Imaginarios colectivos, algoritmos y formadores de opinión: la irracionalidad como herramienta política

¿Cuántas versiones distintas hemos escuchado en estos últimos diez meses respecto al consumo de dióxido de cloro como medida preventiva para el COVID-19? ¿Acaso la vacuna será un instrumento para colocarnos un chip que nos monitoree? ¿Quién no ha escuchado alguna vez la historia sobre “el oro de Perón”? ¿Cuántas veces habremos escuchado la historia acerca de aquellos “cabecitas negras” que, habiendo recibido viviendas en la época de Perón, utilizaban el parquet de las casas para hacer un asado? ¿O la más repetida, quizás, de que la afluencia a las marchas no se hace por convicción, sino por un choripán? Estas –solo por mencionar algunas– son una muestra de aquello que puede llegar a perdurar en el inconsciente colectivo de una sociedad, partiendo de un constructo elaborado en base a datos o hechos de dudosa procedencia. Alguien las piensa, otro u otra las repite, un tercero o tercera las replica, y así, con velocidad, algo que quizás comenzó siendo una broma, un delirio o una conclusión apurada termina convirtiéndose en algo indiscutible. ¿Pero cómo se llega a esta situación? ¿Por qué estas historias logran tanta penetración dentro del tejido social?

La historia nos ha legado un sinfín de este tipo de ocurrencias, desde tiempos remotos, que han servido para operar, desinformando o dividiendo, a la sociedad y a la opinión pública. Desde la manipulación de datos, la descontextualización de frases o incluso la simple invención de sucesos que se adjudican a un colectivo, esta lógica disruptiva ha logrado con mayor o menor éxito entorpecer, diluir o quebrar toda continuidad analítica, poniendo en riesgo incluso el mismo sentido común al momento de establecer una opinión o posición respecto a un hecho determinado.

En la política, este recurso no es algo novedoso. Pero –contrario a lo que puede pensarse en virtud de la información y la tecnología que tenemos disponibles– nuestra contemporaneidad muestra un escenario en donde estas prácticas no solo no han desaparecido, sino que, muy por lo contrario, han tendido a crecer y perfeccionarse, ayudadas en gran medida por la masificación de Internet y el desarrollo exponencial de las redes sociales, al punto de convertirse en valiosas herramientas de construcción de lo político.

La necesidad del argumento, de aquella información que satisfaga a propios y ajenos, de encuadrar lo imposible dentro de una metáfora plagada de inverosimilitudes que resulte funcional al mensaje que se quiere transmitir, no sólo tergiversa la realidad misma de los hechos: directamente crea una propia, alternativa. Pero es necesario un paréntesis aclaratorio: todo mensaje requiere del vínculo entre emisores y receptores; por ende, el problema de origen –que ya es grave– torna en algo peor cuando los destinatarios lo adoptan acríticamente. He aquí, cerrando el paréntesis, la cuestión principal: la retroalimentación entre lo irreal y lo irracional, que da lugar a una pregunta compleja: ¿cómo y por qué esta dinámica ha permeado históricamente al conjunto de la sociedad argentina y global, sin distinción de clase ni –filtro que comúnmente se antepone– capital cultural?

Hoy podemos ver que el alcance de estas construcciones ha dejado de ser patrimonio del ciudadano o ciudadana de a pie. Por lo contrario, ha impregnado todas las capas del espectro político, incorporándose dentro de las campañas, propuestas y plataformas políticas, hasta convertirse en letanías cuyos efectos repercuten profunda y profusamente, complejizando aún más el debate político y el análisis objetivo de la cuestión social. En ese sentido, este texto tratará de esbozar posibles respuestas al citado interrogante, partiendo de tres ejes conceptuales.

