Justicia y seguridad: un debate pendiente en el peronismo porteño

Por idiosincrasia nacional, las elecciones de medio término en Argentina resultan ser una prueba trascendental para los oficialismos. Una suerte de plebiscito anticipado de la gestión en miras a las elecciones ejecutivas que en nuestro país tendrán lugar en octubre de 2023. No obstante, en esta columna dejaremos de lado la cuestión nacional para enfocarnos más acabadamente sobre el rol del peronismo en la Ciudad de Buenos Aires de cara a las elecciones legislativas y, más precisamente, sobre cómo habría que poner en agenda ciertas cuestiones que pueden dar lugar a discusiones más enriquecedoras en términos electorales.

Por mi especialidad, el análisis de la criminalidad en el territorio porteño me resulta más que relevante. Sin embargo, es verdad que la seguridad y la justicia resultan ser binomios en los cuales el macrismo se logró apoyar con cierto éxito, lo que se debió fundamentalmente a dos cuestiones: la nacionalización de la agenda pública porteña, que suele relegar los problemas de la ciudad a un segundo o tercer plano de la oferta mediática –lo que se vigoriza cuando frente al debate coyuntural el oficialismo porteño ataca como provincia pero se defiende como distrito federal– y, por otro lado, la falta de herramientas de la oposición local para debatir ciertas temáticas que, por tradición política, parecen ser difíciles de abordar. Esto, toda vez que la mirada del peronismo sobre los temas de seguridad y justicia han quedado relegados durante el último tiempo al control de las fuerzas de seguridad y al lawfere, siendo que estos ejes no forman parte de las demandas sociales que componen el electorado de base peronista, por cuestiones muy sencillas: lejos de un mayor control, ese electorado exige a las autoridades políticas mayor presencia policial, mientras que, por otro lado, sus preocupaciones judiciales están ligadas a cuestiones más rayanas a su día a día, como los despidos laborales, la violencia de género o los conflictos vecinales.

Más allá de esto, también es cierto que algunas realidades ya son difíciles de soslayar. Esto no solo por una cuestión netamente electoral, sino fundamentalmente por la gravedad de ciertos problemas que desde hace tiempo han comenzado a tener consecuencias en la vida cotidiana de los porteños y las porteñas. Para ser concretos, en términos de justicia y seguridad, la Ciudad de Buenos Aires adolece de dos grandes inconvenientes: la inequitativa distribución de la violencia letal y la limitación jurisdiccional de su propio poder judicial para investigar y resolver la criminalidad más relevante. Respecto del primer problema, la cuestión no requiere mayor análisis: durante la gestión de Horacio Rodríguez Larreta, ocho de cada diez homicidios dolosos se cometieron en el sur de la Ciudad. La criminalidad más violenta durante la gestión del actual oficialismo se encontró en las comunas 1, 3, 4, 7 y 8. Dichos lugares ostentaron, según el mapa del delito de la ciudad, los más altos índices de violencia urbana, entre homicidios dolosos, robos y hurtos durante el período 2016-2020.

Ahora bien, si este problema enuncia un punto débil de la gestión larretista, más se agrava cuando se lo mira en detalle. Por ejemplo, la Comuna 1, que agrupa a los barrios de Retiro, San Nicolás, Puerto Madero, San Telmo, Monserrat y Constitución, durante 2020 tuvo la misma tasa de homicidios que Rosario –uno de los epicentros más violentos del país– en 2019: 13 homicidios dolosos cada cien mil habitantes. Asimismo, durante la gestión larretista más de la mitad de los homicidios dolosos registrados se cometieron a partir de la utilización de un arma de fuego, cuestión que deja entrever que parte de la ciudadanía porteña tiene acceso a esas armas y que la mayor parte está sin registrar.

