La realidad tétrica de la política y la gestión gubernamental: más que House of Cards, la política es el Tetris

Pensar analogías entre la política y la gestión gubernamental con juegos es una tentación recurrente. La política como representación tiene dos características propias significantes. Implica ponerse en el lugar del otro, instituirlo, llevar su voz, sus expectativas y sus demandas: representar intereses, actores y sectores en y a la esfera público-política. Pero también supone una instancia de actuación cuasi teatral en donde se presentan –actúan– esos intereses, actores y sectores en ciertos ámbitos con reglas y roles predeterminados, y en donde hay que “hablar para la tribuna”. La gestión gubernamental es, de aquella representación, su concreción operativa.

El tema es cuál juego y actuación ayudan a entender más cabalmente los problemas y dilemas de la política, y particularmente de la gestión gubernamental.

El ajedrez es un juego que ranquea alto en la consideración. Un juego de estrategia cuyo objetivo principal es dar jaque mate al rey oponente, o sea atacarlo, que no pueda escapar, ni sus piezas protegerlo. Con el ajedrez se entiende fácil aquello de saber que, cuando se realiza una movida propia, se debe esperar la movida del otro y por lo tanto es posible prever las reacciones del otro a una movida propia y actuar en consecuencia. Sabiendo esto es inverosímil que la política sea sorprendida por una reacción a una decisión. La sorpresa es una demostración de incapacidad propia para entender el juego, incluso mucho más allá de la sapiencia y la astucia del contrincante, algo que el jugador debe necesariamente conocer.

El Go es otro que siempre aparece al hablar de juegos y política. Un juego de estrategia cuyo objetivo no es eliminar al oponente, sino rodear puntos vacíos –territorio– y capturar oponentes en el proceso. Como empieza con un tablero vacío, construye desde cero con múltiples y simultáneas luchas. Políticamente sirve para entender eso de múltiples escenarios y conflictos a los que se enfrenta permanentemente, sin viso de continuidad y en un mismo plano, quien se encarga de lo público.

El TEG –Tácticas y Estrategias de Guerra– suele colarse también. El jugador recibe una consigna y debe cumplirla, apoderándose de países a través de batallas que se dirimen por el azar y la estrategia. Avanzar sin que los demás descubran el objetivo propio, desviar la atención, dejar que otro parezca que lo está cumpliendo para dar estocadas finales, conquistar para acumular, alianzas para engañar, consolidar posiciones, así como la decisión de dónde reagrupar los ejércitos, a quién atacar y al final, el peso desmesurado del azar que puede producir las “heroicas resistencias” de un país que hace cara con pocos ejércitos el embate desde un país vecino de un ejército más numeroso, pero de escasa suerte con los dados. La clave política del TEG está en la estrategia para cumplir el objetivo retardando lo más posible su descubrimiento.

Otro clásico es el Diplomacy, que incluye fases de negociación entre jugadores y que permite realizar movimientos militares en conjunto.

Otros casos son los videojuegos de guerra que incluyen el conflicto político en clave Guerra Fría. Quizá el más logrado haya sido Crisis en el Kremlin en donde se podía asumir el rol de secretario general del Partido Comunista soviético, de diferentes posiciones, cuyo objetivo era llevar a una URSS en decadencia a una nueva era de prosperidad. Contaba con un simulador para probar estrategias e introducía como concepto la gestión de presupuesto, satisfacción de los ciudadanos, internas partidarias y diferentes variables económicas. El resultado más probable era la desintegración de la URSS, lo que mostraba su sesgo.

Otros clásicos videojuegos se vuelcan para el lado de la gestión política y son útiles para entender ciertas lógicas de la gestión gubernamental, en donde la saga de SimCity es recordada. Allí se simula ser un alcalde y se debe crear, en un entorno en tiempo real, zonas de desarrollo de la ciudad y gobernarla, viendo el impacto de cada decisión. Ya ingresados en el siglo XXI, los juegos de estrategia incluyen desafíos de gestión política, incluyendo hasta la aprobación de la población para continuar en el poder.

Para entender sobre gestos y comportamientos políticos es de manual la referencia al Póker: la cara de póker permite no mostrar emociones faciales frente a la emoción de una buena mano y desorientar al rival que no puede o no sabe leerlo, y esa dificultad de lectura de los gestos propios se transforma en una herramienta a favor. Eso se utiliza mucho para la cuestión de la negociación en donde es clave que el otro no decodifique ni sepa de antemano las posiciones reales.