 

Imaginarios colectivos y propaganda

Retrocedamos un poco en el tiempo, y hagamos un pequeño ejercicio mental. Pueden, si quieren, tener el navegador a mano. Pensemos en las primeras historias de viajeros que se dirigían al mar en búsqueda de reconocimiento. Iban hacia un territorio que aún desconocían, hacia el “fin del mundo”, al plus ultra, ese más allá que representaba la salida del mediterráneo a través del estrecho de Gibraltar. Demos un salto más adelante. Veremos que en algunos mapas se encuentra la leyenda “Tierra Incógnita”: tierra desconocida. Faltaba todavía mucho por explorar. Ahora vayamos a los mapas antiguos de Argentina. Pensemos a qué se debe el nombre de Patagonia. Exploremos un poco más. Veremos que nos encontramos con algunos segmentos del territorio que, tal como indica su registro, están controlados por los salvajes indomables. Destapemos un poco ese mito fundacional argentino que representó el genocidio de los pueblos originarios: la conquista del desierto, lo llamaron. ¿Qué desierto? Luego, para no abundar, un breve barrido. Sarmiento y sus ideas del gaucho bruto y del indígena que no servía más que para abonar la tierra, tal como supo decir; un poco más adelante, la primera cuestión social en Argentina, al entrar al siglo XX: la pobreza y la desocupación vistas como enfermedades, el o la inmigrantes como delincuentes; el sur de la Ciudad de Buenos Aires como el área infecta de una epidemia de la cual era mejor emigrar que analizar el porqué; un poco más adelante, el cabecita negra; respiremos: el pibe chorro, el planero, el villero. Podríamos estar horas recuperando y trabajando las distintas construcciones conceptuales que se han elaborado a lo largo del tiempo para representar aquello que es distinto. Aquello que resulta lejano y se desconoce, o que no se intenta conocer.

Los imaginarios sociales podrían definirse como construcciones mentales compartidas que buscan otorgar sentido a determinadas cuestiones que resultan ajenas, y que son de sentido práctico. En algunas ocasiones estas construcciones se territorializan, es decir, se corporizan sobre un recorte espaciotemporal específico –ya sea en mapas, gráficos o simplemente por la transmisión oral, con lo cual se convierten en imaginarios geográficos. Ambos tipos de imaginarios confluyen, históricamente, en la construcción de ideas, ideologías e incluso políticas destinadas a pensar qué ocurre o qué puede hacerse con aquello que se piensa distinto. La construcción de una raza, de una otredad, por parte de las potencias europeas que buscaban a través de este constructo pseudocientífico legitimar los desastres que cometían en África, Asia y otras partes del mundo durante la etapa imperialista, fue también incorporada en América –y replicada con sendas aniquilaciones sistemáticas de nativos al norte y al sur del continente– bajo otra premisa de dudosa argumentación: la de civilización o barbarie.

Hoy, iniciando el siglo XXI, llevamos más de dos siglos de historia plagada de este tipo de construcciones, que han sabido ser vehiculizadas, de una u otra forma, por los organismos institucionales, las y los intelectuales y los medios de comunicación, para alcanzar a toda la sociedad a través de una herramienta fundamental: la propaganda. Entendemos –brevemente– por propaganda a un método de comunicación que busca informar con el objetivo de influir en sus receptores para que actúen de una forma determinada. ¡Y pensemos aquí si esto último, esta intención de influir, no ha surtido efecto!

De esta manera, podemos apreciar cómo propaganda e imaginarios confluyen y construyen territorios, reales o imaginarios, alcanzando a todos los estratos de la sociedad. ¿De qué otra forma Borges podría haber escrito La fiesta del Monstruo, si no a través de un sustrato de imaginarios que con su obra no hacían más que acrecentarse? ¿Cómo pensar en Houellebecq y su obra Sumisión sin tener en cuenta el constructo que rodea al Islam y los imaginarios dominantes en Francia? ¿Cómo entender aquella tapa de la revista La primera de la semana que colocó –allá por abril de 2000, en el preludio de una crisis que estallaría a fines de 2001– en su tapa “La invasión silenciosa”, junto a la imagen de un presunto inmigrante, debajo del cual se hablaba de “ilegales” que venían a “robar el trabajo a los argentinos”?

Hoy por hoy, los principales destinatarios de este tipo de construcciones son el kirchnerismo, el peronismo y, en igual medida, a todos y todas quienes se identifican con ellos. Enmarcados en un imaginario geográfico como resulta ser “Peronia”, el catálogo rebalsa de ejemplos que van desde lo vinculado con la corrupción, la inseguridad, la pobreza estructural o el hambre, hasta las escasas aptitudes cognitivas y políticas de aquellos o aquellas que los representan, en un entramado estigmatizante algo confuso y contradictorio que sin embargo cobra cada día más fuerza al crear un estereotipo del supuesto tipo ideal peronista para degradar el verdadero debate político. Pero cuidado, que esto no es todo.

