Breve aporte para un debate nacional y justicialista

“A mis compatriotas: treinta años de lucha pública por el país, en el pensamiento, la acción y la reflexión, me han suscitado la convicción de que nuestra Argentina necesita definir y escribir un Proyecto Nacional. Este Proyecto tiene que ser verdaderamente ‘nacional’, vale decir: realizado por el país” (Juan Perón).[1]

 

Hoy el análisis de la coyuntura política nos interpela e invita a una introspección personal y colectiva.[2] Las palabras de grandes pensadores nacionales como Arturo Jauretche, Juan José Hernández Arregui o Ramón Doll –tres vertientes distintas del pensamiento nacional– nos han demostrado que una nación que no puede confiar en sus intelectuales tampoco puede confiar en sí misma. La realidad que vive nuestra estructura cultural lo confirma.

Para comenzar, no puedo dejar de buscar en nuestra historia momentos similares al actual, donde la desorganización política y social impidió exigir unánimemente a las clases dirigentes la imperiosa necesidad de pensar una política nacional.

La crisis mundial actual ha transformado el modelo civilizatorio y político. El liberalismo y la globalización habían destruido las bases de lo nacional, desmantelando no solo el Estado como institución y herramienta de gestión popular, sino también el modelo civilizacional que había logrado el peronismo. Tal vez, quien lea estas líneas se pregunte si es necesario hablar de partidismo, cuando lo que intentamos analizar son discrepancias y problemáticas urgentes, para posteriormente ensayar la construcción de un debate que permita retomar la grandeza nacional y alcanzar la felicidad de nuestros pueblos: la historia ha demostrado que lo nacional ha sido el eje de las políticas de Juan Domingo Perón en sus tres mandatos, y ningún otro mandatario del siglo pasado lo ha podido imitar. Por ende, peronismo y desarrollo nacional se encuentran vinculados, no solo por aciertos de nuestro movimiento, sino también por desinterés del arco político e intelectual no peronista.

 

Situación actual

No se pretende aquí hacer un diagnóstico exhaustivo, imposible para cualquier mortal: solo intentaré expresar puntos urgentes que aportarían a organizar la política, la militancia y la comunidad para encontrar el rumbo hacia el desarrollo material y espiritual de nuestro país. Lo dividiré, con el objeto de lograr cierta claridad, pero deben entenderse como procesos simultáneos y concatenados. En la primera parte describiré cuestiones filosófico-políticas que han modificado el modelo civilizatorio a nivel mundial desde la caída de la Unión Soviética, con el objeto de evidenciar cómo se han perdido valores y se han dejado de reivindicar causas nacionales y populares, para perseguir espejismos que nos dejan en calles sin salida. En la segunda parte abordaré las posibles causas que provocan ciertas divisiones dentro del peronismo relativas a la gestión pública, la conducción política y la concepción doctrinaria, que limitan energías y cierta coherencia para responder satisfactoriamente a problemas urgentes que demanda el pueblo argentino. Por último, intentaré caracterizar al antiperonismo como una filosofía de vida que toma carácter de destino manifiesto, impidiendo toda posibilidad de consenso, al menos en principio, para alcanzar los objetivos propuestos.

 

Liberalismo y pensamiento nacional 

El mundo occidental está siendo dominado por una ideología defendida por los países centrales para imponer sus políticas imperialistas, debilitando la soberanía y la identidad de los pueblos. Desde que Inglaterra tomó la decisión política de desarrollar un capitalismo nacional por medio del proteccionismo económico y la pena de muerte –logrando así dejar de proveer materia prima a los Países Bajos para crear las condiciones necesarias para la industrialización, una decisión de un Estado que brindó recursos y dirigió la producción para su futuro– se convirtió en la fábrica del mundo, y defendió ese rol dentro de la división internacional del trabajo por medio del liberalismo económico. Con la biblia del imperio –La riqueza de las naciones– colonizó culturalmente a los países más débiles. Esta ideología, actualizada, es la misma que nos mantiene aletargados en la actualidad. Tan vieja es la causa que Juan Alberdi, analizando los gobiernos liberales de Mitre, Sarmiento y Avellaneda, escribía: “Los liberales argentinos son amantes platónicos de una deidad que no han visto ni conocen. Ser libre, para ellos, no consiste en gobernarse a sí mismos, sino en gobernar a los otros. La posesión del gobierno: he ahí toda su libertad. El monopolio del gobierno: he ahí todo su liberalismo. El liberalismo como hábito de respetar el disentimiento de los otros es algo que no cabe en la cabeza de un liberal argentino. El disidente es enemigo; la disidencia de opinión es guerra, hostilidad, que autoriza la represión y la muerte”.