Pero también sirve el truco, en donde se sustituye la no emotividad por el engaño activo, no sólo a través del ocultamiento, sino de la mentira lisa y llana como estrategia para que el rival no codifique las cartas y el juego. Una máxima de la política en el Río de la Plata es decir que, en política, todos juegan al truco: todos mienten, más allá de sus cartas, por lo que el otro jugador descree de lo que uno dice, porque supone necesariamente que le está mintiendo con lo que tiene, aunque no necesariamente lo haga. Claramente, pensar la política así hace inviable los acuerdos.

Ahora bien, todos estos juegos, con sus más y sus menos, permiten ver desde la capacidad del actor-jugador para definir su entorno. ¿En la vida política real eso es tan así?

Sin desconocer, ni menos aún minimizar los alcances de estos juegos para entender el campo de la política y la gestión gubernamental, hay otro juego que permite una mejor capacidad analítica, particularmente porque minimiza la capacidad del actor decisor para introducir temas y manejar problemas: el Tetris. Es un videojuego ruso de rompecabezas que se popularizó en la segunda mitad de la década del 80 y que todavía se mantiene vigente. El juego consiste en completar líneas horizontales a partir de acomodar figuras geométricas compuestas por bloques cuadrados que van cayendo aleatoriamente de a uno desde la parte superior de la pantalla, mientras se puede ver la ficha que cae y la que le sigue. El jugador puede rotar la pieza hasta hacerla encajar y decidir en qué lugar la deja caer. Cuando se completa una línea horizontal con bloques, las piezas que están por encima descienden una posición, liberando espacio. A medida que pasa el tiempo y se completan líneas, la caída de piezas se acelera y hasta aparecen dificultades tales como la incorporación de piezas fijas, por lo que el jugador se queda sin tiempo para girar la pieza y decidir dónde hacerla caer. Cuando las fichas acumuladas tocan la base desde donde salen las piezas, en la parte superior de la pantalla, el jugador “muere” y el juego termina.

Lo interesante del Tetris es que no tiene argumento ni personaje con los que se tenga que crear avatares, ni simular un rol, pero tiene una narrativa política, particularmente de la lógica de la gestión gubernamental, interesante para darle sentido a la cuestión de la representación política y al tratamiento de las demandas para todo gobierno.

La gestión gubernamental es una tarea 24×7, permanente. No hay descanso. La gestión no entra en vacaciones. Siempre se gobierna. Gobernar es tomar decisiones e intervenir, lo cual incluye decidir no intervenir. A la vez, gobernar es trabajar sobre conflictos que requieren intervención pública –no pueden resolverse privadamente–, demandas de grupos de la sociedad que logran alcanzar la esfera de lo público para que se tenga que tomar una decisión que incumba al colectivo. En ese sentido, todo gobierno intenta imponer su agenda de problemas a resolver y se encuentra en tensión con la aparición de problemas que se introducen a la agenda, aún contra su voluntad, seguro sin su decisión. Eso pone en lugar central la cuestión de la representación y la canalización instrumental de la demanda societal.

Así, los problemas con los que se enfrenta un gobierno se asemejan a las piezas que caen en el Tetris. El gobernante, lo que puede hacer es ordenar la demanda, darle cauce institucional, cómo mínimo reconocerla, cómo máximo darle satisfacción instrumental: ordenar las piezas. Pero el tema es que, a diferencia del Tetris, las fichas no caen de a una, sino simultáneamente y como una lluvia, los problemas van surgiendo desordenados y por todos los flancos. La sapiencia del conductor es lograr encajar cada demanda en su cauce institucional para evitar que su insatisfacción genere acumulación de demandas y las piezas desborden y lleguen al tope que haga perder el juego.

El jugador-gobernante no siempre podrá introducir las piezas que desea. Es más, lo más probable es que eso lo pueda hacer pocas veces. ¿Alguien en su sano juicio imaginó la pandemia? Además, el haber “hecho línea” no impide descansar sobre un éxito relativo, ni ese éxito es permanente, ya que simplemente se convierte en pasado. Las nuevas piezas, los nuevos problemas, aparecen como nueva demanda sofisticada respecto a la anterior, y esa nueva demanda puede provocar la derrota. Por insignificante que parezca, en su acumulación puede ser el significante vacío, la gota que derrama al vaso.