 

Preverdades y posverdades: el reino de las fake news

Si bien la propaganda ha ido perfeccionándose con el paso del tiempo y la construcción de imaginarios está a la orden del día, es cierto también que estos recursos no terminan siendo la última instancia en materia de influir en la opinión pública. Hay otra variable de considerable importancia, representada por la creación –en materia informativa– de realidades alternativas vendidas como potenciales verdades incontrastables.

Las fake news –noticias falsas– tal como se las conoce, no son tampoco un ingrediente nuevo, pero sí uno con la potencia suficiente como para lograr buenos resultados en un breve período. Son consideradas como el motor de un potencial círculo vicioso de desinformación que, volcado a las redes sociales, convierte a todos y cada uno de nosotros en consumidores y en productores de contenidos engañosos. La posibilidad de compartirlas que brindan Facebook, Twitter, Instagram y otras plataformas es además la herramienta imprescindible para lograr esta difusión, que puede alcanzar decenas de miles de “consumidores” en pocos minutos.

Ahora bien, no debemos confundir las noticias falsas con algún tipo de broma de mal gusto: muy por lo contrario, son utilizadas ampliamente dentro del espectro político para moldear o cambiar opiniones respecto a una temática específica, partiendo de datos que son falsos, pero que pueden terminar instalándose en la opinión pública como verdaderos. Pensemos en un ejemplo sencillo: la tan nombrada “ruta del dinero K”, un caudal de información que vinculó a la actual vicepresidenta en un entramado de supuesto –porque gran parte de las fake news están basadas en condicionales y suposiciones semánticamente armonizadas– lavado de dinero que incluía cuentas off-shore, bóvedas, cuadernos de registros e incluso vinculaciones de sospechas sobre la muerte del expresidente Néstor Kirchner, algo que se convirtió en un suceso en redes y medios de comunicación en Argentina –al punto tal de incluirse como parte del contenido de una materia en la Universidad Argentina de la Empresa (UADE)– y llevó consigo a un sinfín de otras presuntas cuestiones que han sido –en su mayoría– desestimadas.

Esto último nos lleva, no obstante, hacia un segundo concepto: la posverdad. Es un neologismo rápidamente extendido en los últimos años, vinculado con la política, que se caracteriza por ser un tipo de información que apela a lo sentimental –en lugar de lo comprobable y objetivo– con el fin de manipular a la sociedad y, con mayor especificidad, a las y los votantes. Darío Sztajnszrajber agregó además que la posverdad consiste en “leer de la realidad solo lo que le cuaja y le cierra a lo que previamente uno cree”, es decir que, por sobre un plano de la realidad de los hechos, opera un filtro de subjetividad selectiva en donde uno se aproxima a aquello que lo interpela emocionalmente y no cognitivamente.

Sobre esta cuestión, los actores vinculados con la generación sistemática de fake news despliegan todo su potencial: fotos reutilizadas que pertenecen a noticias viejas, imágenes de territorios ajenos al ciudadano promedio, voces descontextualizadas, estadísticas malinterpretadas o simplemente información falsa, que es instalada y repetida hasta el hartazgo por los medios, apelando a la inexistencia de filtros críticos de la información presentada por parte de las y los usuarios, teniendo además un gran peso específico en lo que respecta a las tendencias de voto. Existen estudios que indican, por ejemplo, que el 70% de las promesas de campaña de Donald Trump no fueron más que mentiras o falsedades, al igual que ocurrió con la plataforma política que depositó en la presidencia a Mauricio Macri en 2015. Vale destacar que en la actualidad la empresa Cambridge Analytica está siendo investigada por haber desarrollado una campaña “antikirchnerista” apuntada a cambiar el liderazgo político en nuestro país a través la influencia sobre el electorado.

