El peronismo: apuntes sobre la revuelta

Finalmente, el peronismo logró poner límites a la lógica de atomización que había disparado su derrota del 2015, ingresando en una dinámica centrípeta que se concretó en una amplia unidad política, se tradujo en victoria electoral y toma democrática del poder.[1] El peronismo pudo construir la unidad que lo arrojó a la cima del poder político argentino. La novedad es que esta construcción, a diferencia de la gestada en el inicio de los gobiernos kirchneristas, se gestó desde el llano y no desde el poder.

El activo central que dio impulso a la unidad peronista fue la gestación de una fórmula presidencial que potenció la competitividad política electoral de su organización. Sin esa capacidad de competencia difícilmente se hubiera atenuado la tendencia divisionista que circulaba en su seno organizativo, pero la posibilidad concreta de esta victoria electoral frente al oficialismo y su inminente recuperación del poder político nacional –ante la dinámica estructural de debilidad progresiva y vertical del oficialismo– actuó como variable fuertemente disciplinadora y modificó la ecuación de segmentación interna por una dinámica de creciente unificación, potenciada por la posibilidad fáctica, altamente razonable, de triunfar en las elecciones generales y recuperar la presidencia de la nación. Si la derrota de 2015 lo anarquizó, la posibilidad concreta de la victoria en el 2019 lo unificó.

La lucha por la conducción, evidenciada en su interior, fue saldada por una estrategia política brillante de inversión sorpresiva de la fórmula presidencial, llevada adelante por quien se mostró como la más lúcida referente de todos los cuadros políticos con aspiraciones de conquista del poder: Cristina Fernández. Tal fue su capacidad estratégica en el arte de la conducción política, que logró revertir la estigmatización estructural y masiva creada sobre su figura por la colusión mediática judicial expresada en Cambiemos, en respeto, aplausos, reconocimiento y admiración.

La reverticalización organizativa del peronismo volvió a centrar en el cuerpo presidencial todas las variables organizativas dispersas en el tiempo de su anarquía. La unidad se dio a nivel político, ideológico y organizativo, reflejándose en un espacio redisciplinado en torno a una idea genérica de orden social alternativo, con nuevos ganadores y perdedores, como se da en todos y cada uno de los órdenes constituidos en el planeta. Un nuevo orden de dominación, democrático y popular.

En esta última etapa política, signada por la posibilidad fáctica de la victoria electoral, el peronismo comenzaba a saldar su crisis organizativa, acompañando la tendencia al cambio en las relaciones de poder que dinamizaban su interior organizativo. La horizontalización de estas relaciones se atenuaba, dando paso a una reverticalización, vertebrada por el ascenso electoral, paulatino pero constante, traccionado desde su cúpula por una fórmula presidencial que reconstruía mediante su inversión política los términos de la conducción organizativa. Frente a la posibilidad fáctica de la victoria, la lucha interna entre sus cuadros se atenuaba y el faccionalismo endémico que caracterizaba a la organización peronista en los tiempos de la derrota se reconvertía en tendencia opuesta, direccionada hacia su unidad.

Gran parte de los cuadros peronistas que tenían aspiraciones de conducción, ante la evidencia progresiva de los hechos, comenzaban a racionalizar la pérdida de sus posibilidades políticas y a jugar tácticas destinadas a sostener y reproyectar sus aspiraciones de poder en torno del nuevo escenario político que se les abría. Sus cálculos ya no miraban el trofeo de acceso a la cúpula de la organización, entendiendo que ese objetivo prácticamente estaba perdido frente a la consolidación y creciente poder electoral de la fórmula presidencial peronista, sino en cómo negociar, frente a la realidad consumada, una dimensión organizativa institucional que les permitiese conservar su poder, reproducirlo, continuarlo y darle proyección, en el contexto de un espacio político que –todo parecía indicarlo– se alistaba para acceder al monopolio de los recursos del Estado Nacional.

