Este odio maldito

“Este odio maldito / que llevo en las venas / me amarga la vida / como una condena. El mal que me han hecho / es herida abierta / que inunda mi pecho / de rabia y de hiel. (…) Dios quiera que un día / la encuentre en la vida / llorando vencida / su triste pasado / para echarle encima / todo este desprecio / que ensucia mi pecho / de amargo rencor” (Rencor, tango de Luis César Amadori, 1932).

Hay sectores de la sociedad argentina que todavía no pudieron digerir el resultado de las elecciones de 2019. Antes de 2015 desayunaban odio leyendo los diarios, almorzaban odio con las redes sociales, merendaban odio al escuchar la radio y cenaban odio con los noticieros. Estaban absolutamente convencidos de que al país le iba mal, aunque a ellos les fuera bien. Luego de 2015 se sintieron temporariamente eufóricos, pero lentamente fueron descubriendo que todo ese odio acumulado sirvió para que cuatro vivos se llevaran los dólares y reventaran la economía: al país le iba bien, a ellos les iba mal. En buena medida ya lo olvidaron. Y jamás aceptaron que fueron burdamente manipulados.

Para aliviar su conciencia desventurada tuvieron y tienen siempre a mano al culpable de todo, que los exime de revisar su propia responsabilidad en cada desastre. Un chivo expiatorio que va cambiando de formas con el tiempo, pero que en perspectiva histórica se resume en un solo nombre: peronismo.[1] Luego de 2019, en lugar de revisar el sentido de su viejo rencor, estos sectores decidieron cultivarlo murmurando bajito, esperando su revancha. Claramente lo llevan mal. Las ganas de putear les salen por los siete orificios. Su meticulosa educación en la distinguida amabilidad tiene ese límite: no pueden disimular que los consume el odio. Su actitud ante la pandemia lo demostró largamente.

Hace unas semanas creyeron encontrar cierto resarcimiento en el alegato de un fiscal que sobreactuó para ocultar que no había encontrado pruebas que vincularan a CFK con los hechos que investigaba. El peronismo rápidamente reconoció el olor de la situación y reaccionó. Era alarmante el parecido con violencias del pasado lejano, pero también del pasado reciente. Entre estos últimos: la absurda destitución de Dilma y la descarada proscripción de Lula en Brasil; o la increíble prisión durante tres meses y medio del excandidato a vicepresidente Carlos Zannini por “traición a la patria” a fines de 2017. A esto se suma el hartazgo de la militancia ante vejaciones que sufre diariamente a manos de la policía en distritos gobernados por el antiperonismo. Una policía que –reflejando el perfil de clase de los sectores odiadores– cada vez oculta menos su tolerancia con las amenazas y las agresiones contra peronistas, y que reprime cada día más visiblemente expresiones políticas pacíficas del peronismo. Todo esto, esparcido sobre un delicioso colchón de acusaciones genéricas sobre la dictadura populista en una amplia mayoría de los ámbitos académicos e ilustrados. Todo normal.

Aunque no siempre lo sepan, los odiadores tienen su conducción discursiva en los maestros en inventar ingeniosos laberintos argumentales. Por ejemplo, según ellos, CFK debería demostrar que no condujo una asociación ilícita. Lo dicen abiertamente: la acusación ya fue hecha, ahora ella debe demostrar su inocencia. Más allá de que con esto se vulneran principios elementales del Derecho Penal, me interesa acá remarcar de qué manera esto se transmite a la opinión pública. Al no haber pruebas, la acusación es incierta, y por lo tanto no se puede demostrar su falsedad, porque una de las reglas de la lógica es que no se puede demostrar lo que no se es. Yo no puedo demostrar que no soy un asesino. Nadie puede. Lo que sí puedo es probar que no maté a tal persona tal día y en tal lugar. La trampa es demasiado obvia. Los maestros sofistas lo saben y a los odiadores no les importa. Todo suma. Como suma también sospechar por sistema de todo lo que ocurra en torno a un dirigente peronista, como el caso del intento de asesinato contra Cristina. Hasta causan ternura los pedidos de ciertos compañeros y compañeras que reclaman responsabilidad ante las consecuencias que esto tiene para la democracia: ¿alguna vez les importó la democracia a los odiadores?[2]

El 12 de septiembre se cumplen cien años del nacimiento de Antonio Cafiero. Quienes fuimos sus contemporáneos sabemos que durante décadas fue fundamental para el peronismo y para todos los partidos políticos argentinos. Reconocemos el valor de sus ideas sobre la democracia o la unidad latinoamericana, o su vocación por la unidad del peronismo. Pero no siempre somos suficientemente conscientes de hasta qué punto nos influyó su obstinada voluntad por mejorar los debates políticos.

