El corsé del debate público: fragmentación, radicalización y politización en red

El problema del comentario político que transita las afiebradas avenidas de las redes sociales no es la carencia, sino la sobreabundancia. Hablaremos, entonces, del comentario político como componente del debate público, del encorsetamiento algorítmico de ese debate, y del modo de politización resultante. Por último, de cómo esas condiciones influyen en la búsqueda de una narrativa propia para el peronismo, en la tarea colosal de diluir la peligrosa e inconducente radicalización de la época que tensiona la convivencia democrática.

Las condiciones de circulación del debate público actual no se alejan de lo advertido por Juan Perón en 1974: “este es un país politizado, pero sin cultura política”. A la luz de la actualidad, esta sentencia persiste, pero debe sumársele –a ese diagnóstico elaborado hace 47 años– algo que suele negársele: contexto.

Durante el siglo XX, los medios de comunicación de masas con su sentido unidireccional –desde los gobernantes a la ciudadanía– fueron el vehículo para la transmisión de información. El modelo broadcasting llegó a su fin con la aparición de los medios digitales y la atomización de los públicos en pequeños grupos con demandas singulares. Así, la multitud y la radiodifusión de masas fueron reemplazadas por otro esquema emisor-receptor que los propios cerebros del equipo de comunicación del macrismo describieron como “conversación individual masiva” (Marcos Peña, Perfil, 16-10-2016), toda una concepción que también esconde cierto deseo de “que sea así”. Este paradigma indica que el contacto entre el líder y la multitud –típico del peronismo y su etapa última, el kirchnerismo– fue sustituido por la interpelación masiva individual. Aprovecha para ello la ilusión de que la forma de circulación de la información va desde abajo hacia arriba, alterando el ciclo histórico vertical. De este modo, esta matriz expresa otra práctica política, con una lectura individualizada de las prácticas comunicacionales. Su masividad funciona al revés: el timbreo, la intervención en redes y los actos sin público crean la ilusión masiva de la interpelación personal.[1]

Ha dejado de funcionar el paradigma físico de las masas que caracterizó la sociedad industrial. El 58% de los argentinos accede a las noticias en línea por vía de las redes sociales.[2] En su lugar tenemos hoy comunidades y archipiélagos que sobreviven en la posmodernidad a la disolución de aquella sociedad y se reconocen en tribus nómades que habitan las redes en el mundo digital. Deslocalización de la producción, sociedades fragmentadas, balcanizadas –ahora también digitalmente–, cuyo suelo discursivo está asfaltado por lógicas facciosas que responden a estos nuevos modos de circulación y prácticas políticas en red.

La propia dinámica algorítmica es también un modelo de negocios que –como todo modelo de negocios– tiene consecuencias políticas. Consecuencias que se vinculan tanto a la lógica predictiva de los comportamientos electorales –en casos como Cambridge Analytica o Brexit, a través de la técnica basada en Big Data se influenció en el comportamiento político-electoral de las personas– como a la proliferación de “guetos”, dentro de los cuales la radicalización avanza gracias a un sentimiento artificial de mayoría. Así, la violencia discursiva no solo encuentra nichos en los que asentarse, sino una velocidad de circulación nunca vista.

 

Clanes digitales: emociones y viralización a la carta para convencidos

Para exponer las ideas venideras, tomaremos como ejemplo Facebook, porque esta red es un verdadero “sistema operativo social” que constituye la base sobre la que transcurre gran parte de la sociabilidad de más de 2.450 millones de usuarios[3] activos. Aproximadamente el 32% de la población mundial usa ahora esta red social, y la tendencia sigue en aumento. Al igual que sucede a nivel global, Facebook es la red social más popular de Argentina. De hecho, cuenta con más de 23 millones de usuarios. Además, es la que registra la tasa de abandono más baja.[4]

Facebook introduce con los “grupos” una metáfora que va de lo digital a lo analógico en la forma de nominar a los espacios colectivos. En lugar de hablar de “foros de discusión”, incorpora estos espacios como “grupos”. De esta forma se aleja de la cuestión relacionada con el debate, la disertación y el poder de la palabra, para buscar –como estrategia de expansión comercial primero, pero con efectos sociales después– una relación de pertenencia, de identidad común. Si bien la posibilidad de participar está, la metáfora del grupo plantea una participación como un paso posterior a la pertenencia. Por eso puede sostenerse que –en esta red– la participación a priori no está planteada como divergencia, sino como un espacio de asociación y de fuerte consolidación de identidad.