El verticalismo clásico del peronismo se acentuaba, reestructurándose desde una fórmula presidencial donde el kirchnerismo emergía como factor de poder principal, pero enmarcado en una relación de colaboración responsable con el candidato presidencial Alberto Fernández. La construcción holística y disciplinada que así se comenzaba a gestar también se unificaba ideológicamente, reestructurando el clásico confrontacionismo kirchnerista por una interpretación de la realidad sellada en la palabra del candidato presidencial, en una dimensión discursiva que –en tono moderado– abogaba por un modelo alternativista, democrático y con fuerte sesgo en el progresismo cultural.

La cultura de la solidaridad, el comunitarismo y la resignificación del concepto de Estado como instancia orientada a fomentar el desarrollo y la asistencia a las víctimas de las políticas de ajuste estructural, conjuntamente con la revalorización de servicios esenciales que impulsen la posibilidad de la movilidad social ascendente, antagonizaban en clave de moderación alternativa con la cultura oficialista de la meritocracia, el esfuerzo individualista y la hipercompetitividad.

Esa mirada ideológica del orden social a preformatear en caso de acceder a la Casa Rosada, bajo mandato popular y democrático, se mostraba sumamente efectiva en su impacto sobre el sentido común y traccionaba votantes indecisos con nivel de vida en retroceso por los recortes económicos de la política oficial. Así, política, organizativamente, cultural e ideológicamente, la fórmula peronista avanzaba dislocando el dispositivo ideológico y político articulado y difundido copiosamente por el relato mediático oficial.

La progresiva consolidación peronista en todas estas dimensiones disparaba el proceso de reverticalización organizativa, a la par de su consistencia y contundencia electoral. Este proceso tenía un alto impacto en la mayoría de los cuadros peronistas que durante los años anteriores habían apostado a la construcción de una conducción alternativa y motorizado la lucha intestina en esta fuerza política. La mayoría de estos cuadros, bajo el peso fáctico de la realidad, dejaban de lado sus aspiraciones alternativistas destinadas a construir un nuevo vértice organizativo, y progresivamente se incluían en la lógica centrípeta que la fórmula presidencial peronista empezaba a desatar en el seno organizativo.

Así, distintos actores peronistas, antes reacios a encolumnarse en un único espacio político que tenía al kirchnerismo como dispositivo centralizador del poder, reveían sus posturas divisionistas, comenzando a reconocer a los candidatos presidenciales de esta fuerza como los conductores que poseían el estatus de autoridades privilegiadas con las cuales negociar espacios de poder que les permitieran garantizar su supervivencia política. Si la crisis organizativa evidenciada en todo el proceso analizado había sido consecuencia directa de la transición desde la verticalización kirchnerista hacia la horizontalización de las relaciones de poder intraorganizativas, el nuevo vuelco, expresado en el cambio que transformaba la horizontalización en verticalización organizativa, indicaba el final de aquella crisis y el inicio de la tendencia hacia su reunificación.

El tiempo de la unidad peronista y la clausura de su balcanización estaba ligado a la dinámica estructural de su historia organizativa que mostraba una vez más –por eso se habla de invariante organizativo– que el disciplinamiento de esta fuerza política se construye a partir de su acceso al poder –o, como en este caso, desde su potencial regreso al poder. Dirimida la pugna por las relaciones de poder internas, consagrada la línea y los cuadros que poseían los recursos para reencauzar la unidad organizativa y, ante la posibilidad concreta de ganar la elección presidencial, el peronismo iniciaba y comenzaba a consolidar su proceso de unidad organizativa, política y doctrinaria o ideológica.

Era en el cuerpo de su fórmula presidencial donde se inscribía la renovada identidad del peronismo que, discursivamente, proyectaría el nuevo orden social al que aspiraba, legitimando, justificando y humanizando sus aspiraciones y lucha por el poder. El peronismo construía así la subjetividad alternativa que le serviría de sustento ideológico cultural sobre el que se asentaría su potencial próxima estadía en el poder político.

