino? No está de más agregar dos cuestiones: a) ninguna de estas necesidades debería ser satisfecha descuidando el impacto sobre el medio ambiente que pueden llegar a generar tanto los procesos productivos como las necesidades de consumo, que hoy ampliamente se sostienen basados en las ideas de obsolescencia programada y obsolescencia percibida; b) entendemos que el trabajo es el gran ordenador social, que –como establece el inciso 1 del artículo 37 de la violentamente derogada Constitución Nacional de 1949– “el trabajo es el medio indispensable para satisfacer las necesidades espirituales y materiales del individuo y de la comunidad, la causa de todas las conquistas de la civilización y el fundamento de la prosperidad general”. Por lo tanto, debería ser la prioridad producir los bienes y servicios indispensables para que cada habitante de nuestro país pueda vivir dignamente, y generar las condiciones necesarias para que trabaje todo el que pueda hacerlo, para proveerse el sustento propio y de su familia.

En una de las veinte verdades peronistas eso queda claro: “el trabajo es un derecho que crea la dignidad del Hombre y es un deber, porque es justo que cada uno produzca por lo menos lo que consume”. El punto es que, en la actualidad, en un mundo supercompetitivo y en el que gobernar la Argentina pareciera que se ha convertido en “repartir plata”, Argentina carece –valga la redundancia– de competitividad. Pero este concepto, que pareciera ser tan simple, es en realidad harto complejo. La competitividad no es un fenómeno homogéneo. Hay múltiples competitividades basadas en principio en diferentes ventajas comparativas. Argentina no puede competir en desarrollo tecnológico en muchos de los campos productivos con Estados Unidos, ni con Japón, ni con Alemania, ni con China. Tampoco puede competir por escala productiva con Estados Unidos, pero tampoco con la Unión Europea o China. Pero Argentina tampoco puede ni debe –como también afirmó infinidad de veces y oportunamente Oscar Tangelson– competir por bajo costo de mano de obra con Vietnam, Bangladesh o ciertos sectores de China.

A su vez, la competitividad es multiescalar: los elementos que permiten competir en producción masiva son los mencionados: capacidad tecnológica, escala de producción, costo de mano de obra. Pero en cierto tipo de bienes complejos no necesariamente esos factores de competitividad importan. Construir una central nuclear, una represa hidroeléctrica o un satélite son claros ejemplos. La gran pregunta –cuya respuesta cae de madura– es si Argentina puede transformar la realidad de sus mayorías empobrecidas y excluidas fabricando satélites o centrales nucleares. La realidad es que ni INVAP ni Techint –por poner ejemplos del ámbito público y del privado– van a contratar masivamente cartoneros o peones rurales esclavizados.

El punto es que los argentinos y las argentinas estamos entrampados en un laberinto discursivo que no nos permite pensar qué país queremos construir. Sobre el abordaje de nuestro desarrollo operan múltiples restricciones. Las de tipo ideológico-económicas son las principales, y esto es indefectiblemente causado por que como sociedad delegamos en economistas la potestad de discutir nuestro desarrollo y la matriz productiva asociada: priman en el discurso general ideas liberales en las que la libertad de comercio, productiva, económica, de flujo de capitales, etcétera, es la panacea, sin detenerse a analizar cuáles son sus posibles resultados, de los que ya tenemos bastantes antecedentes históricos altamente cuestionables. También operan sobre nuestra comprensión de la realidad restricciones que podríamos denominar de admiración a los “espejitos de colores”: todo lo que sea tecnológicamente avanzado pareciera obnubilar a las mayorías, no solo a nivel de la población, sino también del sistema político en general.

El tema es que los procesos de evolución tecnológica de ciertos productos tienen vaivenes que pocos podrían predecir y que a veces resultan absurdamente contrapuestos. El caso de la telefonía celular podría ser paradigmática: desde mediados de los 90 del siglo pasado vimos la evolución de los teléfonos hacia un ideal de miniaturización, desde el viejo y conocido “ladrillo” hasta el “Startac baby”. Parecía que todo sería “cuanto más pequeño, mejor”. Pero luego, terminando la primera mitad de la primera década de este siglo, la aparición de las pantallas táctiles demandó la ampliación de los tamaños de los celulares para permitir aprovechar la nueva gama de funciones que los nuevos dispositivos podrían proveer.

Acá es donde podemos dejar planteado lo que entendemos es el gran dilema productivo nacional: ¿debemos producir los bienes más avanzados que existen en el mercado de la forma más competitiva posible y al menor costo posible, para competir por mercados cada vez más restrictivos, o deberíamos construir la matriz productiva más compleja posible para producir todos aquellos bienes que generen grados crecientes de bienestar y desarrollo para nuestra población, atendiendo en forma indelegable la necesidad de generar empleo? Este dilema que es a todas luces dicotómico si está planteado en estos términos: pareciera no tener grises que configuren diferentes combinaciones posibles en grado diverso de los extremos mencionados. Lo cierto es que sí los tiene, y seguramente, en algunas tonalidades de esos grises, están las opciones más adecuadas y con mayores posibilidades de realización para nuestras necesidades.

