La personalidad necesaria para la política

Lo conocí en mayo de 1973. Ambos habíamos recibido el encargo de revisar el discurso que había preparado Héctor J. Cámpora para abrir las sesiones del Congreso Nacional que, por primera vez en 18 años, se había elegido sin la proscripción del peronismo. Juan Perón, que seguía proscripto, desde Madrid le había indicado a Cámpora que le enviara su discurso a José B. Gelbard, a quien Perón ya había decidido designar como su ministro –fuerte– de Economía.

Antonio Cafiero era una personalidad destacada de la vida nacional y a mí, un joven economista demócrata cristiano, me parecía un desafío imposible compartir esa tarea con un personaje mayor de la vida pública. Una primera figura de la vida política, respetado por dirigentes sindicales y empresarios, por el peronismo y los partidos del FREJULI, y también por todos los derrotados en aquellas elecciones. Para todos los economistas profesionales, era uno de ellos, y además concitaba una especial consideración del periodismo, las personalidades más relevantes de la cultura y también de la jerarquía católica.

Al principio de aquel proceso de retorno a la democracia, la mayoría suponía que Cafiero era el natural candidato a presidente. Esta descripción es importante para marcar el clima que generaba su natural personalidad, “no coucheada”, que era su manera de hacer política. Para él, la política era conversación acerca de ideas sobre los problemas del país. Una conversación abierta. A Antonio le interesaba todo, y todas las miradas.

Esa noche trabajamos muchas horas, y él me hizo sentir todo el tiempo como un igual, escuchándome y –con total generosidad– razonando en voz alta, confiando en el otro, y seguro de sus ideas. Antonio tenía un natural respeto por “el otro”. Lo viví esa noche. Pero nunca, en muchos años y en las más diversas circunstancias, lo vi actuar de modo diferente con nadie: siempre escuchando y razonando en voz alta, con confianza en quienes lo escuchaban.

Corregimos a dúo el discurso original, dando de baja las consignas de la Tendencia que transpiraban el texto. Conocí, a raíz de la discusión, su pensamiento sobre el sistema económico y su mirada siempre apoyada en valores y en una formación humanística, que lo diferenciaba de la mayor parte de los demás hombres y mujeres de la política. Me hizo sentir de igual a igual –tratando de borrar en el trato la descomunal diferencia que existía entre él y yo– y con la familiaridad de quien se conoce de toda la vida.

Estos no son detalles. Lo destaco porque esa manera de ser y actuar era una de las inmensas virtudes de Antonio para hacer política con un estilo único. Cálido, generoso, alejado de todo engolamiento, abierto, con una enorme capacidad de escucha. Era un grande, capaz de escuchar y prestar atención a la búsqueda de otra manera de ver las cosas.

A esa noche él la incluyó en su diario. Muchos años después, cuando era diputado nacional, me leyó el párrafo, riéndose. Antonio tenía un permanente estado de buen humor. Lo creaba.

La vivencia de la democracia como sistema político –creo que así pensaba él– comienza con la necesidad de reconocer al otro y la escucha de otras razones, de otras miradas. Los que lo conocieron saben que es así. Por eso creo imprescindible destacar que Antonio tenía y ejercía la personalidad necesaria para la política. Él creía que ese clima de amistad, conservando diferencias, era esencial para hacer política. Nunca lo abandonó. Ni siquiera con aquellos que habían crecido con él –y en parte gracias a las oportunidades que él les había brindado– y que inmediatamente lo abandonaron, luego de su derrota en la carrera presidencial.