No obstante, y para completar el panorama, se está introduciendo de a poco otro neologismo que sirve para definir la otra variable de las fake news: la preverdad. Por este término entendemos a una noticia o información que se anticipan a lo que ocurre en la realidad, afectando negativamente lo que pueda suceder. Una preverdad es una invención burda creada tendenciosamente para afirmar algo que aún no ocurre, y es algo que cada vez inunda más los medios y la política. Veamos el ejemplo del presunto DNU que Alberto Fernández iba a lanzar el 8 de enero, con nuevas restricciones ante el aumento de contagios: “Este decreto nos corta nuestras libertades”, “es un atentado contra la economía del país”, “es un símbolo de la mala gestión”, se pudo leer en los perfiles de varios agentes de la oposición, antes de que el decreto en sí estuviera redactado. O con las vacunas: “dijeron que iban a vacunar en diciembre y no vamos a tener vacunas hasta enero”, se leyó en varios medios. Y así sucesivamente, un sinfín de falsedades que generan en la sociedad una sensación de incertidumbre y falso confort en simultáneo, en donde la ciudadana o el ciudadano desconocen la verdad, pero se aferran a aquello que les resulta más cómodo. La posverdad transforma la realidad; la preverdad crea una realidad alternativa: en ambos casos, se apela a la creciente permeabilidad del pensamiento que los sujetos evidencian, sin preocuparse por demostrar luego si aquello de lo que se habló se cumple: los resultados están a la luz. En este aspecto, el peronismo y el kirchnerismo se han convertido en destinatarios de un laboratorio de ensayo para las fake news.

Hoy los medios, con estas herramientas, son la caja de pandora de lo irracional, un peligroso dispositivo del cual no sabemos con qué podrán sorprendernos para tergiversar algo que cada vez parece más difuso y prescindible, a pesar de que es lo más importante al fin de cuentas: la verdad. No obstante, aún falta un paso más: el de la sistematización de todas estas cuestiones. Veamos.

 

Del algoritmo a los formadores de opinión

Pensemos por un segundo en tres aplicaciones que son de uso bastante extendido: Netflix, Spotify y YouTube. Basta con que escuchemos alguna banda en particular, o veamos algún video, película o serie para que, tras volver a abrir alguna de estas aplicaciones, nos indiquen una serie de listados basados en nuestras reproducciones, e incluso en lo que aseguran que son “nuestras preferencias”. Coloquemos en cualquier buscador de Internet algún objeto, libro o destino turístico y esperemos algunos minutos: las publicidades y las sugerencias que comenzarán a aparecer responderán –y no por casualidad– a aquello que estuvimos viendo.

Dicen quienes están familiarizados que un algoritmo es “una serie de instrucciones sencillas que se llevan a cabo para solventar un problema” (Fanjul, 2018). Como si fuera una receta, por un lado entran los ingredientes y por el otro emerge un plato deliciosamente cocinado. De igual forma, en el contexto de la última década y media, la explosión de las redes sociales, los diarios digitales y diversas plataformas afines han incorporado esta dinámica para calcular aquello que nos resulte afín.

Con ese mismo criterio, por un lado, ingresan todos nuestros datos personales, contactos, selecciones, posteos e historial de navegaciones o reproducciones, y por el otro extremo de ese cálculo sencillo emerge toda una serie de recomendaciones que –con escaso margen de error– terminan rodeando nuestro espacio virtual. Pero esto no ocurre solo con nuestros gustos musicales o nuestras preferencias de lectura, vestimenta u otros. En mayor medida, estos algoritmos se utilizan también para establecer pautas vinculadas a nuestras identidades e ideologías en un derrotero que culmina forjando nuestra misma ciudadanía política, y que está plagado de propaganda, imaginarios, preverdades y posverdades que funcionan como modeladores, incluso de nuestro comportamiento. Cuando digo comportamiento, lo hago desde el cómo se habla hasta el con quién uno se vincula, a qué lugares acude y, por supuesto, cómo se desenvuelve como sujeto político.

También desde esta faceta del procesamiento de datos se da masividad a quienes dan voz a los imaginarios, a las fake news y a la información tendenciosa y descontextualizada, en tres niveles distintos. El primer nivel es el de los comentarios públicos en las redes sociales. Si uno hace un breve barrido por los portales de cualquier diario, podrá ver cómo aparece previsualizable un comentario, que resulta ser disparador de un sinfín de respuestas de un presunto debate político que lo único que logra es potenciar su difusión. Lo mismo ocurre con los memes y todo tipo de imagen o audio –siendo éstos el segundo nivel– que en escasos segundos de contemplación transmiten un mensaje específico para propios y ajenos. Y en el tercer nivel, los videos, historias, reels, fletes, newsletters y micronoticieros, que repiten sin cesar momentos puntuales de las figuras destacadas de algunos medios de comunicación, martillando las veinticuatro horas sobre temáticas cuya procedencia –como hemos visto– resulta dudosa.

