Las juventudes mexicanas ante los retos de la covidianidad

“Ser joven y no ser revolucionario, es una contradicción hasta biológica” (Salvador Allende, 1972).

Las juventudes en México –la población entre 12 y 29 años, de acuerdo con la definición del Instituto Mexicano de la Juventud (1999)– se han enfrentado de diversas maneras a la pandemia ocasionada por la COVID-19. No importa si se estuviese al inicio o al final de este momento autónomo de la vida, los retos se materializan de diversas maneras y escalas: algunos de ellos enclavados en las desigualdades de clase, otros vinculados a los problemas que acarrea la escuela en tanto institución social, y unos más desarrollados en el mundo virtual y su apropiación. De esta manera, clase social, escuela e Internet se convierten en variables que han tenido una mayor influencia en las juventudes de México durante este contexto pandémico, por lo que su análisis integrado adquiere relevancia, dada la complejidad del panorama generado por la pandemia. Así, reconocer las interrelaciones entre estos tres elementos permite describir aquellos problemas que han evidenciado, mediante su digitalización, que las juventudes en el país siguen viviendo condiciones adversas y de vulnerabilidad para su desarrollo integral y digno. El presente trabajo establece algunas reflexiones sobre las juventudes mexicanas, particularmente aquellas que se encuentran en el nivel universitario, para mostrar de qué manera las tres variables antes mencionadas han afectado el quehacer estudiantil de quienes permanentemente cargan la idea-responsabilidad de ser ‘el futuro del país’.

En este sentido, hablar sobre y desde las juventudes mexicanas implica reconocerles su potencialidad de enunciación, por lo que la articulación discursiva de este trabajo descansa en la sistematización de las experiencias (Rodríguez-Jiménez y Pérez Jacinto, 2017). Este recurso metodológico permite reivindicar la experiencia como elemento generador de conocimiento, dado que, al ser la vivencia situada del sujeto, su sistematización y consecuente análisis permite (re)construir un contexto específico desde su mirada. A partir de este método es posible retomar “los fenómenos sociales desde la propia perspectiva de los actores sociales, dando paso a la construcción y comprensión de la realidad desde la importancia y los significados que los participantes le otorgan” (Mera, 2019: 100).

Lo anterior ha implicado la recolección de datos sobre las juventudes mexicanas, notas periodísticas alrededor de los problemas a los que han enfrentado con la digitalización del proceso enseñanza-aprendizaje, así como la vinculación teórica que se ha hecho alrededor de esta categoría analítica. Finalmente, el objetivo de este ensayo es visibilizar que este sector poblacional se enfrenta a contextos complejos per se, pero con la mutación de la vida cotidiana por los efectos del COVI-19 la ahora covidianidad (Reguillo, 2020) ha profundizado estas desigualdades, creado otras y ampliado nuevas perspectivas para su análisis.

 

Desarrollo

El estudio de las juventudes en México tiene inicios en la década de los años ochenta del siglo pasado debido a “la incidencia de los grupos juveniles urbano-populares en la sociedad” (Becerra, 2015: 67). Esta irrupción empírica y analítica derivó en relevantes estudios sobre cómo entender la juventud más allá de lógicas biológicas, y definir ese periodo-momento también como un complejo proceso social donde, más que ser una transición entre la infancia y la adultez, posee una autonomía con tintes transformadores-revolucionarios, dado que allí se forman, emergen y refuerzan identidades, prácticas e imaginarios sociales.

La relevancia de esta área construida desde las ciencias sociales y humanas ha dado como resultado un amplio abanico de estudios que analizan categorías de clase, etnia y género (Urteaga, 2010), con resultados fundamentales para entender cómo la juventud también posee espacios de vulnerabilidad dentro de la sociedad y cuál es su papel presente y futuro. Es por ello que en este trabajo se abordan tres factores que han cobrado mayor relevancia en las juventudes mexicanas durante la covidianidad: clase social, escuela e Internet, que se analizan a continuación.