 

La vocación y la lealtad al Movimiento

Cuando asumió como ministro en el gobierno de María Estela Martínez –al menos en las dos largas conversaciones que tuve con él en su despacho del Palacio de Hacienda– me hizo saber que lo que estaba haciendo era un enorme sacrificio. Era plenamente consciente de la fragilidad del momento. Sabía que era una situación extremadamente compleja y que prácticamente no disponía de herramientas, y que el poder político se debilitaba por minutos y poco había disponible para llenar ese vacío. Él asumía esa responsabilidad por su compromiso con el peronismo que, para él, era mucho pero mucho más que una referencia partidaria. Esa lealtad “al Movimiento” siempre me impresionó, porque sé que debió renunciar a mucho en lo personal para mantener ese compromiso de “lealtad”. No era una visión “corporativa”, de un agrupamiento sin convicciones y con intereses. Sí un tributo de fidelidad a quienes compartían un núcleo de ideas comunes y que él los rescataba desde una militancia de muchos años. No “se cortaba solo”. Creía que todos sus “compañeros” tenían una genética común imprescindible para construir una “lucha por la idea”. Esto –confieso– siempre me resultó muy difícil de entender, pero en aquellos años se sostenía por aquello de la “resistencia” tan propia de las y los peronistas al derrocamiento de Perón. Había algo ahí que era extraño para los ajenos. Pero era evidente que Antonio lo sentía como un valor.

Antonio me hizo comprender que en su militancia había algo que le salía del alma, desde muy adentro. Fue esa la primera vez –cuando asumió la debacle de Isabel– pero no la última, en la que comprendí que –para él y seguramente para muchas otras personas– militar el peronismo, la unidad del peronismo, más allá de las discrepancias que tenía y que analizaba con precisión, era un mojón para el desarrollo de la Nación. El creía que “el Movimiento antes que las personas” era una fórmula que la lealtad a la Nación le exigía.

Antonio nació a la política con el peronismo. Como José María Castiñeiras de Dios, habían sido parte de esa marea, la inaugural, que cambió la lectura de la historia nacional, del presente y de la manera de imaginar el futuro. Él era parte de la vertiente católica y nacionalista que se injertaba en viejos troncos de la vida política y que cambiaba la dirección de los viejos partidos. Corre por mi cuenta pensar al peronismo como una sucesión de injertos benéficos sobre viejos troncos de la vida política. Sin ánimo de polemizar –desde mi mirada– ha sufrido demasiados parásitos como para que el estilo de política y lealtades que Antonio representó esté, por lo menos, en retroceso.

La vida de Antonio estaba –¿es la palabra?– encuadrada en el peronismo. Más de una vez lo vi emocionado hasta las lágrimas recordando sus momentos más importantes en ese Movimiento. Un recuerdo que se me desdibuja –pero que tal vez algún lector pueda delinear mejor– es cuando recibió de manos –supongo anónimas– una bandera argentina que tal vez había cubierto el féretro del General. Estaba conmovido. Y sentía que era un llamado de la historia al que no podía renunciar: ese hecho tuvo consecuencias en sus decisiones políticas.

Más allá de lo doctrinario, lo programático, lo ideológico, creo –como ya dije– que para Antonio su peronismo era “la lucha por la idea”, y a la vez un sentimiento profundo. No podía sentirse fuera del peronismo. Habiendo presenciado esa fuerza vital en él, desde entonces me convencí que el ser peronista –al menos para él y para muchos otros– era una cuestión vital, es decir, una parte constitutiva de la vida que se materializaba en la lucha por la justicia social, la independencia económica y la soberanía política. Su discurso se afirmaba en esas tres categorías doctrinarias y en una lealtad sin límite con su movimiento y sus compañeros. Lo digo porque, no habiendo sido nunca peronista, en mi amistad con él descubrí –siempre estuvimos cerca políticamente– qué cosa era ser peronista, al menos para él, como compromiso vital: mucho más que la pertenencia a un partido.

 

Un hombre de profundos valores democráticos, en lo institucional y en la vivencia de la democracia

Antonio ganó su diputación en 1985. Lo hizo unido a la Democracia Cristiana (DC). Rompió con Herminio Iglesias, que para él era un desvío de lo que entendía como peronismo, no sólo en las formas, sino en los contenidos. Trabajamos con él. Éramos miembros de un partido pequeño. Lo conducía Carlos Auyero, con una tradición cultural que siempre nos definió como “liberales en lo político”, en lo institucional –digamos– “republicanos”, con un protagonismo estatal en el diseño del desarrollo económico, y de alguna manera “conservadores en lo cultural”. La marcha de la DC, casi desde su fundación, decía: “ni pan sin libertad, ni libertad sin pan”.

