El movimiento obrero y la cuestión internacional

El 1o de mayo de 1909 el sindicalismo anarquista conmemora en Buenos Aires el Día Internacional del Trabajo con un acto en la Plaza Lorea. El acto es duramente reprimido por la policía, que mató a once trabajadores. “El coronel Ramón Falcón, jefe de la Policía que ordenó la represión, será asesinado por Simón Radowitzky. En enero de 1919, obreros metalúrgicos declaran una huelga en los Talleres Vasena y son asesinados 700 trabajadores. En 1921, en la semana trágica de la Patagonia, son fusilados 1.500 ‘trabajadores rurales’ de las estancias. Las trabajadoras y los trabajadores, fraccionados y a veces enfrentados en cinco corrientes sindicales, comprendieron que divididos perderían siempre y en 1930 lograron crear una instancia superadora. El 27 de septiembre, en un Congreso, fundaron la Confederación General del Trabajo (CGT) que dio cabida a todas las corrientes. Solo una fracción anarquista, de las dos institucionalizadas hasta ese momento, quedó al margen por propia decisión, acusando a sus contrincantes de reformistas y negociadores” (Guillermo Gutiérrez, La clase trabajadora nacional, 2014).

Se comprenderá naturalmente que el logro unitario no fue nada fácil, porque las diferencias provenían de fuertes definiciones teóricas y de prácticas distintas, entre combativas y negociadoras, dos tendencias que siempre han existido en el seno del movimiento de trabajadores. Además, las lógicas aspiraciones de conducir exigían ceder en beneficio de otros, para ocupar los lugares orgánicos establecidos. Hubo gestos de grandeza y desprendimiento, no siempre fáciles de practicar. ¿Será que se trata de algo que se dio solo en el siglo pasado, o queda en las y los dirigentes de hoy capacidad de grandeza en aras del conjunto y de objetivos superiores?

A partir del comienzo del siglo XX ya había una legislación laboral importante que en realidad no se aplicaba, ya que más bien regía la Ley de Residencia de 1902 que permitía expulsar a extranjeros “indeseables”, por lo que los sindicatos eran estructuras “de hecho” consideradas ilegales o subversivas.

El sindicalismo internacional

En la América Latina de los años 30, a Estados Unidos le costaba abrirse espacio en el sindicalismo debido a la política “del gran garrote” (Big Stick) que imponía por medio de sus empresas, especialmente en Centroamérica. La principal influencia en el sindicalismo de la región se daba por parte del Partido Comunista, vía la Confederación de Trabajadores de América Latina (CTAL) que dirigía el mexicano Lombardo Toledano, inscripto en la disciplina de Moscú. No obstante, Estados Unidos, sobre todo la American Federation of Labor (AFL), intentaba penetrar las organizaciones existentes. Serafino Romualdi, ítalo norteamericano, funcionario de la AFL y del Departamento de Estado de Estados Unidos, fue el agente que empezó a trabajar para ese objetivo de infiltración en Argentina, país que estaba en 1945 a la cabeza de la región en orden del despliegue y la importancia del nuevo sindicalismo. Enterado el presidente Perón acerca de la presencia de este sujeto en Buenos Aires, lo hizo expulsar del país, prohibiéndole su reingreso. “La alianza vencedora de la 2ª guerra, entre el capitalismo occidental y el comunismo soviético, parece crear un clima propicio para lograr la conformación de una organización sindical verdaderamente universal. Con tal fin se convoca a una Conferencia Mundial, la que se celebra en Londres, en febrero de 1945. (…) Es así como surge la FSM (Federación Sindical Mundial) que en su primer Congreso Ordinario, París, octubre de 1945 [constituye] la organización sindical más amplia y universal que ha existido hasta ese momento, la que comienza a resquebrajarse cuando aparece la Guerra Fría y los comunistas son acusados por los socialistas de irse apoderando solapadamente de la dirección sindical, mientras que los comunistas acusan a sus contrarios de instrumentos sumisos y serviles de los intereses económicos norteamericanos”. Dos años alcanzó a durar la unidad. “En enero de 1947 se separan de la FSM los norteamericanos, ingleses y holandeses, a los que seguirán luego los no comunistas. Todos ellos, más la AFL y el CIO (Congress of Industrial Organizations) de los Estados Unidos se reúnen en Ginebra en junio de 1949 y resuelven crear una central nueva, democrática, contraria a todo totalitarismo de izquierda o de derecha, que denominarán CIOSL: Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres” (Carlos Gaitán, Sindicalismo y movimiento de trabajadores, 2015).

