¿El feminismo y las agendas LGTB+ caben en el peronismo?

Hace unos días hubo un error de comunicación del Censo: se publicaron datos en una columna “X” dentro de la categoría “sexo” al lado de Varón-Mujer, y muchos interpretaron que refería a las personas con identidades de género diferentes de mujer y varón cis, pero eran sólo las pocas que no supieron o no quisieron responder sobre “sexo asignado al nacer”. No fue sorpresa ver comentarios de conservadores señalando la virtual inexistencia de esas personas y el contraste con una supuesta sobreactuación del gobierno en políticas destinadas a un grupo ínfimo con reclamos que ridiculizan y consideran completamente ajenos a lo importante, cuando no directamente injustos o inmorales. La “reacción” de la derecha conservadora está, por supuesto, dentro de lo esperado. Sin embargo, es diferente cuando algunos discursos de este tipo parecen reclamar espacio de debate dentro del Movimiento.

Desde las últimas PASO hasta hoy se han ido multiplicando los análisis que al interior del peronismo explican el avance de la derecha y los fracasos electorales en gran medida por el papel que han adquirido en el Movimiento la agenda de género y algunas políticas a favor de la identidad de género y los derechos de la comunidad LGTB+. Enfrentamos momentos difíciles, donde la unidad parece rota y el futuro es incierto. La derecha se radicaliza y por momentos el panorama es desolador. Al momento de hacer balances y “autocríticas” para seguir, puede emerger la tentación de encontrar blancos fáciles y chivos expiatorios, suponiendo que redundará en grandes reencuentros con las masas y en buenas performances electorales soltar la mano a las agendas “arco iris” y “violeta”.

Vengo enfáticamente a disentir y a dialogar con los argumentos más instalados en torno al tema. Hay mucho aún para debatir en torno a las estrategias para integrar y proponer en estas agendas en la población, pero también hay una cuestión central: no podremos concebir la igualdad y la justicia social de manera genuina sin incorporar una agenda de género que pueda dar cuenta de las opresiones que trascienden las relaciones económicas generales y, por su singularidad, requieren ser consideradas en particular para que la igualdad sea algo más que una mera enunciación. Y no podremos, tampoco, aspirar a una verdadera unidad en el campo popular si no logramos organizamos en torno a un objetivo común, en el que todos compartamos no sólo el punto de llegada, sino un principio que permita mantenernos unidos cuando nos estamos ocupando de algunos sectores, sobre todo de los más vulnerados, porque entendemos que “la patria es el otro”: si no logramos proponer una agenda que convoque, no solo cuando nos mejore la vida en primera persona, sino también cuando avance en dirección a la sociedad justa en la que creemos.

 

¿Estamos perdiendo el rumbo?

Son múltiples los cuestionamientos que suelen hacerse a la inclusión que han tenido, dentro del campo progresista, las agendas arco iris y violeta. Muchos de ellos giran en torno a una crítica más general en contra de las agendas centradas en la dimensión “identitaria” o “cultural”. Para algunos, estas agendas nos estarían alejando de lo importante, e incluso terminarían generando situaciones de dudosa justicia, mientras que electoralmente no darían más que pérdidas: creen que el peronismo nunca debió abrazar esas causas y no debería perder tiempo en soltarlas. ¿Por qué?

 

Lo importante

¿No es por ahi? El argumento central es, en general, que las causas arco iris y violeta nos han desviado de lo verdaderamente importante, que es resolver el problema de fondo, y no su forma. Es decir, reducir el sufrimiento y no preocuparnos por quién lo carga. Lo que se señala es que el eje es resolver las desigualdades materiales de manera indistinta, puesto que el problema no es cómo se distribuyen, sino su existencia. El problema no es que la pobreza impacte más entre las personas trans, o negras, o mujeres, porque la sociedad no será más justa si, manteniendo la misma pobreza, la distribuimos de forma pareja entre colectivos. En definitiva, el problema no es quién es pobre, sino que haya pobreza, y el problema no es mejorar la igualdad de oportunidades frente a ese riesgo, sino reducir ese riesgo en general. Si podemos reducir las desigualdades que afectan a un colectivo sin que haya menos desigualdad en general, es porque las causas de la desigualdad son más profundas y la dimensión identitaria sólo nos distrae de sus verdaderas raíces. Pero estas agendas no sólo nos desvían de lo importante, sino que, como “se nota”, también generan la percepción en las mayorías de que nos desvían de lo verdaderamente importante, cuando se anuncian “conquistas” que no tienen nada que ver con sus problemas más urgentes.