 

De clases (sociales) en las juventudes

La noción de clase no sólo atañe al momento en que se da el proceso de enseñanza-aprendizaje, sino que tiene un carácter fundamentalmente económico, social y cultural. De hecho, las clases sociales están inscritas en las biografías de las juventudes, de tal manera que son “una experiencia común, emergente de condiciones de existencia compartidas, que se expresa en prácticas, sentidos, e incluso emociones que modelan, desde temprana edad, la vida cotidiana” (Saraví, 2018: 17). Por ello, la clase social como categoría adquiere relevancia, dado que se manifiesta en las juventudes de diferentes maneras, aunque la mayoría de las veces lo hace a través de desigualdades y asimetrías en el proceso educativo. Este cúmulo de experiencias y vivencias situadas permite evidenciar diferencias sutiles y visibles entre la comunidad estudiantil, a pesar de compartir un mismo espacio escolar.

Si bien la escuela como institución y espacio de desarrollo-formación educativa reducía de manera constante estas asimetrías de clase entre sus estudiantes al proporcionales recursos y herramientas para su quehacer estudiantil, lo cierto es que las bibliotecas, salas de cómputo, áreas de estudio e Internet gratuito dentro de las instalaciones, entre otros servicios, se vieron restringidos cuando la pandemia obligó a deslocalizar el proceso de enseñanza-aprendizaje. De esta manera, el ritual educativo sufrió cambios estructurales a partir de pandemia, evidenciando las desigualdades de clase que se reflejaban en las juventudes que intentaban, ahora desde sus propios contextos, mantener el ritmo de la formación en el espacio virtual. La digitalización de la educación universitaria, por ejemplo, encontró obstáculos entre las comunidades estudiantiles, ya que mudar de formato requería obligatoriamente dos recursos sine qua non para su operación: un dispositivo electrónico –computadora, laptop o tablet y, en el caso extremo, un celular de media o alta gama– y una conexión para acceder al mundo digital.

Eso significó un reto dentro de las economías familiares, ya que para 2019 sólo el 44,3% de los hogares en el país poseían computadora y el 56,4% de las viviendas a nivel nacional contaban con conexión a Internet (INEGI, 2019). Es, fue y sigue siendo un reto por la inversión que han realizado algunas familias para que las y los jóvenes continúen su cotidianidad estudiantil. Sin embargo, esto se hizo más complejo porque el confinamiento realizó una parálisis económica (Berardi, 2020) que en muchos casos no sólo perjudicó el desarrollo de actividades sociales, sino el propio ingreso económico de las familias mexicanas. Este contexto adverso a nivel económico tuvo efectos en aquellas juventudes que sólo estudiaban –45,4% del total nacional– y más aún en el 11% que estudian y trabajan, según los datos de la Encuesta de Jóvenes en México (Fundación SM y Observatorio de Juventud en Iberoamérica, 2019). Así, pedir comprensión a las y los docentes ante este contexto se convirtió el pan de cada día para una cantidad relevante de jóvenes.

Sin embargo, la escuela siguió su estrategia convergente. Algunas universidades implementaron programas de apoyo para solventar temporalmente este nuevo contexto (Jiménez, 2020), mientras que otras dejaron que las asimetrías de clase se volvieran los criterios para continuar con la formación educativa, los trámites administrativos y el propio funcionamiento escolar. Por tanto, las condiciones de clase dentro de las juventudes en el proceso educativo tuvieron, quizás, el mayor efecto: las tragedias de la vida cotidiana pasaron a estar fundamentadas en las desigualdades estructurales de la sociedad. El problema ya no era tomar el transporte a temprana hora para poder llegar a tiempo a la clase, sino la constante impotencia de no poder acceder a la plataforma donde se llevaba a cabo la enseñanza del tema debido a la mala conexión de Internet, al estado del dispositivo por el cual se conectaba, o simplemente porque ante el nuevo contexto las juventudes priorizaron el apoyo a sus respectivas familias.

¿Pero qué cambios sufrieron las universidades dentro de sus procesos de enseñanza-aprendizaje? ¿De qué manera se digitalizaron las aulas? Y más aún: ¿qué prácticas fueron evidenciadas en la infinitud de la red?