En el movimiento sindical que se forja en la región latinoamericana a partir de los años 40 hay una expresión de tres líneas bien definidas. Una comunista, con dependencia soviética; una capitalista pronorteamericana, luego devenida socialdemócrata; y una cristiana, tercermundista, que expresó la Central Latinoamericana de Trabajadores (CLAT). Cada una tenía una central internacional de la que dependía: la FSM (PC); la CIOSL (SD); y la CMT (socialcristiana). Las dos últimas a partir de los 2000 decidieron constituir una nueva central mundial, que diera cabida a sus expresiones, más algunos independientes que no participaban orgánicamente en ninguna de ellas y que terminaron sirviendo de socios de la CIOSL. Esas tratativas culminaron en que las centrales se fusionaran en noviembre de 2006 en el nivel mundial, dando nacimiento a la Confederación Sindical Internacional (CSI) sin participación de los chinos ni de sectores del mundo árabe. La CSI está constituida por las centrales nacionales de trabajadores –como la CGT o la CTA de Argentina– y por las Global Union Federation (GUF) o sindicatos globales, anteriormente llamadas Federaciones Profesionales o Secretariados Profesionales.

La Organización Internacional del Trabajo (OIT), organismo multilateral de las Naciones Unidas, en la que la CIOSL tenía notoria influencia, jugó un papel clave para constituir la CSI. Gay Rayder, de origen inglés, en 1998 se incorporó a la OIT como director de la Oficina de Actividades para los Trabajadores en Ginebra, En 2002 fue electo secretario general de la CIOSL. Fue el primer secretario general de la naciente CSI, a la que abandonó para el segundo Congreso, volviendo a la OIT para hacerse cargo de la Dirección General.

La CSI nació con diez federaciones sectoriales –llamadas GUF o sindicatos globales– que expresan los sectores profesionales de los trabajadores. De las fusiones originarias finalmente quedaron ocho GUF: Industria; Construcción; Alimentación; Servidores Públicos; Educadores; Transporte; Prensa; y UNI (servicios y comercio). Un dato llamativo es que estas GUF son parte decisoria de la CSI, pero no están afiliadas a ella. En el Congreso, por esta razón, tienen voz, pero no voto. Otro dato curioso en la constitución de la CSI es que la Confederación Europea de Sindicatos (CES) tuvo un rol estratégico para su constitución, pero quedó al margen de la afiliación. De hecho, su entonces presidente, el italiano Miguel Gabaglio, presidente de la Asociación Cristiana de Trabajadores Italianos (ACLI), jugó un papel destacado en lograr la unidad entre la CIOSL y la CMT, centrales “competitivas” en las que él había sido directivo. La CES representaba a los sindicatos de los países ricos de la Unión Europea (UE), pero para participar de la unidad mundial organizaron otra estructura, sumando a Europa Central y Oriental y designando a un ruso como presidente, y se mantuvieron al margen a la CES.

Entre los europeos de la UE miembros de la CES hubo protagonismo de Europa del Norte. Los países con más alta tasa de afiliación sindical fueron Suecia, Noruega, Dinamarca y Finlandia; adherentes socialdemócratas con los más altos ingresos salariales; miembros de la Comisión Sindical Consultiva de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), una suerte de “club” de la que son miembros las organizaciones sindicales de los países industriales con participación de Estados Unidos, que se mantienen como coto cerrado con estatuto propio, aplicando el principio de que “el que paga manda”. Hoy este grupo, aliado con Alemania, Japón, Estados Unidos e Inglaterra, apoyados por Italia, Francia y Corea del Sur –ésta con contradicciones– comandan el sector sindical de industrias. De esta forma, si bien en su práctica institucional respetan a rajatabla la formalidad democrática, manipulan en los hechos las decisiones, imponiendo sus criterios y practicando una suerte de “totalitarismo” financiero. En el pago de las cuotas –onerosas para países pobres o en crisis– aplican la expulsión ante la falta o demora de pago de dos años. Pero el mecanismo fundamental está en que en caso de necesidad se define en votación, en la que cada afiliado cotizante es un voto. Por lo tanto, es difícil que pierda una votación quien represente a un sindicato con más de dos millones de afiliados.

En marzo de 2008 a nivel regional se constituyó la Confederación Sindical de las Américas (CSA), como resultado de la fusión entre la CLAT y la ORIT. Esta conformación hizo desaparecer a la antecesora central del ámbito latinoamericano humanista y cristiana. Esta regional (CSA) es en la actualidad financiada en un 70% por la AFL-CIO de Estados Unidos.