Era en la palabra de sus máximos candidatos el lugar donde se oficializaría la interpretación predominante de su identidad doctrinaria, relegando, invisibilizando y colocando en un lugar marginal a todas las demás –otras– interpretaciones alternativas. En el cuerpo dual de su fórmula presidencial se operaba la síntesis y clausura de su identidad. El peronismo era lo que sus máximos referentes candidatos presidenciales decían que era. Por ello, a diferencia de las elecciones de medio término que potenciaron la división peronista –ya que sus distintos cuadros veían en las mismas una oportunidad ideal para dirimir las relaciones de poder en el interior organizativo– las elecciones generales, al perfilar con claridad la posibilidad concreta de la victoria, se transformaban en un activo que promovía la tendencia hacia su unificación. Las cabezas presidenciales del peronismo, bajo el potencial de su triunfo electoral, pasaban a ocupar el vacío cupular abierto tras la transición del poder al llano opositor y desde el sacro lugar de la conducción iniciaban una dinámica de ascendente aglutinación del grueso de sus cuadros.

Paralelamente a este proceso unificador, el peronismo sumaba aliados multisectoriales –sindicatos y multivariedad de organizaciones sociales– coaligando a su histórico alto piso electoral a sectores ciudadanos que le eran esquivos en los tiempos dorados del PRO. El resultado final desatado por este proceso unificador, en términos políticos, fue el ensamble de un esquema global neo movimientista que sintonizaba con su tradición histórica. En la fórmula presidencial peronista se suturaba así un multivariado arco opositor con multiplicidad de demandas insatisfechas que se reflejaban, adquiriendo cuerpo, representatividad y posibilidad de respuesta satisfactoria en la figura cupular que acaudillaba ese movimiento. En el cuerpo presidencial del peronismo se inscribía así el símbolo de la resistencia popular y el proyecto alternativo al neoliberalismo oficial, brindando participación orgánica, representación y respuestas a las multivariadas demandas de justicia e igualdad dispersas en múltiples sectores sociales que, por fin, encontraban la dimensión política para hacer escuchar sus reclamos de construcción de un orden alternativo.

El cuerpo cupular peronista se erigía de esta manera en la dimensión superestructural que definía no sólo la interpretación oficial de su identidad, sino también el sello de representación que daba unidad y síntesis a los reclamos populares dispersos, coagulando una identidad política cultural antagónica con el paradigma conservador. El peronismo se transformaba en la marca política e ideológica que legitimaba, justificaba y humanizaba la cruda batalla democrática por el poder entre el mundo popular y las minorías concentradas de las corporaciones pro mercado.

Las tendencias colaboracionistas que nacieron al calor de su confrontación intestina se habían anulado por la ascendente dinámica electoral, sostenida en un antagonismo sin el ritmo confrontacionista y frontal clásico del kirchnerismo, sino en el de una moderación con capacidad de expresar un modelo alternativista, con respeto del adversario, pero con firmeza en sus líneas de diferenciación en cuanto al modelo de sociedad a construir. Ese antagonismo enraizado en la dimensión democrática, que hacía culto del diálogo y la moderación, al tiempo que cosechaba apoyos electorales en alza y lo ponía de cara a la victoria política, daba cuerpo a la consolidación de una remozada identidad colectiva, menos confrontativa, pero claramente alternativa y popular.

La consagración de la unidad peronista quebraba la estrategia oficialista orientada a mantener su división, como condición política para dar continuidad a su estadía en el poder. Los recursos que el oficialismo había destinado a sostener la división opositora –recursos tanto materiales como simbólicos que el oficialismo monopolizaba bajo control estatal– carecían del efecto divisionista que poseían en su tiempo dorado, frente al indetenible ascenso de la lógica unitaria a la que se abrazaba la oposición, en un contexto electoral que cambiaba incertidumbre por certeza en sus resultados. Todas las variables políticas, ideológicas y culturales con las que el oficialismo había construido su predominio político saltaban por los aires, frente a la crisis vertical en la cual ingresó la Argentina a partir de la aplicación y la profundización de las recetas neoliberales.

El gobierno nacional retrocedía en todos los frentes: sus medidas económicas disparaban el malestar social, su ideología meritocrática entraba en una pugna en la que era superada por el ascenso en el sentido común, de la cultura de la solidaridad y la república liberal era duramente cuestionada desde la dimensión social de la democracia, en tanto que, políticamente, su estrategia de división del peronismo era anulada por la ascendente lógica de su unidad.