De esta forma, los algoritmos se han convertido hoy en uno de los principales actores dentro del juego político, pero no el único. La producción, la reproducción y el arraigo de imaginarios, noticias falsas y desinformación, y su difusión a través de los medios, son el complemento ideal para contribuir a una creciente irracionalidad en el conjunto de la sociedad que es utilizada como herramienta para la desnaturalización del debate político, de la política y de las instancias democráticas de participación ciudadana.

 

En conclusión: una ilustración del antiperonismo

Nuestra historia reciente muestra un camino plagado de mitos, leyendas e imaginarios construidos a imagen y semejanza de necesidades sociales, económicas y políticas. Pero, más allá del recorrido realizado en los apartados previos, hay algo en lo que todos coinciden.

La construcción del antiperonismo data desde la misma aparición de Perón en el escenario político, y se caracteriza por constituirse como una antítesis a la forma de entender y practicar la política, como un antagonismo a las formas transgresoras de sus líderes y, por extensión, como un rechazo a las formas sociales, territoriales y culturales de sus adeptos y simpatizantes. No obstante, la identidad antiperonista, aglutinante en un principio por tener delimitado aquello a lo que se oponía –ensayando una supuesta defensa “antifascista” de la democracia– fue mutando con el tiempo y volviéndose, al igual que el movimiento, cada vez más complejo y difuso.

Con un escenario distinto en cada período presidencial, las formas a través de las cuales se manifestó el antiperonismo fueron amoldándose y solapándose, como una serie de tradiciones basadas primero en creencias políticas, a las que luego se agregaron imaginarios, propaganda adversa y –más recientemente– la trialéctica compuesta por estas últimas y las fake news, sistematizadas a través de los algoritmos.

Hoy, tras más de una década de kirchnerismo, el escenario de definiciones se le amplió aún más al antiperonismo, al tener que incorporar otras formas –similares pero no idénticas– de pensar lo político y la política. Eso conlleva una confusión que hace cada vez más difícil esbozar –para las y los opositores– una línea concreta y coherente antiperonista-antikirchnerista, ya que todo se pierde en la banalidad misma. Parece ser que ahora ser peronista o kirchnerista puede clasificarse dentro de un muestrario de estereotipos que van desde “el vago” o “el inútil” hasta ser sujeto pasible de diagnosticarse como poseedor de una enfermedad mental, tal como lo sugirió un periodista de TN días atrás, como así también estar incluido dentro de un listado de causas y consecuencias vinculadas con un agrupamiento difuso de intereses y pseudocreencias amparadas –ni más ni menos– en imaginarios y noticias falsas, sin ningún tipo de asidero, pero con un gran porcentaje de aceptación, comandadas por una serie de legisladores –entendiendo aquí el concepto según la clasificación que Zygmunt Bauman efectuaba sobre las y los intelectuales– que dicen lo que hay que pensar y hacer a una gran parte de la población que –sin poner en funcionamiento la capacidad crítica de pensamiento– acepta y replica lo que le indican sin mayor reparo.

En este escenario donde se promueve el culto a la irracionalidad, el irracional señala a terceros sin pensar en lo que les reclama, poniéndole el punto final a un círculo vicioso que, sin mucho argumento, debilita cada día más nuestro sistema político. Es urgente comenzar a pensar y debatir políticamente la manera de hacer frente a una dinámica que era antiperonista y pasó a ser, en nuestra actualidad, una oposición a un cúmulo borroso de cuestionamientos de un marcado carácter individualista.