 

Universidades: nuevos formatos, viejas prácticas y novedosas intervenciones

De los primeros estudios sobre la escuela en tanto aparato ideológico del Estado (Althusser, 2007) o como parte de las instituciones sociales que producen y reproducen las desigualdades de clase (Bourdieu y Passeron, 1996) es posible rescatar la idea de que las universidades son un espacio autónomo donde se llevan a cabo procesos de socialización específicos, además de existir relaciones asimétricas de poder con tintes particulares: la más relevante de ellas es la vinculación entre docentes y estudiantes.

Esta autonomía territorial y operativa se vio trastocada por su irrupción en el espacio digital. De hecho, al continuar las clases en Internet, éstas adquirieron un carácter público más profundo, al grado de permitir que las juventudes pudieran establecer mecanismos de denuncia hacia las prácticas misóginas (El Siglo de Torreón, 2020), de acoso (Chavarría, 2020; Rodríguez, 2020) y maltratos (El Financiero, 2020) que recibían de parte de los docentes o de sus compañeros y compañeras dentro de las aulas. Esto tuvo una mayor visibilidad, no sólo por la deslocalización de la práctica educativa, sino por el affordance social (Bucher y Heldmond, 2018) de los estudiantes para utilizar las plataformas y trascender su lógica operativa y funcional, así como la ‘desventaja’ técnica-operativa que poseían algunos docentes… el contexto pandémico no desplazó las demandas estudiantiles legítimas que realizan en y fuera de las universidades.

Por tanto, intentar replicar ex profeso la desigualdad operativa permitida o tolerada en el espacio escolar fue un error que estos y estas docentes pagaron con su credibilidad y puestos de trabajo. Al no considerar los cambios alrededor del nuevo entorno, el profesorado dejó de lado los potenciales efectos que podrían tener sus prácticas, que dentro del aula eran permitidas por las asimetrías de poder en la relación profesor-estudiante, pero que en la esfera digital se difuminaron a un vínculo usuario-usuario, donde uno, cualquiera que sea, puede trasladar un hecho que allí acontece a la esfera pública con mayor rapidez y con un impacto multiescalar.

En otras palabras, el cambio en la relación asimétrica entre los individuos involucrados en la práctica educativa se debe a que “la red es la única cuota de poder efectivo que los jóvenes experimentan” (Winocur, 2006: 562). Es la inmersión permanente que las juventudes tienen en Internet lo que las vuelve operadoras con mayores capacidades para poder enfrentar las hostiles prácticas que se llevan a cabo en su segundo espacio con mayor pertenencia: la universidad. Por tanto, en este espacio-no-físico (García Calderón y Olmedo Neri, 2019) los estudiantes no sólo se vuelven operadores, sino también diseñadores paralelos a la propia práctica educativa.

Esta participación hace un profundo cambio en la forma de entender la educación en el espacio digital, ya que si bien “la cultura institucional [en la Universidad] se encuentra plagada de contenciones, disciplinamientos y dispositivos que vienen de antaño y que sancionan y excluyen las diferencias en busca de la sumisión de los jóvenes” (Suárez, 2010: 91), lo cierto es que en este nuevo contexto las comunidades estudiantiles también se volvieron capacitadoras técnicas para los y las docentes, mismos que ante el abrupto cambio de formato sucumbieron ante ‘la magia del hombre blanco’. Así, el espacio virtual adquiere en esta articulación analítica una predominancia, dado que se encuentra tanto a nivel económico como educativo, por lo que su abordaje es necesario para comprender cómo es que las juventudes están enfrentando la covidianidad, cuando Internet se vuelve el centro de casi todas sus actividades, desbordando su tiempo y exigiendo una permanente actividad online.