Esta revista reconoce en él a una de sus principales fuentes de inspiración. De hecho, su nombre proviene de ese legado, y va en su homenaje este número en particular, con textos que generosamente enviaron algunas personas que lo conocieron.[3] Nos mueve la necesidad de hacer aportes para enriquecer el debate político, mirando hacia el futuro. Queremos ayudar a que el peronismo pueda construir nuevos acuerdos y legitimidades. Tenemos la convicción de que debemos salir de la trampa del odio que impide que podamos debatir qué país queremos, qué política queremos, qué sociedad queremos, qué vida queremos.

La espiral de odio y violencia obstaculiza la construcción de un país mejor. Hace varias décadas, buena parte de la sociedad argentina entendió que el odio mata personas, pero que también destruye la posibilidad de construir naciones justas, libres y soberanas. Esto último va en creciente retroceso: los límites acerca de lo que no se discute se vienen derribando mes a mes. Cada disparate lanzado por ciertos dirigentes es un atentado contra el sentido común y una regresión para la posibilidad de debatir sobre lo que realmente importa.

Hoy nos preocupa ver que están en riesgo los límites respecto a la violencia en democracia, en particular los que preservan la vida de las personas. No alcanza con condenar formalmente los hechos. Hacen falta gestos concretos,[4] como el de Antonio Cafiero en el balcón de la Casa Rosada en Semana Santa de 1987: dejó de lado viejos rencores, pero sobre todo no especuló respecto a si le convenía hacerlo. De hecho, hay quienes sostienen que pagó muy caro el gesto. Puede ser, pero la democracia estaba en riesgo. Sin democracia, él y todos lo habríamos pagado muchísimo más caro.

 

Notas

[1] Aclaro por las dudas que de ninguna manera estoy postulando que el antiperonismo tenga el monopolio del odio, ni tampoco que el peronismo sea o haya sido la única fuerza política odiada en la Argentina. Pero hay muchas diferencias: por ejemplo, en quiénes incitan ese odio, porque hay una enorme distancia entre las expresiones espontáneas de militantes en la calle o en redes sociales, y las declaraciones meditadas y coacheadas de las y los principales dirigentes de un partido político o de periodistas en medios masivos de comunicación. Otro ejemplo: Antonio Cafiero alguna vez afirmó que –al menos hasta 1970– en general las acciones violentas de los peronistas iban más contra los símbolos del antiperonismo, mientras que los antiperonistas atacaban directamente a las personas. No sigo, no porque no tenga más diferencias para enumerar, sino porque no es el tema principal de este texto. En su momento dedicamos a este tema varios artículos de un número de Movimiento: entre otros, de Ernesto Villanueva, Julieta Gaztañaga, Pablo Belardinelli, Marcos Domínguez, Roberto Follari, Juan Pedro Denaday, Rodrigo Javier Dias, Isidoro Aramburú, y hasta uno escrito por mí. También aclaro que no me encuentro entre quienes piensan que el odio o la violencia sean resultado lineal de lo que digan o dejen de decir los medios o las redes sociales, como tampoco hay ni hubo relación inmediata entre los hechos de violencia en el fútbol y los cantos de las hinchadas. Pero es más fácil de explicar que aparezcan cinco pibitos que busquen sus 15 minutos de fama con un acto que suponen heroico, que la persistencia durante décadas de 50.000 subnormales que los festejan cantando todos los fines de semana. Uno de los peores desempeños del peronismo en la lucha cultural es no haber sabido explicar de manera convincente la relación causal entre los medios de comunicación y el odio, y entre el odio y la violencia. Muchas veces pareciera que creemos que la condena moral alcanza para remplazar una explicación causal. Sin embargo, tiendo a suponer que hay en los sectores odiadores del peronismo una necesidad –casi una adicción– de que medios y redes les den a diario razones para encontrar más y más excusas para su odio. Y como no lo pueden nombrar, su pretexto más fácil es afirmar que quienes odian son las y los peronistas. Pero el punto es que la eventual existencia de esa necesidad de ninguna manera podría exculpar a quienes la satisfacen.

[2] ¿Por qué otra razón los odiadores hablan de república y no de democracia, siendo que sus credenciales republicanas no son estrictamente admirables?

[3] Como en todas las actividades que organizaba Antonio Cafiero –ya fueran debates en edificios públicos, conferencias en el Instituto Juan Perón o los famosos festejos de sus cumpleaños– acá decidimos deliberadamente publicar textos de personalidades de diversas extracciones políticas. En mi opinión, el hecho visible de que –pese a esa diversidad– casi todos los artículos coinciden en lo principal seguramente responde al afecto y el respeto que Antonio sabía inspirar, pero más refleja la inmensa coherencia que mantuvo a lo largo de su larga vida política.

[4] Uno de los pocos ejemplos de “gestos concretos” fue la foto que se sacaron juntos senadores y senadoras oficialistas y opositores la misma noche del intento de asesinato contra CFK, que no casualmente pasó casi desapercibida en los principales medios masivos de comunicación.

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