A partir de estos datos, comienzan a aglutinarse otras cuestiones que llaman la atención. Por ejemplo, que la Ciudad de Buenos Aires sea el distrito con mayor cantidad de policías (850) cada cien mil habitantes y destine a la seguridad más de setenta y cinco mil millones de pesos de su presupuesto. Al día de hoy patrullan las calles porteñas casi 22.000 numerarios policiales, a los cuales hay que sumarles casi 2.500 efectivos de la Gendarmería y la Prefectura Naval Argentina. Esto sin contar la gran cantidad de personas que componen las agencias de control de tránsito de la Ciudad, que indirectamente también se encuentran en alerta ante todo lo que acontece en el territorio.

Con todo esto quiero decir que el distrito porteño no puede sostener ciertos índices de criminalidad, siendo el territorio más atravesado por dispositivos de seguridad del país. Por ello, el peronismo porteño debe interpelar esta situación que afecta de manera directa al sur de la ciudad, donde además reside gran parte de su electorado. Ante ello, los planteos deben ser concretos y deben ser los legisladores y las legisladoras quienes lleven adelante estas inquietudes: ¿por qué se ha sostenido esta tasa de criminalidad letal durante los últimos cinco años? ¿Qué políticas públicas ha desarrollado la Ciudad para revertir esta situación? ¿Cómo se encuentran distribuidos los efectivos policiales en el territorio? ¿Qué política pública ha habido para reducir la utilización de armas de fuego en la ciudad?

Respecto al otro tema que nos debe preocupar, el sistema de Justicia de la Ciudad, debemos comprender que el paso a una plena autonomía distrital va de la mano –como condición sine qua non– de la investigación y el juzgamiento de la totalidad de los crímenes que se cometen en su territorio, y no solo de una parte. Es decir, la ciudad no puede pensarse y proyectarse de manera completa si en sus latitudes conviven dos sistemas judiciales en paralelo. Actualmente, los problemas de seguridad de la Ciudad de Buenos Aires son resueltos por el Poder Judicial de la Nación y no por el Poder Judicial porteño, que se dedica a otro tipo de conflictos, que, si bien son preocupantes, no tienen como fin alterar las regularidades delictivas de la ciudad. De hecho, más del sesenta por ciento de los delitos que se denuncian en la ciudad son robos y hurtos, los que siguen siendo juzgados por el aparato de Justicia nacional.

No obstante, que el Poder Judicial de la Ciudad de Buenos Aires no se encargue de investigar y juzgar la criminalidad más violenta no guarda relación con un plan ordenado de transferencias delictivas, ni con un plan estratégico de seguridad, sino con un esquema organizado de control del territorio. Esto lo decimos porque la Ciudad hace más de veinte años viene delegando en su propia estructura judicial la persecución y punición de conflictividades menores, de gran raigambre territorial, sin tener ningún tipo de incidencia en los fenómenos criminales más relevantes, porque si ese hubiera sido el fin, hace rato se hubieran transferido los delitos de robo y hurto que hoy siguen siendo investigados y juzgados por el Poder Judicial de la Nación, y que representan la mayor parte de los hechos que se denuncian en la ciudad. Este esquema judicial responde al paradigma del control del territorio, el cual supone que el aparato jurisdiccional porteño tiene como fin administrar la calle y no el delito: su propia estructura judicial tiene por objetivo la persecución y represión de determinadas conductas callejeras, pero sin incidir de forma directa en la criminalidad.

Controlar la calle significa gestionar el delito, regular la delincuencia, neutralizar a los “peligrosos” –pero no a todos–, dejar pasar ciertas conductas y repeler otras. Fundamentalmente, es tener el delito en una mano y apretar el puño cuando políticamente sea necesario. Este modelo de control es aquel que define a “la calle” como un área de disputa política, un lugar de ocupación y no de convivencia democrática. Es por ello que en la ciudad se persigue a ciertas personas, se reprimen ciertas protestas o conductas, sin que se tenga la misma vara para otras acciones de igual magnitud, pero alineadas a la lógica de poder porteño. Por ello, cuando estudiamos las estadísticas sobre detenciones o sobre los delitos y contravenciones que ingresan al sistema de justicia local, nos damos cuenta de que existe una fuerte impronta territorial en la persecución de ciertas problemáticas –resistencia a la autoridad, amenazas, lesiones, narcomenudeo, daños, ocupación indebida del espacio público, control vehicular, etcétera– que gravitan de manera exponencial en la represión, principalmente, de los sectores más vulnerables de la sociedad, quienes se encuentran más expuestos a la realización de ciertas conflictividades, sin que esto traiga como consecuencia una incidencia marcada en los índices de criminalidad.