El gobernante no puede dormirse en el éxito de una gestión realizada, porque la demanda se sofistica. Así, por ejemplo, se hace una moratoria para que personas que tenían edad pero no aportes alcancen a una jubilación que de otra forma no accederían, aunque tengan el derecho: algunos, luego de disponer de una jubilación mínima que no tenían antes, protestan por lo bajo del beneficio y al momento de votar lo hacen en contra de quien lo otorgó. Frente a la pandemia, la decisión de la cuarentena, que sirvió para salvar vidas, se transforma en un problema que genera nuevas demandas, que incluso pueden hasta desconocer la virtud de su imposición.

¿Quién gana en el Tetris? El jugador no juega más que contra la máquina y contra su propio récord. A medida que va jugando mejor, acomodando más piezas, haciendo más líneas, las fichas caen más rápido, empieza a quedarse sin espacio para maniobrar y aumentan las dificultades. En algún momento, se acumulan las piezas y se termina el juego. Aquí está el principal motivo por el cual el Tetris es el mejor juego que permite entender la política y la gestión. Siempre, más temprano que tarde, se pierde: más allá de las habilidades, siempre gana el juego. Y si bien eso parece extremadamente desolador, es algo que aplicado a la política es fundamental admitir: en algún momento, por más poderoso que se haya sido, por más éxitos electorales que se hayan tenido, el poder se pierde, las elecciones se pierden, el fervor popular se pierde, el favor de los poderosos se pierde. Si hay algo que en política es inevitable, es esa certeza de que el juego termina matando al jugador.

¿Eso significa entonces que no tiene sentido entrar en un juego del que se sale perdiendo? De ninguna manera. El desafío es jugarlo y aquí está la gracia.

Quien asume los desafíos de la gestión gubernamental sabe o debe saber que, por más intentos que haga para controlar el entorno y hacer ingresar demandas al sistema de manera ordenada, la incertidumbre, la sorpresa y hasta el azar juegan y mucho, y que las insatisfacciones acumuladas por algún lugar se expresan.

¿Quién en su sano juicio pronosticó un mundo en pandemia como el actual? ¿Quién tenía entre sus ropajes propuestas para mitigar riesgos producidos por una situación inédita en la contemporaneidad de cierres de fronteras? ¿Quién podía prever que la economía del mundo se paralizaría así y caería tanto?

El gobernante accede al gobierno, intenta imponer su agenda –¿sólo depende de su voluntad poder hacerlo?–, pero con suerte podrá ser diestro para manejar y ordenar las demandas que ingresen, y debe saber que la acumulación de demandas insatisfechas son las piezas que más temprano que tarde le harán perder el juego.

Si el gobernante reconoce que en definitiva llegará el momento en que perderá, que no es inmortal, podrá evitar llegar a la base del game over, haciéndole un gambito, ordenando las demandas, ganando tiempo al oxigenarse, cambiando en la continuidad, empezando una nueva partida, quizá con nuevos jugadores.

Visto así, la política es un martirio y acceder al gobierno es como ir al cadalso. Sin embargo, hay esperanza. Para eso es necesario volver a los clásicos y, entre ellos, a Maquiavelo. Para él hay tres conceptos claves para el príncipe: la fortuna, la virtud y la gloria. De ellos, la gloria aparece como recompensa de la virtud, como el premio más excelso, que no sólo se vincula al éxito en el cumplimiento de objetivos, sino que solamente le llega a quien salva a la patria y lo hace con medios benignos. Por lo tanto, la gloria debe ser la aspiración máxima de un gobernante.

La gloria es el sacrificio por la patria, es hacerse cargo de que la patria es el otro, no es la satisfacción de su particularidad individual. Es el mejor premio para un gobernante en su búsqueda del bien común y puede no recaerle al gobernante en particular, sino también ser colectiva, lo que la elevaría aún más. La gloria se desprende de las realizaciones y por ello trasciende al tiempo y a la propia individualidad del jugador-gobernante.

Cuando se piensa la política y la gestión como un juego del Tetris –en donde se sabe que se perderá– claramente lo que motiva es alcanzar la gloria y el honor, no ganarle a otro, no la acumulación, ni siquiera la pelea por la pelea misma.

¿Dónde estaría la gloria en la política y en la gestión gubernamental? Simplemente, nada más y nada menos, en la trascendencia.

 

Pablo Rodríguez Masena es licenciado en Ciencia Política (UBA) y magister en Diseño y Gestión de Programas Sociales (FLACSO).

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