Los “lazos digitales” de redes como Facebook conforman identidades cerradas. Decimos que son cerradas por cuestiones orgánicas de la dinámica de los algoritmos, que “vinculan” usuarios entre sí por semejanzas. En este sentido, en grupos y comunidades de plataformas como Facebook o WhatsApp se genera un tipo de solidaridad grupal basada en las semejanzas cuya mecánica mantiene la cohesión del grupo a través de sanciones a cualquier divergencia que afecte la conciencia colectiva del “clan digital”. Estas sanciones o penalizaciones pueden implicar desde acciones repelentes o expulsivas, hasta llegar a imponer la autocensura entre sus integrantes. Esto, a la vez que fortalece la identidad del grupo que consume una determinada narrativa y anuda aún más los lazos primarios ya tejidos, consolida su alejamiento del resto de los segmentos digitales del ecosistema de la red.

Cada segmento digital constituye una burbuja de filtro, donde se consolidan las congruencias ideológicas entre usuarios y usuarias que están conectados. Este es uno de los efectos posibles de informarse solo a través de las redes. Y en materia de política –y también de noticias– este mecanismo puede generar –y genera– un efecto de desinformación, aún en personas que participan de los debates de la sociedad. La lógica del algoritmo es esa. Por ello se habla de cámaras de eco que aglomeran endogámicamente “convencidos”. Es la tumba del arte de la persuasión.

 

La estrategia de politizar el malestar: conducir es indignar

¿Ahora bien, cómo se retroalimenta el activismo online con el offline? Facebook ha demostrado con sobrados ejemplos –Estados Unidos, Túnez, Egipto, España, Argentina– su capacidad como plataforma para organizar movilizaciones y expandir su mensaje. Se trata de una organización híbrida: el activismo digital moviliza online para realizar acciones offline. Recordemos que la creencia que moviliza al receptor de una determinada información se configura, ya no a través de cánones de la veracidad de dicha información, sino por la confianza que genera su red cerrada de contactos, unida por las semejanzas.

El concepto de postverdad es medular para comprender cómo se construye la interacción digital online y el consecuente “activismo offline”, ya que denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal. Para esto sirven las unidades mínimas de información y emoción –memes– y las fake news –noticias falsas. Ambas son unidades replicadoras de cultura. La utilización de fake news, en general elaboradas con la técnica “clickbait” –para captar la atención de usuarios–, tiene por objetivo distribuir emociones, horadar aún más la polarización, radicalizar posiciones y consolidar diferencias entre los clanes digitales. Se combinan con otro tipo de recursos, como el incipiente “periodismo autogestionado”. Es por esto que –a través del uso de las redes– la implicación en las “causas” es mucho más veloz. Sucede que, como bien señala Han, la red no admite la lentitud de la estructura narrativa de un sentimiento que, por naturaleza, habita espacios temporales más extensos. La emoción, en cambio, vibra en la misma frecuencia de la novedad: es instantánea.

Desde 2012, lo emocional fue ganando terreno por sobre la lógica argumental en nuestro país. Fue el año de estallido de las “autoconvocatorias”, con Carrió y Bullrich a la cabeza de la viralización. Desde entonces, la red ha habilitado una nueva manera de reconvertir militantes, simpatizantes o votantes, en activistas. En este sentido, el fenómeno de la viralización obedece a que los contenidos se seleccionan de acuerdo con la creencia de quien consume. Viralizar contenidos es viralizar emociones, desde el cinismo hasta el malestar. Es por esto que prácticas tales como la sátira visual han desplazado a la crítica argumental.