Si bien es cierto que la desfederalización de la ley 23.737 en 2019 otorgó a las fiscalías porteñas la competencia necesaria para entender en los fenómenos criminales derivados de la comercialización minorista de estupefacientes, lo cierto es que el sesgo persecutorio de estas agencias se dirigió claramente hacia los consumidores, en detrimento de la persecución de los eslabones más relevantes de las redes criminales que operan en la ciudad.

Para complementar esto, véase que en un reciente informe del Observatorio de Política Criminal se advirtió que entre enero de 2019 y agosto de 2020 el porcentaje de hechos penales ingresados a las fiscalías de la Ciudad por tenencia para consumo fue el 75% del total de casos. El 82% de esos hechos penales correspondieron exclusivamente a tareas de intervención policial, lejos de grandes investigaciones tendientes a desarticular organizaciones criminales. Por otro lado, los juzgados de la Ciudad de Buenos Aires no tramitaron estas conflictividades con igual tesón. De hecho, durante 2019 fue muy bajo el número (2.269 legajos) de causas ingresadas a los juzgados porteños por infracción a la ley 23.737, en comparación a los ingresos durante el mismo período en el Ministerio Público Fiscal (25.571 casos). Esto evidencia un esfuerzo mayúsculo por parte de las fuerzas de seguridad y del Ministerio Público Fiscal porteño por controlar el consumo, pero no la criminalidad, ya que si así fuera, la persecución penal estaría dirigida a los eslabones más relevantes de las organizaciones dedicadas a la comercialización de estupefacientes y no a los consumidores. Todo esto, pese al criterio de no penalización sobre el consumo establecido en 2009 por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el fallo “Arriola”.

Por otro lado, en términos generales, es posible afirmar que el modelo de persecución penal que se implementa en CABA, lejos de impactar en la economía de las redes y las organizaciones criminales, tiende a garantizar la continuidad de sus ingresos, e incluso incrementarlos. Esto se debe a que las sumas percibidas por la comercialización minorista de estupefacientes resultan ser proporcionales a los riesgos que asume quien lleva adelante la operación ilegal, y en tanto exista una presión punitiva sobre el consumo, la dinámica del comercio minorista se vuelve más rentable.

Asimismo, no menos importante es que la desfederalización, lejos de promover mejores herramientas para la desarticulación y la represión de estructuras criminales, complejiza la investigación de delitos. En ese sentido, los procesos de diversificación criminal que nacen producto de la venta minorista de estupefacientes –homicidios, robos, secuestros, etcétera– son investigados por un aparato judicial distinto al que investiga y resuelve las infracciones a la ley 23.737 en la ciudad. Esto conlleva la vigencia de dos sistemas judiciales en paralelo para resolver una misma base fáctica de conflictos, cuestión que dificulta cualquier tipo de investigación que tenga como fin desarticular de manera eficiente las estructuras criminales complejas dedicadas al narcomenudeo en territorio porteño. Para dar un ejemplo, mientras que para la venta minorista resulta competente la justicia penal, contravencional y de faltas porteña, los homicidios dolosos que se produzcan como consecuencia de dicha problemática –en virtud de bandas que se disputan los territorios de venta– son resueltos por la justicia nacional, la que para colmo es financiada por todos los argentinos y todas las argentinas, pese a que los conflictos que resuelve suceden en la Ciudad de Buenos Aires.