En las últimas dos palabras del párrafo anterior entendemos también que se encuentra la clave para definir el rumbo de nuestro modelo productivo deseado: nuestras necesidades son las necesidades del Pueblo y las necesidades de la Nación. ¿Cuáles son las necesidades del Pueblo? Las que provean grados crecientes de desarrollo y dignidad, al tiempo que permiten a ese mismo Pueblo proveérselas mediante el fruto de su esfuerzo, el trabajo. ¿Cuáles son las necesidades de la Nación? Las que permiten cuidarla y protegerla, al tiempo que le proveen desarrollo.

Tenemos un territorio inmenso y mayoritariamente despoblado e inexplotado en las zonas de mediana y baja productividad; tenemos un mar inmenso y también mayoritariamente inexplotado; tenemos amplios sectores de nuestra población que no pueden proveerse de vivienda, vestimenta, alimentación, salud, educación y acceso a bienes tecnológicos adecuados. Pero también tenemos una gran reserva de mano de obra desocupada o subocupada y una amplia y compleja reserva de conocimiento en nuestros profesionales formados y en formación, que en muchos casos no encuentran otra alternativa que emigrar para construirse un proyecto de vida acorde a sus deseos y necesidades.

Es momento de que gobernar deje de ser el arte de repartir plata,[1] para convertirse en el arte de articular los recursos disponibles e incluso ampliarlos para mejorar la calidad de vida de nuestro Pueblo. ¿Esto quiere decir que debemos cerrarnos al mundo desde el punto de vista de la maliciosa interpretación que hace la ortodoxia económica del gran postulado de Aldo Ferrer de que “tenemos que vivir con lo nuestro”? No, en absoluto. Lo que los planteos precedentes significan es que el desarrollo no es la explotación indiscriminada de algún recurso natural por empresas multinacionales que reclaman el derecho a contaminar y pagar bajos impuestos, regalías y salarios, a cambio de un puñado de divisas que permitan adquirir los accesorios de domótica que permitirían a un adulto de clase media prender desde el tren el aire acondicionado del departamento que alquila, porque nunca va a poder comprarse una vivienda propia. Pero si analizamos con mayores grados de profundidad, una fracción de tierra y una vivienda digna; alimentación en cantidad y calidad adecuadas; vestimenta adecuada; salud y educación adecuadas; y acceso al conocimiento, no necesitan tecnologías de avanzada. No necesitan tampoco conocimiento avanzado: el conocimiento para tan noble fin está en los técnicos, agrotécnicos y maestros mayores de obra que año a año egresan de la mayoría de las escuelas técnicas y agrotécnicas de nuestro país. Y ahí esta otra de las grandes discusiones pendientes: cuál es el rol de nuestra educación técnica y agrotécnica en el desarrollo nacional, en la generación de empleo y en la complejización de la matriz productiva.

El gran mundo del marketing global que –según muchos de quienes lo enseñan como disciplina– no crea necesidades, pero orienta los deseos, vende cada vez con mayor intensidad la idea de que el avance tecnológico nos proveerá de los recursos necesarios para superar nuestro actual y bajo nivel de desarrollo, pero deberíamos comenzar a preguntarnos si esto es realmente así. Un ejemplo puede llegar a aportar un buen resumen concluyente de lo hasta aquí planteado: si pensamos en la canasta básica de bienes y servicios antes mencionados, o si pensamos qué desearíamos para nuestras próximas vacaciones –las alcanzables, no las ideales–, podremos percatarnos de que los bienes y servicios tecnológicos –salvo muy contadas excepciones– tienen poco que aportar.

¿Todo lo precedente propone que debemos aborrecer la tecnología y sus avances? No. Pero si más del 70% de nuestro mercado interno está basado en bienes y servicios de producción local; y si la producción local mayoritariamente no está mediada por productos tecnológicos de avanzada; y si además hoy entendemos que más de dos quintas partes de nuestra población no accede a cubrir la canasta básica que se produce con tecnologías tradicionales; entonces, claramente el avance científico y tecnológico al que debemos encontrarle un uso racional e inteligente no nos está aportando demasiado para superar nuestro actual grado de desarrollo, que es a todas luces insuficiente. INVAP construyó cuatro satélites o más en los últimos 20 años, y tenemos desarrollado casi en su totalidad el proyecto Tronador, al tiempo que ya están avanzadas las obras civiles del primer reactor CAREM, pero la cantidad de cartoneros y barrios populares se duplicó en el mismo periodo.

Debemos pensar y diseñar el modelo económico que, al tiempo que incluye a los sectores postergados y marginales de nuestra sociedad, genera grados crecientes de desarrollo para el conjunto, sin desestimar, claro está, que podemos y debemos asignarles a las nuevas tecnologías ni más ni menos que el rol que necesitamos que cumplan en nuestra sociedad.

[1] Esta noción de que gobernar es repartir plata es mucho más abarcativa que la visión que enfoca como “el mal de todos los males” a los diferentes tipos de programas sociales. Los gobiernos de los últimos años en general abordan los problemas mediante el otorgamiento de subsidios, créditos blandos, etcétera. Si se quiere desarrollar la ciencia, se otorga financiamiento a universidades y centros de investigación; si hay desempleo, seguros de desempleo; si se quiere desarrollar la industria, créditos blandos; si hay pobreza, programas sociales; si hay indigencia, más programas sociales. No hay acción directa por parte del Estado, sino más bien opera una tercerización de la gestión para obtener soluciones repartiendo recursos, mayoritariamente monetarios y en menor medida bienes de capital.

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