En todo eso, más allá de la adscripción política, teníamos una enorme coincidencia con Cafiero y sus socios de ese tiempo. Elaboramos a su pedido y con su consejo el Libro Verde. No sé dónde habrá quedado ese material. Era un documento doctrinario y programático que sostenía una visión del país –más allá de ser una elaboración para la campaña de la provincia de Buenos Aires– que consideraba la imperiosa necesidad de un proyecto de largo plazo que orientara el presente. Me acuerdo de Antonio presidiendo la mesa de las oficinas de la calle Suipacha y escuchando con entusiasmo ese documento que reflejaba conversaciones previas. Era un documento –en aquellos años– pleno de modernidad y que marcaba fuertes diferencias en lo económico con lo que hasta ese momento representaba el radicalismo en el gobierno y una coincidencia profunda en la marcha de las reglas institucionales. Contribuía Antonio a fortalecer la democracia, poniendo su candidatura en términos programáticos y no sólo con consignas basadas en la crítica a un gobierno que no lograba resolver la enormidad de problemas que había heredado. La campaña a diputado de Antonio era proposición de ideas –el “libro verde”– que iban por un camino lejano al puro enfrentamiento.

Para ese entonces, al interior del peronismo Antonio ya había generado una enorme cantidad de debates y lideraba un movimiento interno. Sea hacia el interior del PJ o hacia afuera, en 1985 –en un frente liderado por él– Antonio militaba la política de compromiso, no la de adaptación. La de compromiso es sostener las convicciones programáticas para “poder cambiar, mejorar, crecer”. La de adaptación es la política de “sostenerse en el poder”. Su enfrentamiento al interior del PJ –en aquellos años de comienzo de la democracia– era justamente rechazar toda transacción en las convicciones programáticas, y también una defensa de las formas que –para él– eran esenciales al contenido. Cafiero enfrentaba a Herminio que –más allá del personaje– era una manera de entender al peronismo y a la política, que implicaba aislamiento y sectarismo al mismo tiempo. Nada más lejos de la vida democrática que implica reconocer la alternancia. Creo que a partir de entonces su interpretación del peronismo en la democracia fue el primer paso para lo que luego se llamó la Renovación. Muchos la adoptaron después. Pero creo que esa “renovación del peronismo” fue un “injerto” desde las raíces. Como dije, creo que el peronismo surgió de muchos injertos nobles en troncos viejos de la política. Pero los años de la proscripción –es mi mirada– también lo sometieron a una parasitación de oportunismos. Antonio siempre militó en defensa de la custodia del proyecto original, y también por el cuidado ambiental necesario para mantener la vigencia de los valores fundamentales. Por eso, lo que lo caracterizaba como dirigente era su absoluta convicción en la necesidad de la renovación: impedir la parasitación del peronismo.

Escribió mucho. Uno de sus libros, El peronismo que viene, fue un aporte para el futuro de ese movimiento. Cuando lo escribió, tenía la convicción de que el exceso de adaptación amenazaba con el vaciamiento doctrinario. Escribió a tiempo. Pero –creo– no era sencillo convencer a todos de la diferencia entre lo que brilla y lo que ilumina. Lo que brilla ciega. Y muchos hombres que lo seguían fueron encandilados por éxitos efímeros. Él no renunció a la “lucha por la idea”.

 

Una vocación de estadista con testimonios de democracia

Carlos Menem lo había derrotado en una elección limpia y abierta que él había garantizado. Una actitud que, lamentablemente, el peronismo no pudo repetir. Eduardo Duhalde no hizo una interna, hizo unas PASO para dirimir la candidatura interna. Antonio, usando el aparato partidario que él dominaba, habría podido ungirse candidato a presidente, satisfacer a todos y ganar las elecciones. Prefirió el voto directo de los afiliados. Las razones de la derrota fueron más o menos 60.000 votos. La explicación no fue fácil. Las consecuencias sí fueron notables.

