¿Debatir en campaña electoral?

Me pasó algo insólito: primero me invitaron a escribir, después pretendieron limitarme los caracteres, y la cereza del postre fue la consigna “cuáles deberían ser los temas a debatir en las elecciones que se vienen”. ¡Pff! ¿Debatir en campaña electoral? Barrilete cósmico, ¿de qué década del siglo pasado viniste? ¿De una en la que la posverdad no existía? ¿De cuando los medios de comunicación eran, efectivamente, medios para comunicar?

Hoy el debate pre-electoral pasa por qué tan petera es Florencia Peña… con esas tetas y yendo a Olivos en pandemia, ya no quedan dudas de que fue a petear. Con el dato cierto y objetivo que nos enseña parte de la prensa y lo refuerzan nuestras redes sociales se dividen las opiniones del electorado: están quienes piensan que el presidente es un hijo de puta, porque mientras nosotros estábamos encerrados él se hacía petear a domicilio, y quienes en esta lo bancan. También existe una minoría que nadie escucha, las locas de mierda que nos quieren hacer creer que fue a hacer lo que dice WhatsApp que trascendió: a buscar un paliativo para muchísimos actores y actrices que padecieron las consecuencias de la mezcla entre la precarización laboral endémica que padecen y una pandemia que puso en pausa su fuente de trabajo. La misma razón que dio Brandoni, que también fue a Olivos a ver al presidente en cuarentena –y los que bancaban a Alberto en el tema Peña, con Brandoni se dan vuelta, les da asquito. Muchos artistas y artesanos, canillitas y taxistas, a diferencia de la gran masa de trabajadores y trabajadoras formales, no tienen derecho a enfermarse ni al descanso. Las condiciones laborales de algunas profesiones que han quedado total o parcialmente excluidas de los derechos de la Seguridad Social parece que no merece ser tema de debate pre-electoral.

No vislumbro que vayamos a tener debate pre-electoral, ni post-electoral. Cambió la forma de interactuar entre las personas. Las redes sociales acortan distancias. El ciudadano prescinde de los nexos de antes para llegar a los gobernantes y para hacer escuchar su voz o, por lo menos, para generar algunos “me gusta” de los de su tribu. Las discusiones sobre a quién votar ya no se dan, ni en la parroquia, ni en los clubes, ni en las fábricas. Se dan a través de las redes. Tampoco se dan abiertamente, sino como si fuera propaganda, con publicidad negativa y positiva. Buscan vendernos que alguien –debería escribir “algo”– es bueno o malo en términos absolutos, no se aceptan grises. Y se estudian y sistematizan las reacciones que se generan. Cuando no dan el resultado buscado se cambian rápidamente. Sigamos con la noticia de Florencia Peña –que quizás cuando lean esto ya sea prehistórico, porque además de pedorros los “debates políticos” a los que pretenden someternos hoy en día se dan con mucha agresividad, pero son efímeros. Solo buscan generar impresiones y reacciones, jamás que se profundice o reflexione. Después de la instalación mediática acerca de las razones de ir a ver al presidente y como las mediciones daban bien, redoblaron la apuesta y los mandaron a atacar a la actriz. Eligieron a los más misóginos de su plantel, su elenco, no sé cómo categorizarlos… de la banda. Peña se defendió. Esa defensa fue bien receptada por la comunidad digital, entonces se cambió rápidamente la estrategia: las espadas agresivas se llamaron a silencio y salieron “a jugar” las que justifican e igualan. Eligieron mujeres, una con un “sí, pero”, y otra en modo víctima: “me dijeron borracha y nadie me defendió”. Brindo por eso. Ahora estarán midiendo cómo anduvo esta nueva avanzada. Lo más probable es que dejen morir al tema, porque ya lograron el efecto que querían: que mucha gente reafirme su consideración que el presidente anda de joda. Seguramente vengan con más “noticias” que tiendan a reforzar esa impresión: que tenemos un presidente que anda de joda y se pasa por los huevos su propia cuarentena. Eso mueve a un pedazo del electorado más que el laburo del gobierno en pandemia, los indicadores económicos y sociales, o la recuperación de un Estado presente en las inversiones estratégicas. Nadie compara cómo habría sido con Macri reelecto. No parece descabellado adivinar que no se estarían produciendo vacunas contra el COVID-19 en Argentina y que las primeras dosis de Pfizer ya se estarían venciendo en algún contenedor oscuro y alejado de la opinión pública.

