Héctor Masnatta: hombre de Estado durante cinco décadas

En diciembre de 2001, días antes de la crisis, Héctor Masnatta, a través de su hija Marcela, mi amiga de los turbulentos años setenta, me envió un breve texto sobre los “piqueteros”, el fenómeno emergente en los años noventa que pedía análisis y legitimación. Luego no mantuve el contacto, y supe que Héctor falleció en el verano de 2007. Tampoco supe si había publicado este texto.

Nunca es tarde para recordarlo ahora, en medio de la nueva visibilidad de los movimientos sociales y la economía popular. Masnatta era un constitucionalista y civilista, nacido en 1921 en La Plata, recibido en 1946 en la universidad de esa ciudad, con actividad docente allí y en la UBA, llegando a la función pública recién después del golpe de 1955 en la Fiscalía del Estado de la Provincia de Buenos Aires y el Ministerio de Trabajo.

Luego, vinculado inicialmente al radicalismo –fue asesor del Ministerio de Educación entre 1963 y 1966–, en los años setenta se vuelca al peronismo, con influencias claves, “por abajo”, de su hija –que en esos años escribía artículos militantes sobre Economía con seudónimo– y, “por arriba”, del Bebe Righi, que había sido su alumno. El presidente Cámpora lo designó como miembro de la nueva Corte Suprema, que tendría destacado papel en ese breve gobierno –siguiendo a Pino Solanas, en su libro El legado, pienso que fue el último gran gobierno justicialista. Hay que leer también El último Perón. Cuarenta años después, de Daniel Garín, editorial Dunken, 2014.

De su participación en la Corte quedan dos hitos: uno es el acompañamiento del caso Swift-Deltec instalado por el juez Salvador María Losada en 1971 –qué bueno sería entrevistarlo en el cincuenta aniversario– que era una verdadera piedra de toque sobre la responsabilidad de los grupos económicos multinacionales; el otro es el caso Ford, para lo cual, según contó, tuvo que ponerse a estudiar tributación.

El golpe cívico-militar de 1976 rápidamente nombró una nueva Corte –el 5 de abril, casi tan rápido como la anulación de facto de un tercio de la Ley de Contrato de Trabajo. Masnatta contaba que en los días previos había ido a su oficina y no lo habían dejado entrar.

Desde 1983 no se fue más del Estado, siempre en articulaciones peronistas-radicales, justificando así el título de esta nota: fue miembro del equipo que preparaba una reforma constitucional antes de Semana Santa de 1987; asesor de Antonio Cafiero en la gobernación bonaerense; presidente de la Auditoría General de la Nación y convencional constituyente con Menem, de quien había sido abogado personal en los ochenta; embajador en Italia; director del proceso arbitral en el conflicto Argentina-Paraguay por Yacyretá; y, finalmente, director por el Estado en YPF. Incluso Masnatta fue considerado como candidato a reingresar a la Corte en los cuatro ciclos políticos, incluyendo 2004.

Para los laboralistas, Masnatta atrae en particular por el tema Swift-Deltec, en cuanto estaba en juego la responsabilidad de los grupos económicos como empleadores. Pero también porque se dedicó al tema en su juventud, escribiendo dos libros –quisiera saber si alguien los tiene–: El contrato atípico y La autocontratación. Le haremos un homenaje en RELATS, de lo cual esta nota es a la vez un adelanto y una convocatoria.

Héctor Masnatta se autodefinió en un reportaje, un año antes de morir: compartía la perspectiva de Arturo Sampay sobre que un jurista es quien aprecia qué dirección llevan las corrientes contemporáneas del pensamiento y cómo actúan los grupos de la población interesados en instaurar la justicia y los que se oponen a ella para conservar sus privilegios. Agregaba que había asumido siempre el riesgo de aplicar esa perspectiva a su comportamiento. El artículo que sigue es un ejemplo de esta actitud, en las últimas etapas de su vida.

 

La cotización de los derechos humanos y el uso del dominio público, por Héctor Masnatta (2001)

“Trabajar, ¿en dónde? Extender la mano pidiendo al que pasa limosna, ¿por qué?” (Pan, tango de Celedonio Flores, 1932).