Las razones de la unidad mundial fueron: concentrar poder de decisión: mayor fuerza numérica; obtención de recursos económicos: unificar cajas; y lograr una voz unificada para negociar con los organismos multilaterales, que es donde se toman las decisiones: FMI –para ello montó una oficina en Washington–, Banco Mundial, Organización Mundial del Comercio, OMS, etcétera, así como con las empresas transnacionales. Se “monopolizó” el financiamiento de los colaboradores en un solo centro que decide qué es lo que se financia. La actividad y el desarrollo de los sindicatos de los países pobres y de sindicatos pequeños dependen solo del financiamiento externo. Se logró centralizar el poder de decisión, pero en la práctica hay una monopolización del movimiento sindical por parte de las grandes organizaciones, que toman decisiones con una metodología seudodemocrática, supranacional, imponiendo en los hechos sus criterios y sus políticas. Algo que ciertamente no es neutro, sino que lleva implícita una definición ideológica y política socialdemócrata[1] orientada desde los centros del poder mundial.

La CSI y las GUF o sindicatos globales reconocieron a sus organizaciones originarias, ignoraron a las que provenían de la CMT y promovieron alternativas supuestamente “progresistas” o de sindicalismo “independiente”. Fundamentalmente, los dirigentes de la nueva central internacional y de las GUF centralizaron la conducción en la cúpula al máximo nivel mundial, promoviendo la organización de sindicatos en la base, teniendo como principal argumento el de la “libertad sindical”,[2] provocando una atomización que genera dispersión o el surgimiento de pequeñas organizaciones sin ningún poder real. En Argentina, con una tasa de afiliación del 39% de trabajadores formales organizados en sindicatos, hasta los años 80 había una federación por sector o sindicatos nacionales. Hoy existen más de 3.000 organizaciones, más de la mitad de ellas sin personería gremial. En Brasil hay más de 12.500 sindicatos y 11 centrales de trabajadores. El sindicalismo internacional evidentemente practica una doble estrategia organizativa, según de qué países se trate.[3]

El tema de la “unidad” –consigna mundial del sindicalismo– es un problema político de los trabajadores y las trabajadoras, y en consecuencia así hay que abordarlo. Sí es verdad, en cambio, que hay una política generada en los grandes centros de decisión que pretende, en el marco del modelo neoliberal, eliminar al sindicato como contraparte social, y una manera sencilla es denunciarlo como “corrupto”, utilizando algún caso concreto y generalizándolo, difamando e impactando al conjunto de la población. Se da el caso de otros que, por cuestiones ideológicas o partidarias, denuestan a dirigentes solo por sus convicciones.

En el caso de nuestra experiencia nacional, donde desde hace muchos años la CGT tiene una clara definición política identificada con el peronismo y la mayoría de las y los dirigentes de las organizaciones se definen como “peronistas”, no es menos cierto que siempre hubo dirigentes identificados, adherentes o afiliados a otros partidos. Junto a esa mayoría ha habido dirigentes radicales, comunistas, cristianos y anarquistas. Debemos reconocer que aquellos dirigentes con tendencia diferente a la justicialista con frecuencia debatían fogosamente en base a sus posiciones y creencias, pero, tomados los acuerdos por mayoría, luego se la “bancaban”, defendiendo las resoluciones e incluso las políticas partidarias, porque eran conscientes de que el valor de las medidas y el logro de los objetivos perseguidos estaba en presentar la fuerza de la unidad como lo fundamental. Como dicen los muchachos: “en el sindicalismo nadie orina agua bendita”. Es así, ni los burócratas, ni los combativos, ni en la izquierda: todos negocian y eso no está mal, ni es sinónimo de claudicación, porque el sindicalismo, cuya responsabilidad fundamental es “reivindicar y defender los derechos adquiridos y luchar por nuevas conquistas”, sabe que éstas se logran tanto con lucha como en la mesa de la negociación y el acuerdo. El problema está en no equivocarse –algo que puede ocurrir– a la hora de firmar los acuerdos. Dirigente que lo hace a espaldas de sus representados y representadas –o por fines inconfesables– escapa a la ética y se inscribe en otro rubro.

El tema de la unidad, decíamos, es un problema político de los trabajadores y las trabajadoras, y en consecuencia hay que abordarlo de esa manera. ¿Alguien cree que es cosa fácil? No, es muy difícil. Cuando los dirigentes del sindicalismo argentino de 1930 lograron la unidad constituyendo la CGT, ¿fue fácil? No. Era tan difícil como hoy. Hubo quienes tuvieron que rescindir aspiraciones en favor de la mayor representatividad y en aras de la unidad, con una generosidad y una grandeza que solo pueden demostrar aquellos y aquellas que son capaces de defender los intereses del conjunto y los grandes objetivos del Movimiento de Trabajadores, por sobre los lógicos y comprensibles intereses personales o de grupo. Es responsabilidad de las y los dirigentes resolver los problemas de hoy.

