¿Abya Yala-Nuestra América o América Latina-Latinoamérica? Un cruce de diversidad cultural y racial

No se tiene muchas veces clara idea de la diversidad de culturas que atraviesan la identidad latinoamericana. Se puede comenzar por la “justificación” geopolítica-histórica que determinó que llamemos a este continente como “América”, término al que se la agrega la palabra “Latina” con la idea de establecer nuestra raíz de ese origen. Lo mismo ocurre cuando decimos “Latinoamérica”. En ambos casos, ya implica una toma de posición claramente eurocéntrica, en igual medida que el llamado “indigenismo” que pretende hacernos regresar a los Incas o los Aztecas de hace 500 años. Una y otra posición nos hacen “híbridos”, estériles. Por el contrario, pensar nuestra identidad como el fruto de una “fusión” de culturas nos hará fértiles, únicas y únicos frente a la inevitable globalización y al imparable desarrollo de la ciencia y la tecnología.

Cuando hablamos de “cultura” americana o latinoamericana nos referimos a la multiplicidad de culturas que a la vez la conforman, integran, enriquecen y se amalgaman. A la mano tenemos la opción que ofreció el filósofo y antropólogo argentino Günter Rodolfo Kusch, quien se refería al continente como “Nuestra América” o “Abya Yala”, la denominación que hacen diversos pueblos indígenas. La cultura kuna sostiene que ha habido cuatro etapas históricas en la tierra, y a cada una corresponde un nombre distinto de la tierra conocida mucho después como América: Kualagum Yala, Tagargun Yala, Tinya Yala, Abya Yala. El último nombre significa: territorio salvado, y en sentido extenso también puede significar tierra madura, “tierra de sangre”. Abya Yala se compone de “Abe” –“sangre”– y “Ala”, que es como un territorio que viene de la Madre Grande.

Cuando se habla de culturas “indígenas” y al mismo tiempo de “interculturalidad”, ambas formas están atravesadas por un enfoque eurocéntrico. Ese esquema de exposición es como un velo que no permite ver correctamente el problema. Es necesario correrlo para intentar una mirada sin preconceptos ideológicos.

 

La modernidad y la supuesta centralidad de Europa

Para Hegel, la América no era la creada por los pueblos originarios, porque ya se habían producido la mayoría de las independencias en este continente, y también estaba en marcha la Revolución Industrial en Europa. El triunfo de este proceso que desató todas las energías capitalistas le hace creer a Hegel que Europa está en el centro del mundo. Desconoce a Moctezuma y a Cuauhtémoc, y a aztecas, mayas, incas, entre otras culturas nativas de estas tierras. Pero tampoco sabe de Bolívar, San Martín u O’Higgins, sus contemporáneos. Una mirada parecida tendría Carlos Marx sobre América. Lo notable es verificar en Hegel una ignorancia extensísima sobre el hecho americano. Cuando proclama que lo americano no forma parte de la historia universal, corta de un tajo las relaciones que han podido existir entre los dos hemisferios a partir de la penetración europea, que comienza en cuanto Colón abre el camino en 1492, fecha que históricamente da comienzo a la modernidad, según la interpretación de diversas fuentes e historiadores.

En efecto, la modernidad comienza con la llegada de Colón a estas tierras, pero entonces Europa no era el centro, más bien era la periferia del mundo. Incluso, según el filósofo argentino Enrique Dussel, ni siquiera lo era en el comienzo de la revolución industrial. Dussel dice, por ejemplo, que China en 1870 producía más acero que Estados Unidos, para ejemplificar el poder que ya poseía ese inmenso país asiático. Más aún, afirma que fueron los chinos quienes descubrieron el acero en el siglo II, y habrían sido quienes permitieron la instalación de ese producto estratégico, tanto en Inglaterra como en Estados Unidos. Su propósito apunta a rehacer la historia de una manera contraria al eurocentrismo imperante. Parece increíble, pues estamos imbuidos de una historia contada desde categorías europeas. China habría descubierto el papel en el siglo IV y la imprenta en VIII, mucho antes que en Europa. Dussel dice que un legado chino llegó a Florencia en 1434 en forma de una colección de libros que desarrollaban temas referidos a la tecnología militar, tecnología agrícola y astronomía, entre otras cosas. Leonardo Da Vinci solo habría sido un simple “copiador” de libros chinos. ¿El Renacimiento fue originado en China? No parece ser un tema de fe, sino de documentos históricos que pueden dar vuelta la historia. Desde esta “revolucionaria” visión, la supuesta “centralidad” europea en la historia mundial comienza hace no más de 140 años. Antes estaban en el centro China e India. ¿Se trata de un delirio de Dussel?

 

América latina, extremo oriente del extremo oriente

En nuestro esquema de aprendizaje tenemos “internalizada” una manera de entender la historia y la filosofía. Por ejemplo, se enseña historia o filosofía “antiguas”, y con ello se hace referencia a la Grecia antigua y a los romanos. Hemos estudiado en este esquema, con los matices de cada institución. ¿De dónde surge ese esquema? De Europa. Ellos indican cómo aprender historia y filosofía: ellos son el centro, claramente, basta ver los mapas mundiales o los textos. Nos dicen que la filosofía nació en Grecia con los presocráticos; toda la escolástica que nos hacen tragar de la edad “media”… ¿Media de qué? Luego, la “modernidad”: Descartes, Spinoza, Kant, Hegel y compañía. Este esquema lo venimos repitiendo hace 500 años. ¿No es hora de intentar una mirada distinta?

A América siempre la estudiamos en el contexto del llamado “descubrimiento” de Colón, lo cual constituye por lo menos un insulto al origen y al desarrollo de los pueblos de estas regiones. Si vemos en el mapa a este continente en el lugar que le corresponde, cercano a ese extremo oriente, comprobaremos cómo pudo haber sido influenciado por las culturas orientales, mucho antes que la europea. La centralidad en realidad estuvo en el mar de la India o el Pacífico, y en China, que parece clave para romper nuestro eurocentrismo oxidado, sea de izquierda o de derecha, y que nos impide ver nuestra identidad, no como un “híbrido”, sino como esa persona nueva, vital y fértil, atravesada por innumerables culturas. No somos indígenas, no somos europeos. Quizás necesitamos hacer un esfuerzo mayor para saber quiénes somos, impidiendo que nos vendan con nuevas recetas las viejas leyendas de los propios europeos, cuyo único fin fue –y en algún sentido sigue siendo– someternos a sus dictados.

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