¿El coronavirus es un invento?

Los “negacionistas”, con torpeza inigualable, sólo esquivan el riesgo personal racionalizando y negando hechos que son inconfundibles.

La pandemia y sus consecuencias han generado dispares interpretaciones. El hecho clínico no es ficticio y nadie puede desmentirlo: las personas se infectan y algunos mueren a causa del COVID-19, aproximadamente el 5 por ciento de los contagiados. Es un hecho, no es un supuesto, y los hechos son sagrados. Es la realidad realísima que, como decía Lacan, “irrumpe” lo cotidiano y lo transforma.

De pronto dejamos de ser un espíritu para ser puro cuerpo, un cuerpo que puede enfermar y morir. Al menos así lo creemos porque nos han enseñado que somos solamente un cuerpo que crece, envejece y muere, y esas enseñanzas, ocasionalmente, nos juegan una mala pasada, pues omitimos nuestra naturaleza espiritual.

El COVID-19 constituye “lo real que irrumpe” al modo lacaniano. Todos nos vemos comprometidos con una nueva forma de convivencia que no nos gusta: las cuarentenas nos han cortado literalmente las alas, y la ausencia de esparcimiento genera más temor de lo normal ante una enfermedad. El tema no puede eludirse en la vida familiar: los medios informan con escándalo, los cuidados personales permanentes nos recuerdan que estamos en riesgo todo el tiempo y, en suma, presentimos que la pandemia está destrozando nuestros nervios y vínculos simbólicos.

No han faltado ni faltan, pues, los “negacionistas” del coronavirus, aunque sea un hecho verificable fácilmente. Si esa fuera la posición de gente sin responsabilidad política, formaría parte de su libertad de pensamiento y nada más. Cuando la convicción de que el coronavirus es mentira anida en la mente de alguien con poder, la tragedia empeora. Los ejemplos son clarísimos: Trump, Bolsonaro y López Obrador tienen esa actitud distendida en América, actitud negatoria y del todo inútil que pone en riesgo a todo el continente. Trump llegó al colmo del sarcasmo sugiriendo a la gente que se inyectara lavandina, en plena burla por las nuevas costumbres relativas a los desinfectantes.

Esa teoría negacionista ha comenzado en el mundo académico, que se encarga de enseñar y difundir por qué todo es una gran falsedad creada, diversamente, por naciones o laboratorios médicos que se beneficiarían con ello. Imaginan una gran conspiración contra toda la especie humana.

Entre los negacionistas se destaca la pensadora francesa Valérie Bogault, quien sostiene que la pandemia es sólo un intento por establecer “un gobierno mundial”. Se basa, faltaba más, en filósofos franceses, básicamente Deleuze, Baudrillard y Foucault. La falta de sustento de esa teoría la torna ferozmente torpe. Pero de algún modo ese pensamiento convenció a muchos académicos –que sin duda no tienen coronavirus– que comenzaron a imaginar teorías conspirativas. El biólogo y científico Shiva Ayyadurai, por ejemplo, doctorado por el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), publicó que el coronavirus entrará en la historia como “uno de los mayores fraudes para manipular la economía, eliminar el disenso y empujar remedios obligatorios” (Papers, MIT University Press, 2020), una posición que reafirmó tras el alud de críticas del que fue merecedor.

El hecho como una distracción intelectual no sería objetable en alguien que no se encarga de divulgar su negacionismo. Quien deliberadamente lo divulga corre un enorme peligro ético: producir una alteración de la percepción del riesgo en la comunidad que empeore las consecuencias pandémicas.

Incluso si los negacionistas tuvieran algo de razón, faltaría tiempo e investigación para comprenderlo todo. No es responsable difundir ampliamente una teoría académica pergeñada a las apuradas cuando aún no hay certezas sobre el origen del mencionado virus y tal opinión podría poner en riego a los pueblos.

El miedo, es cierto, empeora un poco las cosas. La idea permanente, persistente, atroz, de que el “otro” puede ser el camino a la muerte no cabe en la estructura del alma de nadie. Aún siendo cierto, no podemos dejar de echar de menos al “otro”, pues es quien nos tiende una mano, nos abraza, nos besa, nos brinda calidez. Allí radica una rara paradoja que no carece de dolor. Como fuere, el negacionismo no hace más que confundir.

Sé de otra solución: los negacionistas son rutilantes temedores de la muerte. En el fondo de sus inconscientes, temen al coronavirus de forma tan vertiginosa que prefieren racionalizarlo con la fantasía. Racionalizar es fácil; aceptar la realidad de miles de muertos es, en cambio, un hecho emocional complejo que no está exento de angustias.

Ahora bien. ¿Qué pasará después de la pandemia? Un día terminará y dejará a los pueblos empobrecidos, miserables y hambrientos. Si se descubre un antiviral o una vacuna, no serán los pobres –que comen de vez en cuando– quienes dispongan del dinero necesario para un tratamiento. Los Estados tendrán que intervenir con políticas sociales muy directas. Los gobiernos tendrán que hacer un esfuerzo ciclópeo para reestructurar economías devastadas. Felizmente, en Argentina la pandemia llegó bajo un gobierno con alta sensibilidad social, que va equilibrando como se puede el rigor que siente la sosiedad respecto de su economía familiar.

Terminada la pandemia, es muy probable que la recuperación económica tarde unos cuatro o cinco años en comenzar a producirse, según informes de economistas expertos. El hecho de que casi todos los países del mundo tengan sus economías muy comprometidas no es auspicioso, pero si el mundo se ha repuesto a dos guerras mundiales y a la pandemia última –la de la gripe española de 1919, sin recursos médicos y sin las medicinas actuales– es porque la pulsión social por la vida –la pulsión erótica freudiana– es siempre más fuerte en los seres humanos que el temor y la pulsión de muerte.

Mientras tanto, el Estado argentino ha preparado planes de contingencia de impacto y protección social. Con el lento paso del tiempo podrá evaluarse el costo real de la pandemia y el lapso para la recuperación financiera.

Es preciso atenerse a realidades y no jugar con fantasías catastróficas –aunque sean inevitables– pues ellas nos distraen inútilmente. Contamos con un Estado muy lejano a la indiferencia social, comprometido con la lucha contra el hambre y la miseria. Eso no tiene precio, y debemos evaluarlo dentro de las buenas prácticas en una proyección razonablemente optimista.

 

Daniel E. Herrendorf es presidente del Capítulo para las Américas del Instituto Internacional de Derechos Humanos: www-iidhamerica.org.

Share this content:

Deja una respuesta