 

Internet: juventudes convergentes

Como se ha visto, Internet en tanto espacio encuentra vinculación con la vida real de diferentes maneras. Sea a través de su vinculación económica y técnica para ingresar a las plataformas digitales, o como lugar donde se llevan actividades que antes se realizaban en menor medida allí –como la educación–, queda claro que el mundo digital “se ha consolidado globalmente en la sociedad a partir de su incesante incorporación a prácticas sociales y culturales producidas y reproducidas por los individuos en su vida cotidiana” (Olmedo Neri, 2020: 29). Si bien la pandemia aceleró la convergencia de algunas actividades, resulta necesario acotar que este espacio ya estaba siendo apropiado por las nuevas generaciones. Esta incorporación no es casual o atípica, por el contrario, “las nuevas tecnologías inauguran otro tipo de socialidad que se disemina silenciosa e irreversiblemente entre las juventudes” (Medina, 2010: 157).

Son las juventudes quienes han establecido un vínculo fuerte con la tecnología e Internet. Por ello, no sólo replican en el espacio digital sus redes sociales –amigos, amigas y familia, por ejemplo–, sino que las amplían al trascender las limitantes geográficas de la socialización en el mundo real. También utilizan este lugar como un recurso en el que su self (Papacharissi, 2011) adquiere un tinte convergente, donde su identidad y sociabilidad consiguen una independencia relativa a la vigilancia familiar o de grupos específicos. Todo esto se ve trastocado con el confinamiento provocado por el COVID-19, ya que con las clases en línea los y las estudiantes no sólo incrementaron su tiempo de conexión, sino que también ocurrió una redistribución del tiempo sobre las actividades que allí desarrollaban. Estar en línea ya no sólo era para utilizar el tiempo de ocio en las redes sociodigitales como Facebook, Twitter, Instagram o TikTok: con la covidianidad tuvieron que llevar al espacio digital otras actividades, como la organización de actividades grupales –exposiciones– o incrementar el tiempo destinado a actividades que ya realizaban, como la lectura y la búsqueda de artículos o libros para sus tareas. En algunos casos extremos, las juventudes se vieron ‘sofocadas’ por el avasallamiento y la explotación de su vinculación con Internet y las redes sociodigitales: atender los correos del profesor x, participar en el grupo de Facebook de la materia y, responder el cuestionario del curso z en Webex, organizar una exposición por WhatsApp, rastrear libros en buscadores como Google, y estudiar para el examen n, tener cinco cuentas registradas para poder acceder a las plataformas que cada docente utiliza en su materia: Zoom, Teams, Google Meet, Webex, Moodle, BlackBoard… Todo lo anterior implicó que la fascinación por el mundo virtual pronto acarreará problemas psicosomáticos en las y los estudiantes de las universidades.

Así, este cambio aparentemente imperceptible en realidad ha traído efectos particulares en la forma de ser y vivir la experiencia estudiantil, de los cuales el estrés ha sido el que más repercusiones ha dejado en las juventudes universitarias mexicanas. De acuerdo con Lilia González (2020), “el estrés puede ser positivo para mantener un equilibrio frente a los desafíos del entorno. Cuando es intenso y prolongado en el tiempo puede tener consecuencias graves a largo plazo”. Si bien el estrés es parte constante de la vida estudiantil, particularmente a nivel superior y posgrado, lo cierto es que existían otras prácticas que disminuían dicha sensación: la convivencia con compañeras y compañeros de clase, o la independencia de actuar en la escuela libre de la vigilancia de los padres y las madres. Las prácticas de socialización propias de las juventudes mexicanas se vieron reducidas, prácticamente prohibidas, fusionando el estrés con el confinamiento. Esta mezcla de presión educativa y tensión colectivamente compartida por la pandemia ha provocado una serie de transformaciones en el imaginario estudiantil, que va desde la sensación de ‘no aprender’, hasta reducir el proceso de enseñanza-aprendizaje a ‘un vaivén de entrega-recepción de trabajos’, llegando incluso a desmotivarse por el contexto y desertando el semestre o el año escolar.

Esta pérdida de motivaciones se profundiza con los problemas identificados en apartados anteriores: la limitante técnica-conectiva para continuar la educación en línea, sumada a la reproducción de vejaciones por parte de docentes o estudiantes, hace plausible que las juventudes no sólo se desanimen, sino que se frustren por el contexto pandémico. De allí que dejen de ver Internet y la escuela como espacios para el entretenimiento y la formación educativa y los resignifiquen como espacios de explotación, con nula capacidad de intervención y como constantes generadoras de estrés que contribuyen a la incertidumbre característica de las nuevas generaciones en particular, y de la sociedad en general (Millé, 2017).