El peronismo, así, maduraba su victoria frente al repliegue agresivo y estigmatizante de una política oficialista que se había quedado sin rumbo. En este proceso de reestructuración interna con que el peronismo empezaba a suturar el círculo de su unidad organizativa, también se cerraba la brecha vinculante entre el vacío abierto en su cúpula con la crisis de identidad, ya que, como se dijo, la emergente identidad que consolidaba el peronismo pasaba a tener una única interpretación oficializada desde su cuerpo cupular, en la medida que se instituía de facto como su conducción.

El cambio organizativo experimentado por el peronismo revertía en su totalidad la ecuación que marcaba su crisis organizativa, esto es, aquella que vinculaba el vacío de su conducción con la balcanización política y su crisis de identidad, dando lugar a la pugna intestina entre distintos peronismos. Aquella ecuación ahora giraba hacia su reverso, acompañando el ritmo del proceso unificador, la ocupación política de su conducción, montada sobre el éxito electoral cristalizado en la fórmula presidencial, generaba un efecto de reverticalización que trastocaba su balcanización en unidad política y en una identidad compartida por todos –o la gran mayoría– de sus cuadros organizativos.

Su unidad era unidad organizativa, política e ideológica, que emergía del control de la variable principal que disparaba el efecto unificador en todos los niveles enunciados: su conducción. La reestructuración de su histórico principio organizativo –la conducción– expresaba el final de su crisis orgánica, política y de identidad. Era el final de la pugna por la conducción que había abierto el ciclo de la crisis organizativa, experimentada por el peronismo en su etapa opositora.

En definitiva, tal como se ha argumentado en numerosos pasajes destinados a indagar en las claves de la dinámica organizativa del peronismo, al finalizar la pugna por su conducción –esto es, al surgir una referencia cupular legitimada por mayoría electoral y reconocida como tal por las distintas líneas internas que conforman la organización peronista– desde ella se pasó a garantizar las tres tareas esenciales que hacen a la unidad de esta fuerza política: arbitrar y ordenar los conflictos internos, sostener su unidad política y oficializar la identidad de la organización.

El peronismo ponía fin a su crisis organizativa cabalgando sobre las masas que, democráticamente, accionaron la llave que le abrió las puertas de la victoria. Si la usencia de conducción explicaba su crisis, la ocupación de ese espacio vacío pasaba a ser una variable central desde la cual se comprendía su unidad. Así, la conducción cumplía la función de variable independiente –causa o antecedente– desde la cual se modificaban las variables dependientes, efectos o consecuentes: organización, política e identidad. La modificación de la primera variable generaba la modificación de las restantes.

El vacío de conducción se llenaba a partir de la transición que experimentaba el peronismo desde el llano hacia el poder. Esto le abría la posibilidad de acceso al control monopólico de los recursos materiales e ideológicos del Estado nacional y es a partir de la distribución selectiva de esos recursos que el peronismo cambiaría su lógica de horizontalización de las relaciones de poder en su interior organizativo, por una nueva lógica de verticalización y disciplinamiento interno. El conflicto que circulaba en su interior y que lo dividía, dando lugar a la existencia de distintos peronismos en pugna por su legitimación, ahora trasladaría su eje hacia el exterior, formateando un antagonismo central entre un único peronismo que se aprestaba democráticamente a tomar el poder, y un oficialismo que, tras su inminente derrota, debía reformularse política, organizativa y culturalmente para sostener su supervivencia con vistas a reemprender la batalla por su vuelta al poder.

Las cuestiones estructurales internas que, durante toda esta etapa, habían sellado la división peronista –básicamente a partir de su vacío cupular– vinculadas con su transición del poder al llano y potenciadas por el estímulo externo impulsado por la estrategia de construcción de poder político de Cambiemos y su ingeniería jurídica-comunicacional, se disolvían al ritmo de la posibilidad creciente de su triunfo electoral y su doble efecto, de unidad interna y de neutralización de la amenaza externa cristalizada en la anulación de la estrategia del adversario oficialista.