Hay en el mundo –y particularmente en América Latina desde que comenzara el “huracán” neoliberal– más centrales de trabajadores y trabajadoras, y menos afiliados y afiliadas. Brasil tiene once centrales y padecen un ahogo financiero y una pérdida de derechos que ponen en discusión la existencia de algunas de ellas. La CGT argentina debe resolver su problema financiero, con el aporte de los trabajadores y las trabajadoras, con un mínimo 0,5% o 1% de los aumentos conseguidos por la lucha de las y los trabajadores expresados en contratos colectivos de trabajo que debe ser para la Central que, además de financiar sus gastos con la cuota que pagan sus organizaciones afiliadas, debe montar sus propios medios de comunicación y encargarse de la tarea de formación y capacitación de sus cuadros, de tal forma que pueda forjar su unidad de concepción. Pero para ello es vital trabajar por la integración del conjunto y el total de las organizaciones de trabajadores y trabajadoras, en el marco de la realidad socioeconómica y tecnológica de hoy, ya que el sindicalismo debe darse, fundamentalmente, una política para el cien por ciento de los trabajadores, con empleo formal o no, e incluso con los trabajadores y las trabajadoras de la economía popular y de los desempleados.

Ese es el desafío: construir el Movimiento de los Trabajadores y las Trabajadoras y posibilitar que los “nuevos cabecitas negras” –como en el 17 de octubre de 1945– se incorporen al conjunto de trabajadoras y trabajadores organizados y produzcan un nuevo protagonismo en la lucha nacional, popular y de unidad e integración latinoamericana. Para ello hay que repensar el modelo organizativo a partir de definir el país que queremos, reformando el Estatuto de la CGT, donde se exprese esa nueva estructura y se reconozca a las delegaciones regionales un papel más descentralizado; aceptando que en distintos momentos de la historia las delegaciones regionales han asumido la lucha histórica del conjunto y tratan cotidianamente los problemas específicos de los trabajadores y las trabajadoras de su región.

Tal vez sería prudente pensar en un Consejo Nacional del Trabajo, conducido por la CGT como estructura madre, en el que participen todas las trabajadoras y los trabajadores organizados en la CGT y en las CTA y la UTEP –como sindicato de los trabajadores de la economía popular– donde todos puedan expresar sus preocupaciones y sus planteos, y acordar, en función del conjunto de la clase trabajadora, las propuestas y los planteos políticos, económicos y sociales en beneficio de las mayorías y de todos los argentinos y todas las argentinas.

[1] La socialdemocracia –sola o en alianzas– ha administrado países de la Comunidad Europea e influye sobre el sindicalismo de estos países. La crisis planteada hoy en el Parlamento Europeo –con 22 personas presas por corrupción pertenecientes a esa tendencia– que estalló debido al arreglo con Qatar para la realización del Campeonato Mundial de Fútbol por la FIFA y la realidad de las trabajadoras y los trabajadores de ese país y de la inmensa cantidad de personas muertas para la realización de las obras acordadas, puso sobre el tapete la complicidad de dirigentes y funcionarios de esa orientación. El secretario general de la CSI, que estuvo preso dos días con relación a ese procedimiento y que ya salió en libertad, habría dicho: “he sido acusado por una donación que recibí para mi elección como candidato a la CSI. La fundación que me dio la donación era una organización criminal. (…) No hubo evidencia de que yo estuviera involucrado”.

[2] Argumento tradicionalmente esgrimido por la representación patronal en la OIT, o por sectores sindicales alternativos o de izquierda.

[3] Un ejemplo: en Alemania, la tasa de afiliación de trabajadores y trabajadoras a los sindicatos es del 17%. La Deutscher Gewerkschafts Bund (DGB, Federación Alemana de Sindicatos), altamente representativa, nuclea a siete federaciones profesionales. Igual modelo que en la CSI con las GUF mundial. En Brasil ya se dijo que hay 12.500 sindicatos, con el agravante de que la mayoría de los trabajadores no están sindicalizados y la mayoría de los sindicatos no están en las centrales. Además, en la mayoría de los países de América Latina y el Caribe la tasa de afiliación es demasiado baja. La dispersión de abajo es representada a nivel mundial por una sola voz. ¿Se respetarán sus intereses? No está muy claro. Y el manejo se realiza por personal contratado, de alto nivel técnico, con dominio de más de dos idiomas, que funciona como dirección: comúnmente son provistos por alguna fundación amiga y colaboradora de las organizaciones sindicales europeas. ¿Será una solución?

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