La estrategia de intervención digital de muchos grupos de agitación política replica este “ethos” que consiste, justamente, en “politizar el malestar”, expandir un recorte a la velocidad de un virus informático, no canalizar la ira sino dejarla crecer, y tratar de dispersar la mayor cantidad de consignas sueltas sin fundamento lógico, pero cargadas de emoción violenta que –en muchos casos– también son un llamado a la acción. El resultado de esta dinámica en el debate público es que la concepción se atomiza, el discurso se dispersa y el posicionamiento se divide en minorías intensas. La supremacía y la consecuente adhesión a las agendas de minorías lesiona el sistema de representación.

Estamos, como se dijo, en el contexto de un esquema de circulación de la información que necesariamente influye en el modo nuevo de politización. Si lo comprendemos, resulta ingenuo pretender que expresiones y convocatorias de repudio a la praxis gubernamental en Argentina hoy deban poseer argumentos coherentes para vertebrarse en el espacio público –o espacio “offline”.

 

Hiperindividualismo e indignación: la cultura política que se expande en redes

“La red aumentó exponencialmente la autonomía de la gente y eso está en la base de la crisis de la democracia representativa. Antiguamente los ciudadanos sentían la necesidad de que los representaran estructuras políticas, eclesiásticas, sindicales y de otros órdenes. Ahora se conectan con el mundo cuando quieren, obtienen información, pueden transmitirla casi sin límites, no sienten la necesidad de que otros hablen por ellos y no quieren ser representados” (Jaime Durán Barba y Santiago Nieto, La política en el siglo XXI: arte mito o ciencia).

Para comenzar este apartado, diremos que en nuestro país esta mirada “duranbarbista” no sólo fue, sino que sigue siendo ese modo de razonar que expresa un diagnóstico hiperindividualista de la realidad, pero también el deseo de que la realidad “sea así”. Es decir, hablar de individuos que al conducirse a sí mismos “no quieren” ser representados por partidos y sindicatos podría ser una descripción de la actualidad, pero también es un histórico deseo liberal.

Juntos por el Cambio no es la única expresión local de la derecha globalizada, pero sí la de mayor volumen electoral y la que mejor representa su identidad. En las redes, los propios exfuncionarios –secundados por activistas y también por ejércitos de trolls– operan en la agenda diaria para fomentar explícitamente la violación de las medidas sanitarias, para apoyar una revuelta policial o para impulsar y conducir cualquier agitación política que pueda horadar la gobernabilidad. Para lograr esa meta, su narrativa se monta en la ira y la frustración social del contexto de pandemia, donde encuentra un terreno fértil para esparcir dos componentes ideológicos de un modo de politización: hiperindividualismo e indignacionismo.

En el hiperindividualismo, hijo sano del liberalismo, está contenida una particular interpretación de la libertad en sentido negativo: libertad “de”, y nunca libertad “para”. El individuo es el centro de todas las cosas, y el espacio privado está siempre por encima del espacio público. Se trata de una negación endémica de lo colectivo que conduce a una praxis de desconfianza frente a todos los poderes políticos, las identidades colectivas y las formas de Estado imaginables. Una verdadera política de la antipolítica, instrumentada de tal modo que la política como actividad quede bajo el prisma de estos sectores, degradada como polémica a las limitaciones de la libertad individual.

Por el otro lado, ese hiperindividualismo se combina con una moralina práctica: la pedagogía de la indignación, que se esparce en el mundo digital para dotar de sentido ciertas prácticas. Hablamos de un indignacionismo que, como bien señala Han, es propio del neoliberalismo que convierte al ciudadano en un consumidor que solo reacciona a la política refunfuñando y quejándose, igual que el consumidor ante las mercancías y los servicios que le desagradan.

Estos dos vectores, funcionando complementariamente en el marco de la inmediatez de la dinámica de redes, sedimentan un modo de politización fast food, instantáneo, que circula a la velocidad requerida por la autopista algorítmica. Este es el peligroso lugar de confort que caracteriza la subjetividad indignada de la red: los usuarios negocian el simplismo de la inmediatez por reconfirmación permanente en la propia creencia.