El final de la crisis organizativa del peronismo, expresada en la creciente dinámica de su unidad, le quitó al macrismo una de sus dimensiones centrales con las que había articulado gran parte de la ingeniería política e ideológica para asegurar su permanencia, reproducción y continuidad en el poder. Así, el oficialismo estaba herido en su centro neurálgico. Las dos dimensiones con las cuales buscó sostener su lógica de dominación –la balcanización opositora y la expansión de su consenso social, montado sobre un sofisticado artefacto de poder jurídico-comunicacional– se derrumbaban progresivamente, frente al anudamiento de tres dimensiones centrales: la estrepitosa caída económica, la unificación peronista y la expansión de una nueva subjetividad social que antagonizaba exitosamente con la oficial, sellando el final de su predominio político.

La lógica en la que se asentaba el predominio del PRO, esto es, a mayor fragmentación del peronismo, mayor cohesión y fortaleza organizativa del oficialismo, se derrumbaba frente al avance de la dinámica unificadora del peronismo y su creciente acumulación electoral.

Podríamos decir que existieron dos instancias estructurales que dispararon la apertura de la lógica unificadora del peronismo: una fue el fracaso terminal de la política económica oficial y, cabalgando sobre ella, la certidumbre creciente de la posibilidad de alternancia política ante un escenario electoral adverso para el gobierno.

La tercera cuestión, es que, frente a este escenario, en la pugna interna abierta en el peronismo entre moderados –o colaboracionistas– y rebeldes –o confrontacionistas–, el kirchnerismo ganaba la partida, posicionándose como principal contendiente electoral. Sobre este entretejido de fondo, el kirchnerismo construyó política estratégica para romper la atomización interna y gestar la dinámica que dio apertura al avance de la lógica unitaria, al construir una fórmula presidencial que, mediante el corrimiento de Cristina Fernández hacia la vicepresidencia nacional, gestó las condiciones estructurales para disipar el quiebre experimentado en el seno organizativo y reconciliar posiciones tanto al interior del peronismo como en el exterior social. El resto fue un tránsito relativamente previsible hacia la victoria, sobre un escenario político regado profusamente por las víctimas inocentes del experimento espantoso construido en el laboratorio neoliberal. El peronismo escalaba así, democráticamente, hacia la cumbre del poder político, cabalgando sobre la injusticia inherente al paradigma oficialista. Su explotación estructural había creado las condiciones que engendraron el envión que impulsó la victoria opositora.

Pero a esas condiciones estructurales el peronismo las llenó de política. Sin ella, la alternancia hubiese sido sólo una ilusión. El sector peronista proclive a la colaboración con el gobierno nacional había desaparecido al calor de la lógica de unidad opositora. El oficialismo se quedaba sin ese sector, al cual premiaba y reivindicaba y que le era funcional a su estrategia divisionista. Por ello su discurso de final de campaña se metamorfoseó, pasando a castigar al peronismo in totum, bajo la fraseología, ya carente de impacto electoral, de hacerlo responsable de las miserias históricas de la Argentina.

Ahora el lenguaje del peronismo y su interpretación respecto a su origen, pasado, presente y porvenir había clausurado su polémica interna y la oficialización del relato ideológico y doctrinario se vinculaba con su unidad política, articulándose directamente con la necesidad de conquista del poder.

La nueva conducción peronista también se había impuesto en la lucha por el dominio del significado de las palabras, transformándose en la dadora de su identidad. Esta identidad estaría destinada a mantener su persistencia durante el ciclo de su permanencia en el poder y sólo la apertura de un nuevo tiempo de crisis organizativa impulsaría el reinicio de la crisis identitaria. La expectativa concreta de su victoria electoral había labrado una nueva geografía en el mapa interno del peronismo, disparando una tendencia centrípeta que realineaba a toda su tropa de oficiales y soldados en torno al recentramiento establecido en su fórmula presidencial y reconstruyendo una nueva mayoría opositora que lo direccionaba hacia la conquista del poder político argentino.