Esto no es nuevo ni nuestro. Al Gore, vicepresidente de los Estados Unidos entre 1993 y 2001, perdió con Bush las elecciones en 2000 para presidente sin que se terminen de contar los votos. En 2007 escribió un libro titulado El ataque a la razón. Con ejemplos muestra cómo los medios masivos de comunicación ponen en jaque la capacidad de razonar y reflexionar de la sociedad, erosionando la democracia. En Argentina es moneda corriente. Quizás el caso más llamativo es el de Arturo Illia. Los medios hegemónicos lo caracterizaron como lento: lo graficaron con una tortuga. Durante el gobierno de Illia, el PBI nacional pasó de caer 1,6% en 1962 a crecer un 10,3% en 1964 y un 9,3% en 1965. Inflación: asumió con un 28,5% anual, y estaba en 6,2% cuando lo sacaron. La economía creció alrededor de un 10%, la industria casi un 20%. El desempleo bajó de 8,8% a 5,2% en 4 años.[1] ¿Qué decía “la prensa” en ese momento? Más o menos lo mismo que ahora y que con los Kirchner: que –cito textual– “se debió al aumento de las cosechas”. El famoso “viento de cola”. Como si la decisión política acerca de para dónde ir no tuviera nada que ver.

La coincidencia entre el pasado y el presente es que los lobbies y los grupos de comunicación que se crearon para comunicar pretenden –y muchas veces logran– imponer la agenda pública. No comunican, militan. Militan de forma artera, a escondidas, disfrazados de otra cosa. A los militantes de frente eso nos rompe un poco las pelotas. A otros no le interesa, es otra herramienta más y le echan mano como pueden. Y para la gran mayoría de la sociedad, eso no existe. La diferencia, muy grande, entre el pasado y presente son los datos. El Big Data. La capacidad de conocer a cada persona en sus anhelos, sus miedos y, sobre todo, sus odios. Esas redes sociales que permiten estas interacciones nos dicen que son gratis solo porque no pagamos por usarlas. Cuando las descargamos, aceptamos entregar nuestros datos a cambio del servicio. Esos “datos” incluyen nuestras fotos, nuestros contactos, rastrear nuestras actividades en otras apps, acceso al micrófono de nuestro teléfono, y cuestiones más detalladas, como si somos zurdos o diestros, cuánto demoramos en hacer click en una página, qué buscamos en Google, en qué horario somos más proclives a hacer una compra digital, etcétera. Las apps que descargamos toman todos estos datos y los venden a empresas que los clasifican y los revenden a otras empresas, según su interés. A las pinturerías les venden la lista de personas que buscan pintura; a los laboratorios, la lista de personas que buscan en Google cómo reducir los gases intestinales Por ahí alguno piensa que cuando está con su celular nadie ve lo que pone. Sí, lo ven. Lo guardan. Lo registran. Lo venden. No es teoría conspirativa de dominación mundial, es descripción de cómo funciona el mercado de base de datos.

Para la discusión política es una complicación, porque de un dirigente político espero que proponga “vamos para acá”, y al que le guste, bien, y al que no le guste, discutamos a ver si alguno convence al otro, o por lo menos se acercan posiciones. Pero están “apareciendo” políticos que hacen al revés. Acceden a las bases, conocen lo que la ciudadanía ya opina sobre distintos temas y se limitan a reforzar esa opinión sobre esas personas, para que los elijan. Para mí constituye, lisa y llanamente, una estafa. Le dicen al elector lo que quiere escuchar para que lo vote. A cada grupo le dicen lo que quiere escuchar. Si alguien armara el rompecabezas de propuestas, se evidenciarían como contradictorias. ¿Cómo alguien puede proponer, en simultáneo, bajar retenciones, eliminar el impuesto a las ganancias, dar el 83% móvil en jubilaciones y terminar con el déficit fiscal? Por supuesto, solo bajaron las retenciones. El resto fue una estafa dirigida a quienes querían escuchar eso.

Existe en psicología lo que se llama “sesgo de confirmación”: las personas somos más proclives a aceptar lo que ya creemos y a rechazar lo que contraviene nuestras opiniones. La nueva comunicación política tiende a extremar las posiciones, así se evita el debate y se garantiza una masa de votantes que permanece ajena a la reflexión que permita, eventualmente, modificar su preferencia. Evitando la reflexión, debatir se vuelve una quimera. No es química, pero cuando ponemos agresividad sin reflexión y sacudimos, es esperable que en vez de debates surjan peleas: la grieta. Incluso gente amiga o familia que se pelea por algo que no conocen en profundidad y sobre lo que no se han propuesto reflexionar.