Claro, hay otros factores aglutinantes en este modo de politización, porque la agresividad, el odio y la indignación también cohesionan y conforman una comunidad de sentido “por derecha”. Esa comunidad de sentido está asentada sobre múltiples “diagnósticos” previos, de los cuales señalamos dos. Por un lado, existe un cansancio social más o menos pronunciado con el imaginario del progresismo culposo a la hora de vincularse con valores como el orden, la seguridad o la movilidad social ascendente con dinámica de méritos deseables para la realización de la comunidad –trabajo, esfuerzo, dedicación– y demás cuestiones que hacen a la representación de mayorías sociales. Claro, en política no existen espacios vacíos. Alguien los ocupa. Y el macrismo se siente cómodo aportando soluciones facilistas –o “por derecha”– a problemas complejos.

Por otro lado, la identificación de la “clase especial” –casta política– que vive a espaldas de la “gente corriente” es el mantra que recorre los discursos indignados. La identificación se da por oposición: “todos aquellos que no son-somos casta política”. Una receta moral que tranquiliza tanto como desvirtúa el concepto de ciudadanía, con una mirada hipersesgada y simplista de la distribución de poder en la sociedad contemporánea.

 

El macrismo como oposición “a la venezolana”

A esta altura se debe asumir, primero, que la oposición política con mayores posibilidades electorales en Argentina insiste en la narrativa de una oposición “a la venezolana”: envenenada, intransigente, copiloteando la fiebre de las redes sociales. Claro, el macrismo demostró que la indignación también puede ser una plataforma política, y que el odio puede conformar una comunidad de sentido. Sin embargo, ¿podrá el macrismo transformar todo el caudal de indignación violenta que fomenta en una plataforma electoral, después de haber fracasado de manera rotunda en la gestión? ¿Podrá construir, en el marco del año electoral, una opción “centrista” que contenga a su núcleo duro?

En el pasado reciente, Cambiemos gobernó quitando bienes patrimoniales a la sociedad, y los negoció por bienes simbólicos: sindicalistas presos, dirigentes kirchneristas procesados, “mayor transparencia”. Gran parte de su despliegue ideológico fue a través de las redes sociales, lo que le permitió consolidar un modo de hacer política desde la simulación y la estetización. Cabalgando sobre estas consignas, habitó el Estado para producir conflicto. Aquí radica la clave desde donde el Frente de Todos debe construir la narrativa en 2021: ya no se trata de producir conflicto, sino de procesarlo en el marco de un orden con justicia social, con una dosis de conflictividad natural, pero bien elegida. Casi una economía de fuerzas.

Concluyendo, el modelo de negocios que configura la organización algorítmica de la vida –por lógica de funcionamiento– requiere de la parcelación y de la fragmentación de consumos, audiencias y discursos. Las narrativas de odio cabalgan sobre estos cimientos. En este sentido, este modelo de negocios comparte una necesitad crucial con el neoliberalismo: fomentar esquemas de representaciones fragmentarias.

La imposibilidad de formar comunidad en sentido amplio bajo estos supuestos parece evidente, ya que la combinación de la fragmentación social con los discursos de odio tensiona el sistema democrático, el debate público y la convivencia democrática. De ahí que podamos pensar “la grieta” asentada no sólo como dispositivo cultural de orientación de las conductas sociales o como método de análisis de la realidad, sino como base ideológica de la principal fuerza opositora al peronismo. Y de ahí que el peronismo se vea en la imperiosa necesidad de reactualizar sus modos de persuasión para diluir la radicalización facciosa en una narrativa de comunidad posible.

[1] No se sugiere que el timbreo sea una práctica “macrista”, sino que más bien fue “profesionalizado” por esa fuerza.

[2] http://revistafibra.info/las-redes-sociales-las-segunda-fuente-consumo-noticias-argentina-despues-la-tv.

[3] https://theconversation.com/why-people-leave-facebook-and-what-it-tells-us-about-the-future-of-social-media-128952.

[4] De los usuarios de Internet relevados por la consultora Carrier & Asociados, sólo un 3% de quienes la usaron en algún momento dejaron de hacerlo definitivamente. En esto juega no sólo su gran masividad, que la hace útil para contactar gente, sino también que sirve como identificación para muchos sitios y aplicaciones online.

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