Después de esa derrota me convocó a La Plata. Estuve con él en la Casa de la Gobernación. Con la honestidad intelectual que lo caracterizaba, me llamó para conversar sobre lo que había pasado. Sólo fui uno más de a los muchos que interrogó sobre las razones de la derrota. Antonio escuchaba para discernir. Escuchaba para pensar. Quería saber qué se había interpuesto entre esos 60.000 votos y él. No buscaba culpas, sino razones para entender en qué había fallado su mensaje. En qué se fundaba la diferencia. No había resentimiento, sino la honesta búsqueda de cómo mejorar la comunicación de su mensaje, porque para él la política era pedagogía, y buscaba en muchas voces, distintas, para ver mejor la misma realidad.

Esta era una característica cotidiana. Durante años –a veces en la capilla de Las Lomas, otras en la galería o en el living– invitaba a sociólogos de nota, o teólogos, o filósofos, o economistas, o simplemente amigos dirigentes sindicales, o compañeros históricos de su militancia, para debatir un tema en el que quería fundar una posición de “estadista”, es decir: adelantarse a los hechos de riesgo para la sociedad o crear condiciones para el progreso colectivo. Recuerdo a muchos, pero sólo menciono a dos de los que ya no están: José Enrique Miguens –una inteligencia excepcional y de la misma factura de personalidad que la de Antonio– y Juan Carlos Scannone –el teólogo de la Liberación, un inspirador del Papa Francisco– discutiendo los más variados temas. Siempre enfocaba un tema, por ejemplo, económico, observando desde distintas perspectivas: la mirada política, sociológica, internacional, ética. Se nutría de muchos, jóvenes y viejos. Sabía que su palabra, sus posiciones, en los más diversos temas, tenían peso, y él cuidaba ese peso que podía inclinar la opinión pública, las decisiones parlamentarias, en una u otra dirección.

De una oratoria espléndida, Antonio nunca improvisaba. Cada tema lo agotaba, y estaba dispuesto a escuchar las razones de los otros. Me parece que ese era el componente esencial de su compromiso vital con la democracia, propia de un hombre de Estado. Compromiso con lo que la cultura de la democracia representa. Mucho más que la “tolerancia” –palabra que no le cuadraría– la actitud de Antonio era respeto e interés por la opinión del otro. Su cultura –a pesar de la cárcel que sufrió– era la de un demócrata, y la puso a prueba apoyando a sus adversarios cada vez que las instituciones o la Nación estaban en riesgo. Lo hizo siempre.

Antonio vivió el peronismo de una manera renovadora. Buscaba ideas y dialogaba con jóvenes a la espera de la renovación del pensamiento. Fue un protagonista de la democracia en formación. Cuando hizo campaña en contra del radicalismo en el poder, fue un demócrata presente en todos los debates. Sin agravios. Cuando fue gobierno, respetó a las minorías opositoras. Cuando le tocó vivir en gobiernos encabezados por el peronismo, fue respetuoso y solidario, pero nunca dejó de marcar lo que para él era la posición correcta.

Fui amigo, me permitió ayudarlo, me hizo su segundo en FUDEPA, trabajé en su discurso inaugural como gobernador, y fui junto a Gustavo Caraballo y Joaquín Da Rocha asesor en la Gobernación. Lo acompañé en Diputados y luego en el Senado, con la elaboración de los informes de Desarrollo Humano. Tengo horas de vuelo con él y disfruté de su don de gentes y su bonhomía.

Su trayectoria, la revisión de su obra, debería ser una tarea permanente, como un homenaje a la renovación de las ideas y al compromiso con la democracia, que es, esencialmente, el respeto al otro. Repensar a Antonio, como demócrata, como –creo– motor de la renovación, es esencial para el peronismo. Como la salud del peronismo es fundamental para la democracia, en situaciones tan graves como lo son las permanentes reverberaciones de la grieta en que la democracia corre el riesgo de seguir bajando su productividad social. Creo que eso es lo que más le preocuparía a Antonio si estuviera con nosotros.

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