¿Qué me gustaría que se esté debatiendo en esta campaña? La regulación de las telecomunicaciones como un servicio público: con tarifas razonables, con obligaciones de expansión, con estándares de calidad del servicio, para que la conectividad llegue a todos los rincones. En un país tan extenso como Argentina tiene que haber obligaciones de expansión del servicio para que llegue. El mercado no lo justifica. Poner Internet en poblados alejados es un costo, no un negocio. Pero Internet es un derecho humano –según las Naciones Unidas. Varios países que reforman su Constitución en los últimos años incluyeron el derecho al acceso a Internet. Países como Francia, Holanda o Canadá lo declararon esencial y estratégico.

Me gustaría que se debata sobre la progresividad tributaria. En vez del 21% de IVA a todo el universo de consumidores, que quien más tenga más aporte. Joseph Stiglitz sostiene, con datos, que bajar tributos a los ricos, lejos de fomentar inversiones, promueve la especulación. Bajar tributos a los que menos tienen fomenta el consumo. Necesitamos consumo interno para que haya empleo e inversiones.

Me gustaría debatir una Transición Energética inteligente, pensada para que sea palanca del desarrollo de la ciencia y la industria nacional, y no lo que vivimos en el programa de energías renovables del gobierno anterior: una mera importación masiva, casi sin generar empleo ni desarrollo de las áreas estratégicas, con muy poca integración nacional y que, encima, vamos a pagar todos los usuarios de electricidad del país en moneda extranjera.

Debatamos la salida de la pandemia: ¿qué cambió para siempre? La gente se da cuenta de que se puede trabajar bien sin presencialidad –siempre que tengamos Internet. O con una presencialidad acotada. ¿Qué cambió, pero no nos gusta y queremos que vuelva a cambiar?

El tema de la educación en pandemia… y de nuevo la conectividad como una clave para garantizar derechos y para igualar oportunidades. Me gustaría que estemos debatiendo adónde va la educación: con tecnología del siglo XXI y un sistema del medioevo, es lógico que haya fricciones.

Adónde va el trabajo: cada año se pierden millones de puestos de trabajo y se ponen en riesgo miles de millones. Gracias a la tecnología. Y digo “gracias”, porque eso nos da productos y servicios de mejor calidad y cada vez más asequibles. Pero hace perder puestos de trabajo. ¿Qué hacemos con la gente que no va a trabajar sencillamente porque el sistema económico-productivo que inventamos, que tanto progreso nos trajo, que alargó la vida y la llenó de calidad, tiene como contracara, además de la tendencia a la destrucción del planeta, la pérdida de puestos de trabajo? Esas personas no son menos personas por el hecho de no trabajar. El lema “el trabajo dignifica” va a pasar a ser un mito. No parece justo estigmatizar a quienes no tengan trabajo, porque va a ser una cuestión matemática: el mundo va camino a tener muchas más personas que puestos de trabajo. No va a haber empleo para todos, y eso va a estar bien. Siguen siendo personas, con derechos: al alimento, al techo, al abrigo, al ocio, a tener hijos, a realizarse con un eje distinto al del trabajo.

¿Y el debate sobre el medio ambiente? La falacia del planeta como un proveedor infinito de recursos para la producción ya se evidencia con sequías, inundaciones, olas de calor y de frío. También es cierto que algunos países se desarrollaron a partir de esa falacia y otros no. Limpiar parejo lo que ensuciaron unos pocos tampoco parece justo. Si pensamos que tenemos la segunda reserva de gas natural y la cuarta de petróleo no convencional del mundo, y que consumimos per cápita casi la mitad de energía que un país desarrollado, hasta parece estúpido estandarizar como nuestros los parámetros de los países desarrollados. Para desarrollarnos necesitamos energía. El cuidado del medio ambiente en el mundo es un imperativo. Me gustaría estar debatiendo la proporcionalidad en la responsabilidad de reparar: quienes más contaminaron tienen mayor responsabilidad. No culpa, sí responsabilidad.

Y para todos estos ejes, debatir también qué posición tomamos, qué modelo de gobierno nos conviene y qué partido, frente o candidato nos lo garantizan. ¿No les parecen temas más interesantes que andar mirando qué día y a qué hora entró quién y a hacer qué a Olivos?

[1] Sobre el gobierno de Illia y el papel de los medios en su derrocamiento pueden leer La democracia derrotada, escrito por Pandolfi y Gibaja en 2008.

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