Esta ideología fue puesta en crisis durante la Guerra Fría. La Unión Soviética y el comunismo obligaban a Estados Unidos a promover cierta política de bienestar que permitió una industrialización, principalmente liviana, en los países latinoamericanos, y consecuentemente el surgimiento de movimientos obreros y sindicales. En el caso particular de la Argentina, este proceso había tenido su experiencia original a partir del Justicialismo y la Tercera Posición: una revolución con características propias que sigue vigente en los deseos y las acciones de muchas y muchos militantes.

Luego de la caída del comunismo soviético, el liberalismo quedó sin rival. El culto al capital y a la especulación financiera en grupos internacionales reducidos se sostiene a costa del hambre y la dominación cultural de los pueblos. Si bien las herramientas más sólidas han sido creadas al finalizar la Segunda Guerra Mundial: la Organización de Naciones Unidas (ONU), la Organización de Estados Americanos (OEA), el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) o la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) no será hasta los años 90 que muestren su costado más inhumano, al punto de alterar el modelo civilizatorio: los valores, las tradiciones, las culturas y las maneras de vincularse con los otros. No solo debemos entonces debatir la manera de hacer frente al internacionalismo y las leyes supranacionales que nos han arrebatado la soberanía y la industrialización en nombre de los derechos personales en su carácter liberal, la Justicia Internacional y la defensa antiterrorista, sino que debemos volver a los principios y los valores del Justicialismo.

El liberalismo impone una agenda política por medio de la ONU y sus satélites locales: las organizaciones no gubernamentales, las fundaciones sin fines de lucro y las minorías fragmentarias y radicalizadas que hacen culto a los derechos individuales por sobre los colectivos, intentando imponer una perspectiva sectorial sobre la población. En general, los derechos que se reivindican no dejan de ser pertinentes, pero claramente no son prioritarios y mucho menos nodales. La ideología liberal tiene su propio vocabulario, además del inclusivo: el pueblo pasó a ser la suma de individualidades, y los derechos personales se imponen frente al derecho comunitario y provocan una constante presión donde difícilmente exista acuerdo. El aborto, la diversidad, la sexualidad, son debates que no se pueden separar de lo personal: el liberalismo primero los impone y luego los confronta con las tradiciones occidentales y cristianas. Estamos jugando a la rayuela, pero sin el casillero de llegada.

El pensamiento nacional ha desarrollado obras y escritos valiosos que no debemos dejar en repisas olvidadas de alguna biblioteca barrial: es fundamental y pertinente volver a autores antiimperialistas que defendían causas nacionales y ejercían con compromiso y solidaridad el rol de intelectuales nacionales. El historiador Fermín Chávez decía: “Las crisis argentinas son primero ontológicas, después éticas, políticas, epistemológicas, y recién, por último, económicas”.

Debemos recuperar palabras tan simbólicas y representativas como la soberanía política, la independencia económica y la justicia social. No debemos dejar de pensar la política como la posibilidad de trasformación y creación, para que la felicidad del pueblo sea una opción realista y posible. Nos merecemos todo lo que alguna vez supimos disfrutar.[3]

 

El movimiento y sus concepciones

El expresidente Néstor Kirchner expresó que les decían kirchneristas para bajarles el precio. Sin embargo, en reiteradas oportunidades afirmó convencido que era peronista, al igual que su compañera, la exmandataria y actual vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernández. Este es uno de los puntos que representa un obstáculo en el entendimiento entre militantes, e incluso entre dirigentes y funcionarias y funcionarios públicos. Existe una diferencia conceptual, de metodología y de acción entre peronistas y kirchneristas. Algo que es lógico, pero que muchas y muchos lo utilizan para crear mayor rispidez. A río revuelto, ganancia de la derecha.