El artículo 20 de la Constitución Nacional permite distinguir entre derechos civiles y políticos. Entre los primeros están el derecho a la vida (artículo 29), a trabajar (14), al seguro social obligatorio, jubilaciones y pensiones móviles y acceso a una vivienda digna (14 bis). La reforma de 1994 amplió el catálogo de dos maneras: por un lado, incluyó derechos de protección especial para mujeres, niños, ancianos, discapacitados e indígenas (artículo 75 incisos 17 y 23). Por otro lado, al constitucionalizar diversos tratados con jerarquía superior a las leyes (artículo 75 inciso 22) dio plaza a los derechos que emergían de ellos. El artículo 6 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos incorporó explícitamente el derecho a la vida como inherente a la persona humana; y por el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales se reconoce el derecho a trabajar, que comprende que cada persona tenga la oportunidad de ganarse la vida mediante un trabajo (artículo 6); el artículo 11 inciso establece el derecho a un nivel de vida para todo individuo y su familia, incluyendo alimentación, vestido y vivienda adecuada, y a una mejora continua de las condiciones de existencia; su inciso 3 reconoce el derecho de toda persona a estar protegida contra el hambre. Estos y otros derechos sociales no son, como dicen voces intencionadas, un catálogo de ilusiones, sino pretensiones jurídicas sustanciales y emanación de la justicia social, con el mismo rango que los derechos individuales y merecedores de la misma tutela.

La nueva Constitución, sin descartar su función garantizadora de los primeros, consagró cláusulas y principios respecto a las relaciones económicas y sociales, a los instrumentos para las transformaciones y al desarrollo productivo. Léase el inciso 18 del artículo 75: “Proveer lo conducente al desarrollo humano, al progreso económico con justicia social, a la productividad de la economía nacional, a la generación de empleo, a la formación profesional de los trabajadores, a la defensa del valor de la moneda, a la investigación y al desarrollo científico y tecnológico, su difusión y aprovechamiento”. No se ha escuchado, en los abundantes paneles que analizaron los acontecimientos [de 2001: cortes de calles y rutas, ocupación de lugares públicos] que jurista alguno se hiciera cargo de la incidencia que pudieran tener los eventuales derechos de los “piqueteros”. Sí, en cambio, pudieron oírse llamados a actuar por los derechos de circulación violados, incluso reclamando la aplicación del Código Penal.

Conviene, a veces, repasar nociones olvidadas. En Roma, entre las cosas fuera del comercio figuraban las cosas afectadas al uso de todos los ciudadanos –res públicas– como calles y plazas. Este rasgo se mantuvo: tales cosas pasaron a formar el dominio público, caracterizado por estar destinado directa e inmediatamente a una colectividad dada. De eso –su destino– resulta el carácter dominial que tiene como elemento esencial el fin. Cuando el Código Civil argentino se ocupa del dominio público reconoce que se le atribuye al pueblo, no al Estado. Las personas particulares tienen el uso y el goce –jus utendi– pero están sujetas a sus disposiciones y a las ordenanzas generales o locales (Corte Suprema, Fallos 30-443).

Podría parecer poético que un sujeto heterogéneo, desplazado del taller –en el que los clásicos del socialismo vieran la matriz de la solidaridad– recupera como ámbito de organización las res públicas, inicialmente territorio de su protesta. Hombres, mujeres y niños, con creciente responsabilidad por un orden propio que se dan y que mantienen, repristinan el ejercicio de un viejo derecho y paulatinamente lo compatibilizan con el derecho de los demás al uso del mismo dominio público –por ejemplo, ocupando media calzada para que circulen vehículos.

Los tratados que hemos citado, junto a la declaración de los derechos mencionados, contienen la obligación de los Estados –parte en promoverlos y tutelarlos. La inacción ante los compromisos hace para los derechohabientes una pretensión jurídica, relación de derecho público a obtener la actividad de esos Estados. En la experiencia reciente, la metodología ha implicado, indudablemente, la afectación de otro derecho constitucional: el derecho de locomoción de terceros. Hay aquí, claramente, un conflicto entre derechos humanos. Para quienes –como nuestra Corte Suprema en “Cuello” (Fallos, 255.193)– se aprenderán todas las normas constitucionales como del mismo nivel, el conflicto se resuelve con la armonización. Pero si la cohabitación no es posible –verbigracia, “Portullo”: pugna entre la libertad de cultos y el servicio militar– se dará cabida a la preferencia a través de una interpretación sistemática.

Para quienes pensamos que no todos los derechos humanos tienen la misma valoración –el derecho a la vida, que da sustento a los demás, es fundante y superior– cada caso debe resolverse atendiendo a las concretas situaciones de especie, sin pagar tributo a premisas genéricas.

Quienes privilegian el sesgo liberal darán –han dado– primacía a los derechos individuales que expresan los corolarios del capitalismo tout court. Quienes adhieren a las orientaciones sociales serán tributarios de los derechos que encargan las pretensiones de solidaridad política, económica y social, con anclaje en el capitalismo maduro. Pero ninguno deberá olvidar que incluso el Código Penal liberal admite el hurto famélico, que el tango escrito en la década infame ejemplifica con aterradora actualidad.

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