Finalmente, esta convergencia de retos que inician en el espacio real concreto y que se fusionan con otros más en el mundo online permite confirmar la relevancia de este análisis integral, mostrando la complejidad del contexto en el que las juventudes se desarrollan en esta covidianidad. La vida cotidiana en tiempos de pandemia no sólo ha significado un cambio en la forma de llevar a cabo sus actividades diarias, sino que ha obligado a las juventudes a atender nuevos retos personales, familiares, educativos, económicos y culturales que antes no estaban dentro del entorno vivido.

 

Conclusión

A lo largo de este trabajo se ha realizado un proceso de reflexión que descansa en las experiencias vividas por las juventudes universitarias mexicanas ante los efectos de la pandemia del COVID-19. El análisis realizado sobre las consecuencias de la covidianidad a nivel de clase social, procesos educativos y apropiación tecnológica por parte de las juventudes ha mostrado que sus efectos, más que reproducirse de manera aislada, se han fusionado para mantenerse, replicarse en Internet y profundizar sus secuelas sobre ese sector poblacional.

De esta manera, la pandemia no sólo evidenció los retos implícitos del traslado de la práctica educativa al espacio digital, sino que mostró las interrelaciones existentes entre clases sociales, las universidades como institución y la Internet como nuevo espacio para la socialización. Un sector de las juventudes tuvo que lidiar –y sigue lidiando– por poseer un dispositivo tecnológico y una conexión para poder continuar su educación. La aparente digitalización de las clases educativas no supuso la reconfiguración de prácticas desarrolladas en las aulas y fundadas en la relación asimétrica de poder entre docentes y estudiantes, pero sí incrementó la posibilidad de denunciar dichas prácticas en la esfera pública, generando indignación digital con acciones materializadas alrededor de profesores y profesoras que no entendieron el nuevo contexto en el que se desarrollaban.

De esta manera, la vinculación de las juventudes con las nuevas tecnologías e Internet ha servido para la reconfiguración del propio proceso de enseñanza, volviéndolas parte medular del proceso temporal de asimilación, pero también ha significado un cambio particular en las actividades y el tiempo destinado a ellas en el espacio virtual. Su mayor fortaleza ha sido, paradójicamente, su mayor problema, porque la reconfiguración abrupta del uso que le daban al espacio digital ha generado en este sector poblacional problemas emocionales, físicos y simbólicos sobre su ser y estar en sociedad y en la escuela. En este sentido, queda claro que las juventudes no sólo se desarrollan en ambientes hostiles y con un alto grado de vulnerabilidad, sino que son ellas quienes enfrentan mayores retos en su día a día. Por un lado, son el futuro del país, pero no se les toma en cuenta: sus ideas y posiciones son minimizadas por la mirada adulta que intenta someter su creatividad y utopías. Por otro lado, son quienes en este contexto se han visto afectados no sólo a nivel económico, educativo y tecnológico, sino también emocional, profesional e individualmente. Por ende, más que exigir, es necesario entender la situación compleja en la que se encuentran en este momento.

Finalmente, y a pesar de este contexto, es necesario advertir que existe una cierta esperanza, la cual yace en la renuencia característica de las juventudes a aceptar el statu quo en la sociedad, por más temporal o adverso que éste sea. Su resiliencia a condiciones estructurales y operativas se debe justamente a la esperanza que está inserta en su propia capacidad de (trans)formar la sociedad, por lo que aún con todo este escenario contradictorio, hostil e incierto, estas nuevas generaciones persisten en realizar lo propio desde sus trincheras para materializar sus utopías. Continúan día a día haciendo lo posible por transformar el mundo para el bien común… Por tanto, aun en la covidianidad, creer en las juventudes mexicanas sigue siendo un acto subversivo, ya que en ellas se mantiene la esencia de lo que son: el futuro –revolucionario– de este país.

 

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Raúl Anthony Olmedo Neri es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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