Plantear las características de cada categoría no tiene como objetivo ocasionar mayores desencuentros, sino visualizar el origen de acaloradas conversaciones entre militantes. Deben ser comprendidos a partir del contexto nacional e internacional, y a partir de allí registrar los valores para decidir cuál será nuestra propuesta de política nacional. Si todas y todos nos pensamos como trabajadoras y trabajadores, no puede haber grandes discrepancias.

No existen dudas de que la “dueña” de la mayoría de los votos y la conductora del movimiento peronista-kirchnerista es Cristina Fernández. Pero en su persona se depositan expectativas diferentes, de manera similar a lo que sucedía en los años 70 con Perón: las y los peronistas formados antes de la revolución cubana buscaban mayoritariamente un capitalismo nacional, mientras que las y los jóvenes adherentes y admiradores de los barbudos anhelaban un socialismo revolucionario. Ambos depositaban en Juan Perón sendas esperanzas:[4] era un estadista fuera de serie que encontraba en la persuasión el equilibrio entre la competencia capitalista y el monopolio estatal, la justa armonía del justicialismo.

Peronistas y kirchneristas provienen hoy de experiencias de vida diferentes, que condicionan sus expectativas. Los primeros portan la vivencia de una patria industrializada, con control del comercio exterior y de la banca, pleno empleo y justicia social; mientras que las y los kirchneristas vivieron más intensamente la poscrisis de 2001, con un modelo de Estado populista, de asistencia, movimientos sociales y de desocupados, donde participan generaciones que no han podido vivir con un salario digno, obra social o vivienda propia, resultado de un proceso que comenzó en 1955 con la destrucción de la política nacional peronista, desmantelando una política internacional latinoamericana y aniquilando la noción de pueblo y solidaridad, que dio paso a la dictadura genocida y al neoliberalismo.

El kirchnerismo encontró un Estado devastado en 2003 y en 2019, sin recursos y endeudado, con un pueblo hambriento, desesperanzado y agobiado. En ese marco, sin embargo, se logró a partir de 2003 una mayor redistribución ingresos y riqueza y se mejoró considerablemente la vida de las argentinas y los argentinos, con la intervención del Estado en la economía con el objetivo de mantener un salario que garantizara el consumo y la dinámica económica. La estructura del comercio exterior condicionó el paso de un Estado asistencialista a uno promotor de la economía nacional y soberana, y el sujeto consumidor nunca pasó plenamente a la categoría de trabajador.

Por otro lado, hay diferencias entre peronistas y kirchneristas en su relación con la “sociedad civil”, en tanto existe una estructura cultural que agita y profundiza los contrastes entre quienes tienen un empleo asalariado y quienes reciben el beneficio de asignaciones o “programas sociales”. Según esa estructura, se promueve que los primeros crean que mantienen a los segundos, pese a que ambos sufren las consecuencias del mismo proceso de desindustrialización y especulación financiera. La grandeza del país y la felicidad del pueblo argentino son dos objetivos esenciales que deben guiar nuestro pensamiento y acción. Partiendo de ellos, podremos construir con unanimidad conceptual, para hacer lo que la mayoría decida.

 

El antiperonismo

El liberalismo impuesto por los países centrales siempre ha tenido una lógica racional, estratégica y adaptada a las características del territorio y la población a la que quería saquear. Así ha encontrado en nuestro territorio Ceos que lo representaran, como en la época de los empréstitos de la Baring y la ley de enfiteusis encontraron a Bernardino Rivadavia; o la idea de civilización y barbarie de Sarmiento; o las “inversiones inglesas” y la deuda externa de Mitre que fueron defendidas explícitamente por intelectuales desde La Nación; o el sistema educativo iluminista que transmitió un fuerte rechazo a lo nativo, inculcando lo extranjero como lo civilizado y poniendo la cultura y la sabiduría ancestrales indígenas o al gaucho como la barbarie; o el uso del poder político para sancionar leyes xenófobas, explotando a trabajadores, trabajadoras y sus familias y persiguiendo judicialmente a dirigentes: “la previa” del lawfare.