 

Addendum: el ejemplo estadounidense

Al momento de finalizar este escrito, en el Capitolio aún estaban terminando de limpiar los destrozos que generaron quienes lo tomaron por asalto, siguiendo órdenes de su líder político y quizás hasta espiritual, el expresidente Donald Trump. Más allá de las discusiones sociopolíticas que puedan iniciarse a partir de este hecho –desde el racismo sistémico hasta la accesibilidad a las armas de fuego–, es necesario destacar un aspecto que resulta funcional a esta reflexión. En alguna de las tantas imágenes circula la palabra Qanon. ¿Qué es esto? Un grupo creado en Internet en 2017, cimentado en un popurrí de teorías conspirativas –entre las que se incluyó con mucha fuerza el negacionismo de la pandemia–, aluviones de fake news y todo tipo de suposiciones carentes de argumentos, moldeadas algorítmicamente al gusto del consumidor que, claro está, comenzaron a aumentar las filas de esta agrupación gracias a las redes sociales. ¿Cuáles son sus objetivos teóricos? Denunciar a una parte del establishment norteamericano –desde políticos hasta cantantes– como parte de una secta satanista y pedófila, frente a la que ellos y ellas se erigen como salvadores, en una lucha que trasciende la dualidad de republicanos y demócratas, para pasar a otra de corte cuasi ontológico: la del bien frente al mal. Ellos serían el bien, claro está, pese a que incluso el FBI los considera como una organización potencialmente terrorista. El gran inconveniente de esta agrupación –cuyos territorios virtuales se encuentran claramente delimitados por sus creencias y delirios– es que encontró en el expresidente –y a su vez éste encontró en ellos– un canalizador de todo lo que se piensa y se cree, pero no se hace ni dice, porque sería políticamente incorrecto. Agitados por la mistificación de otra afirmación falsa, la de establecer la idea de un fraude electoral organizado “por el mal”, y envalentonados por los tuits del expresidente que arengaban a impedir tamaña ofensa, rompieron la virtualidad y ejercieron una violenta pero efímera territorialidad real en el Capitolio.

No se trata de comparar aquí el poder de la irracionalidad como herramienta política en Argentina y Estados Unidos, ni de indagar sobre el financiamiento que opera por detrás y sostiene este tipo de organizaciones y propagandas. Lo que sí se vuelve necesario es comenzar a pensar en los peligros que estos espacios virtuales incuban, y en los efectos materiales que estos cuerpos de pensamiento irracional adquirido pueden llegar a desatar si caen en manos de alguien que sepa cómo alimentarlos.

 

Referencias bibliográficas

CNN (2018): ¿Qué es la posverdad? Darío Sztajnszrajber explica cómo justificamos lo que creemos. https://cnnespanol.cnn.com/video/argentina-dario-sztajnszrajber-posverdad-verdad-datos-periodismo-dialogo-longobardi.

Dias R (2020): “¿Hacia un clasismo epistémico?”. Movimiento, 28. www.revistamovimiento.com/n-28-diciembre-2020.

El Destape (2016): Inédito: En la UADE explican “la ruta del dinero K”. www.eldestapeweb.com/nota/inedito-en-la-uade-explican-la-ruta-del-dinero-k–2016-6-30-16-52-0.

Fanjul S (2018): En realidad, ¿qué […] es exactamente un algoritmo? https://retina.elpais.com/retina/2018/03/22/tendencias/1521745909_941081.html.

Febbro E (2021): “QAnon, la secta conspirativa que se expande por el mundo”. Página 12, 7-1-2021.

Filo.News (2021): ¿Qué es, quiénes son y qué hay detrás de QAnon? www.filo.news/actualidad/Que-es-quienes-son-y-que-hay-detras-de-QAnon-20210107-0017.html.

Gamero Aliaga M (2007): “La contemplación del mundo en la sociedad contemporánea en base a la construcción de imaginarios sociales”. Revista Electrónica de Estudios Filológicos, 14.

Infobae (2018): “El ex CEO de Cambridge Analytica admitió que planificó una campaña ‘anti Kirchner’ para Argentina”. Infobae, 9-6-2018.

International Federation of Journalists (sd): ¿Qué son las fake news? www.ifj.org/fileadmin/user_upload/Fake_News_-_FIP_AmLat.pdf.

 

Rodrigo Javier Dias es licenciado en Enseñanza de las Ciencias Sociales (UNSAM), profesor de Geografía (Instituto Superior del Profesorado “Dr. Joaquín V. González”).

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