El kirchnerismo había logrado desequilibrar a su favor las relaciones de poder en el interior del peronismo y, en función de esa nueva correlación de fuerzas, salió del laberinto que el macrismo le construyó. Sobre ese escenario, asumió la responsabilidad de sumar a gran parte de los cuadros que habían intentado gestar construcciones alternativas, a partir de su jugada de ajedrez de corrimiento al segundo puesto de la fórmula presidencial. El macrismo potenció esta dinámica centrípeta en la que ingresó el peronismo, con la caída libre experimentada en su gestión. En este contexto favorable, el kirchnerismo negoció porciones de su poder, reformulando su postura y aceptando en parte las demandas expresadas por los cuadros que, en el pasado, se habían negado a encuadrarse en un espacio unificado. La capacidad política de la conducción estratégica del kirchnerismo estuvo así a la altura de las circunstancias, posibilitando la alquimia que consagró la unidad política y gestando las condiciones necesarias para garantizar su victoria electoral. Ese tránsito exitoso hacia el poder amalgamó las filas en el interior organizativo del peronismo e inyectó un clima de armonía, modificando su desorden interno. El sistema de solidaridades internas se reactivó, dando lugar a la emergencia de una dinámica organizativa cohesionante, enmarcada en una fuerza política reverticalizada y redisciplinada en torno a sus principales candidatos y con mensaje único, replicado en la multiplicidad de sus cuadros y cohesionando su unidad, tanto política como ideológica. Así, su victoria dejaba de ser una utopía, presentándose como posibilidad concreta que estaba al alcance de la mano.

Las condiciones de base para ese salto hacia el poder estaban dadas. El oficialismo sufría un pronunciado deterioro, minimizando su consenso social. El peronismo había dado una vuelta de campana en su estrategia política y electoral que lo ponía de cara a la victoria. Esta reorientación de la ofensiva peronista se reconocía en la apertura expresada por el kirchnerismo respecto de sus anteriores rivales internos y en una extensión aliancista del peronismo hacia organizaciones y movimientos sociales encuadrados dentro de un dispositivo político que daba respuestas a sus demandas insatisfechas.

Apertura interna, diálogo, pragmatismo, atenuación de la lógica confrontacionista, acentuación de la moderación y el elemento sorpresa, son todas herramientas de conducción política que el kirchnerismo como factor de poder central del peronismo articuló a la perfección, dando una clase magistral de política frente a los técnicos desangelados del marketing, frente a los publicistas que creían que en el reino de las noticias y la mediatización podían vender –como a una lata de tomates– a candidatos pulcros que flotaban inmaculados sobre el lodo de la política. A todos ellos y a los poderes concentrados, una vez más, el peronismo y la política, con su mezcla de barro y estiércol, como decía Perón, les dio la lección de sus vidas. Una vieja y eterna pedagogía de la conducción, sellada a fuego en su mítica y larga historia.

La tozuda permanencia del peronismo daba por tierra los pronósticos siempre fallidos de sus históricos enemigos, que vaticinaron sin suerte su desaparición. Surfeando sobre la cresta de la oleada multitudinaria desparramada en las calles de la república, sus candidatos saludaban el festejo de las masas que gozaban la revuelta de la victoria. Ese goce popular contrastaba con el duelo de los poderosos, aquellos que se habían quedado sin el apoteótico funeral con el que soñaban su despedida. Sus llantos se ahogaban bajo el espesor de aquella eterna reencarnación. Para ellos, lo incomprensible había de nuevo sucedido. Mientras, sus lágrimas se recortaban en la figura de la ciudad alborotada por la marea morena: aquella ciudad y aquel país construido por la cultura racista, a imagen y semejanza de la Europa blanca que simbolizaba el progreso. El mestizaje danzaba por las calles, al ritmo del incomprensible sentimiento maldito que volvía, extendiendo su mancha infinita. Sobre aquel país burgués.

 

Daniel Arzadun es doctor en Ciencias Políticas, docente universitario y escritor.

[1] Este artículo forma parte de un estudio más amplio –que seguramente tendrá formato de libro en el transcurso del presente año 2020– sobre la evolución organizativa del peronismo durante su etapa opositora iniciada con el triunfo de Cambiemos en la elección presidencial del 2015 y concluida con su victoria en los comicios del 2019.

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