La manera liberar de imponer su política ha sido siempre la violencia, esa que sufrió Manuel Dorrego por sus ideas confederadas y la defensa de los más humildes; que calificó de tirano a Juan Manuel de Rosas por defender los intereses nacionales frente al imperialismo anglofrancés; que defendió el neocolonialismo económico de la oligarquía terrateniente, develado con documentos por Scalabrini Ortiz; la traición a la patria de sectores de las Fuerzas Armadas que cumplieron órdenes de estancieros y dueños de La Forestal para matar a sangre fría a trabajadores; que bombardeó la Plaza de Mayo repleta de civiles para matar al presidente; o que festejó el cáncer. Ejemplos existen de sobra, y quedan registrados en la historia y la memoria de los pueblos.

En 1955 lograron consolidar una identidad desde lo negativo y lo emocional: serán antiperonistas y destilarán odio por todo lo relativo al peronismo. Todo lo que antes estaba disperso y era repudiado por la oligarquía se resumió en una palabra: así se entiende el poder que tenemos y el rol histórico que nos queda por asumir. La fuerza de las bestias fue utilizada por quienes no lograban llegar a sus metas por vías constitucionales, democráticas y con el aval del pueblo. Se hicieron antiperonistas, que era lo mismo que ser antinacionales, y con la revolución peronista entendieron que su enemigo es el pueblo –y en esa concepción abarcan judíos, inmigrantes, “cabecitas”, marxistas, sindicalistas, etcétera. A partir del Plan CONINTES (Conmoción Interna del Estado) se institucionalizó la persecución del Estado contra el pueblo: el enemigo es interno. Con el Proceso también atacaron la estructura económica: la ley de entidades financieras de 1977 llevó a la destrucción productiva y pasamos de una economía en función de lo nacional a la liberalización y la especulación financiera. Así, tal vez es posible observar y comprender la frialdad con que gobiernan. Ese es su destino: acumulación de capital y destrucción del pueblo. Los antiperonistas solo hablan de democracia, pero no pueden ejercerla, siempre apelan a la fuerza.

 

A modo de cierre

Ante esta descripción resta ver de qué forma podemos aportar al debate para organizar el movimiento y la comunidad, marcar prioridades y encontrar acuerdos para alcanzar un modelo de país industrializado que permita retomar el control soberano y establecer una base de políticas relativas a un bienestar de la población que sea respetado como piedra fundamental. Perón proponía reestablecer los valores humanistas de nuestra doctrina. Exponía la necesidad de persistir en ese principio de justicia para recuperar el sentido de la vida y para devolver al ser humano su valor absoluto. El liberalismo arrebató el espíritu, el ser, ha mercantilizado hasta la ética. Hoy todo tiene un valor de mercado, y la política se rige por intereses materiales, dejando olvidado el valor trascendental de la vida. Poco se piensa en estrategias a largo plazo para lograr sustentabilidad, autoabastecimiento y capacidad de ahorro a nivel nacional. El mundo debe salir de una etapa egoísta y pensar más en las necesidades y las esperanzas de la comunidad. Se debe comenzar por la política y luego trasformar la economía.

Un segundo punto a debatir será la organización: han fragmentado los lazos que nos mantenían unidos. “Los pueblos que carecen de organización pueden ser sometidos a cualquier tiranía. Nuestro modelo político propone el ideal no utópico de realizar dos tareas permanentes: acercar la realidad al ideal y revisar la validez de ese ideal para mantenerlo abierto a la realidad del futuro”. También debemos volver a poner como objetivo la liberación nacional. El regionalismo es fundamental para nuestro continente. El retorno a la Unión de Naciones del Sur es clave. Ningún país logrará la liberación desde el aislamiento.