No obstante, dicho sesgo jurisdiccional no debe hacer perder de vista la necesidad de aunar los esfuerzos de todas las agencias punitivas porteñas para lograr la tan ansiada autonomía jurisdiccional. Cuestión que, si finalmente ocurre, podría enriquecer el trabajo de estas agencias y así de poder interpelar al delito ordinario en todas sus manifestaciones y no de manera parcial, como ocurre en la actualidad. En razón de ello, resulta fundamental para la Ciudad de Buenos Aires que su Poder Judicial asuma competencia total en todos los delitos ordinarios que se comenten en su jurisdicción. De esta manera, sus estructuras punitivas podrán llevar adelante estrategias de intervención para la investigación y la represión de aquellas conflictividades delictivas que se den en su territorio, sin depender de las decisiones y los tiempos que se tome el Poder Judicial de la Nación. Recalco que esto no solo debe tener el objetivo de lograr una mayor autonomía judicial, sino también el de orientar estratégicamente los recursos policiales y jurisdiccionales hacia la verdadera conflictividad criminal porteña.

Por último, respecto al futuro político: en el camino a estas elecciones hay que dejar en evidencia lo que ocurre en el sur de la ciudad, y desde allí construir la campaña del peronismo porteño. El sur está postergado, no solo en términos de seguridad, sino también de cumplimiento de derechos básicos. La mayor parte de los barrios populares están arraigados allí, y no hay planes serios de reducción de la pobreza por parte del Gobierno de la Ciudad que, tal como mencionamos previamente, diluye sus incapacidades políticas trasladando la responsabilidad al gobierno nacional.

Hace años que a la Ciudad se la exhibe mediáticamente como una panacea o un territorio sagrado, más parecido a una ciudad como París que a un distrito latinoamericano, como San Pablo o el Distrito Federal de México. Hace rato que esto no es así. Esta visión también caló hondo durante mucho tiempo dentro del mismo peronismo, que mantuvo una agenda progresista urbana, desconociendo que –más allá de las pretensiones de ciudad del primer mundo– la mayor parte de la población porteña comenzó hace rato a sufrir los efectos de la pobreza y necesita soluciones concretas para el día a día.

Por ello, hay que cambiar el eje discursivo y hacer énfasis en que hace rato esta ciudad dejó de ser lo que se proyecta sobre ella. Cuando en 2015 el país tenía en dólares el mejor sueldo básico de América Latina, podíamos darnos el lujo de plantear y discutir una ciudad ecológica y sustentable para los próximos 20 años. Hoy, pasado el macrismo y en un contexto de pospandemia, tenemos la obligación de rever nuestra plataforma electoral, para comenzar a empatizar con los problemas reales de la gente que, en definitiva, terminan siendo los mismos problemas que se plantean en otros distritos, alguno de ellos muy cercanos, como el mismísimo conurbano bonaerense.

La derecha en los últimos años ha avanzado sobre las disfuncionalidades del sistema de representación, poniendo la lupa en la falta de respuestas inmediatas frente a las urgencias de la ciudadanía, y haciendo entrever que el problema son “los políticos” y “la política” como herramienta generadora de consenso social. Dependerá de nosotros poder reafirmarla en un contexto económico que necesita de sus buenas prácticas, no solo para generar esos ansiados consensos, sino también para poner en crisis los elementos que han ayudado a silenciarla y a desconfiar de ella.

El macrismo ha sido la piedra fundamental en la Argentina para dar lugar a esta derecha rancia. El peronismo también tendrá que agudizar sus contradicciones para responder rápido y eficazmente a las demandas de su sujeto político. La Ciudad de Buenos Aires, quizá el epicentro de esa nueva derecha, también tendrá ese desafío en las próximas elecciones. Dependerá de nuestra valentía y compromiso doblegarla para que no siga avanzando, ya que en ese escenario perdemos todos.

 

Ariel Larroude es abogado (UBA) especialista en seguridad pública y política criminal, director de Política Criminal del Ministerio de Seguridad de la Nación, director del Observatorio de Política Criminal de la Ciudad de Buenos Aires, docente, autor del libro Crimen, Política y Estado y miembro de la Mesa de Seguridad del Partido Justicialista nacional.

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