Cuando se habla de democracia social, se entiende una forma de gobierno que permita ejercer la soberanía, que promueva el bien común por medio del desarrollo industrial y la justa distribución de recursos. Es orgánica, porque necesariamente el éxito dependerá de mantener organizada la comunidad: allí confluyen todos los grupos políticos, sociales y económicos. Esta heterogeneidad debe ponerse en marcha sosteniendo una ética nacional y una ética social que superen la individual. Será necesario introducir nuevos valores si deseamos un modelo civilizacional profundamente humanista, donde lo social prime por sobre lo individual, lo acumulativo y lo foráneo.

Dentro del movimiento, debemos volver a restituir la proclama de los Derechos del Trabajador de 1947. Esto implicará no solamente empleo, sino alcanzar los tres pilares del peronismo. Garantizando esto no habrá disputas entre quienes trabajan en blanco y en negro, ni con quienes creer estar manteniendo a los movimientos sociales. Se debe comprender que la justicia social no es únicamente un salario de subsistencia. Se requiere una justicia distributiva, fiscal y social. Si nos encaminamos a una democracia social es imperioso derribar las estructuras culturales, epistémicas, jurídicas y financieras que sostienen al liberalismo. No será posible destinar inversión a la producción si el sector más rico del país evade y elude sin ninguna pena judicial y provoca corridas bancarias que repercuten directa o indirectamente en la economía interna.

El año 2000 nos encontró dominados. Hace casi medio siglo que el liberalismo nos convirtió en colonia. Según Perón: “No tengo dudas que éste es un momento crucial de nuestra patria: o profundizamos las coincidencias para emprender la formidable empresa de edificar una gran nación, o continuamos paralizados en una absurda intolerancia que nos conducirá a una definitiva frustración”.

 

[1] Esas fueron palabras pronunciadas el 1 de mayo de 1974 por el presidente Juan Domingo Perón al presentar el Modelo Argentino para el Proyecto Nacional. Luego de 18 años de exilio, persecución, proscripción y muerte, retomaba el arte de conducir y gobernar.

[2] Es necesario advertirle al lector o lectora que estas palabras son una síntesis de horas de diálogo compartido con grandes compañeros, compañeras, militantes, trabajadoras y trabajadores de la educación y dirigentes políticos y sindicales. Así como nadie se realiza si el otro no lo hace, nada que se escriba desde la individualidad tendrá llegada al pueblo. Por eso, me permito agradecer el valioso aporte de quien fuera mi formador en el Profesorado de Historia en tierras echeverrianas y que me comparte a diario sus años de militancia y su sabiduría popular, el compañero Fernando González, militante de tiempos en que los conflictos se resolvían lejos del consenso.

[3] Cuando los liberales hacen campaña con la “alegría”, la estructura cultural del coloniaje lo festeja, pero si lo hacen las y los peronistas, se la asocia con la vagancia.

[4] Para los primeros, el “viejo” metía por medio de Héctor Cámpora a marxistas leninistas en el gobierno, mientras que los socialistas cantaban “¿Qué pasa General, que está lleno de gorilas el gobierno popular?”. El peronismo originario había sido revolucionario por múltiples causas, entre otras: en un mundo bipolar, el ministro Bramuglia dijo en la ONU que la Argentina era independiente y planteaba la Tercera Posición, sostenida a partir de una concepción de la defensa nacional y la soberanía que aportaban al desarrollo industrial; el gabinete peronista se negó a firmar tratados internacionales y se negó a ingresar a organismos económicos internacionales; la Constitución de 1949, sancionada tres meses después que la Declaración de Derechos Humanos de la ONU, forma parte fundamental del proyecto soberano e independiente, mientras la Declaración es liberal y posee rasgos colonialistas. Desde 1946 hasta 1955 el trabajo había sido generador de riquezas y la justicia distributiva era la base del desarrollo económico, cultural y militar. La felicidad era parte de la justicia social y la defensa soberana del territorio, y su garantía, la independencia económica.

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