El economicismo, no de nuevo. El problema con ese argumento es, ante todo, su reduccionismo. Al entender las desigualdades sociales de una manera centrada casi exclusivamente en la dimensión económica y de clase, incurrimos en la omisión de otras dimensiones que también son relevantes para configurar las relaciones sociales. Así, la desigualdad en la distribución económica –expresada en desigualdad de clases– acapara el significante de la injusticia social. A la vez, el logro de la igualdad y la justicia social parece supeditado únicamente a la redistribución de bienes divisibles –en especial, riqueza y puestos de trabajo. Sin embargo, las experiencias socialistas y las de los estados socialdemócratas han dado muestras muy claras de que pueden mejorarse las relaciones de distribución económicas sin que se resuelva automáticamente la desigualdad de género, o la que afecta a otros colectivos discriminados por cuestiones raciales, étnicas, religiosas, etcétera. La dimensión que Nancy Fraser llama del “reconocimiento” también incide sobre las relaciones sociales y genera injusticias, tan materiales, tan serias y reales como las injusticias de distribución. La falta de reconocimiento se produce cuando, debido a patrones de interpretación y de evaluación institucionalizados, algunas personas son constituidas como indignas de respeto o estima, y ello resulta en que haya normas o relaciones sociales que les impidan participar como iguales en la vida social. Ello puede tener consecuencias en relaciones de sometimiento, segregación, hostigamiento y acoso, violencia, persecución, explotación e incluso exterminio. Resolver esas injusticias podría ser fundamental para resolver graves injusticias sociales que no se resolverán modificando las relaciones de distribución, sino que requieren políticas de reconocimiento orientadas a reparar el status de pares, de personas y ciudadanos. A veces, como en el caso del género o las jerarquías “raciales”, es necesario abordar conjuntamente la redistribución con estrategias de reconocimiento, porque son relaciones sociales que incluyen ambas dimensiones de manera interrelacionada. Pero en ocasiones, incluso, es posible que algunas injusticias se resuelvan principalmente en la dimensión del reconocimiento. Readaptando un ejemplo de Nancy Fraser, podríamos usar el de las personas trans en Argentina, el colectivo acaso más discriminado y vulnerado de la comunidad LGTB+. En base a patrones de interpretación que construyen como normativa la sexualidad binaria hétero cis, las identidades de género trans son constituidas como algo “aberrante” cuya existencia no es aceptada. Ya no es que se debate un lugar socialmente inferior, sino que no deberían ocupar ninguno. La marginación normativizada es prácticamente total. Es por eso que los intereses más incomodados por las políticas que beneficien a las personas trans no serán los de sectores económicos –para los cuales estas personas y su explotación no cumplen una función relevante– sino la de sectores conservadores y religiosos preocupados por las normas y el status.

Si no se trata de distraernos, menos whataboutism. Ahora, podría ser necesario discutir si las políticas de reconocimiento han de ocupar o no un lugar central en un programa de justicia social, pero podemos descartar rápidamente la idea simplista de que no deben ocupar ningún lugar. Si ningún asunto fuese relevante más allá de lo que haga a las relaciones productivas, económicas y de clase, sobrarían muchos ministerios en el Estado. Tendríamos que pensar que el macrismo se quedó corto en la degradación de varias secretarías y que todo aquello que se haga en cultura, ambiente, educación o incluso salud es mera distracción de lo importante. Si ningún asunto fuera relevante cuando no afectara a más del –digamos– 15% de la población, no podríamos ocuparnos de casi ningún problema de salud pública por separado, o de los problemas más extremos de poblaciones vulneradas afectadas por diferentes problemas. Y no es sólo que sumando las diferentes poblaciones y sus diversas problemáticas podamos sumar el porcentaje mágico que las haga “relevantes”, sino que queda poco claro por qué dejar de ocuparse cuando hacerlo es consistente con los principios de justicia social y disponemos de herramientas que, además, no “acaparan” recursos de otras agendas. Whataboutism –algo así como yquépasaconestoismo– es un término que se usa para esa estrategia que pretende negar la relevancia de un asunto, la pertinencia siquiera de su tratamiento, trayendo a colación otro tema importante que no se está discutiendo. La fórmula es más o menos así: estamos hablando de matrimonio igualitario, mientras los chicos mueren de desnutrición-Chagas-algo en el interior del país. Quienes lo dicen, las más de las veces jamás han hecho absolutamente nada por ese problema que hoy les angustia más que el debate al que critican por su irrelevancia, pero eso es lo de menos, porque esto habla más de su hipocresía que de la falacia. Lo falaz es plantear la “contraposición” entre estos temas que en general no son excluyentes entre sí y podrían ser ítems de una misma agenda, pero también postular la “competencia” entre esas cuestiones. Hay muchas razones por las que un tema no llega a ser incluido en la agenda programática de un gobierno; o por las que no se lo logra instalar como socialmente relevante; o no se le destinan equipos para diseñar políticas; o no se le asignan recursos; ni finalmente generan una política –que incluso puede ser más o menos efectiva. De todas esas razones, que haya otras personas ocupadas diseñando políticas de género o para minorías, o que haya recursos destinados a esas agendas, es inverosímil que sean factores explicativos relevantes. Entonces, la mayoría de las veces ese otro problema no viene al caso, porque no va a resolverse antes si dejamos de resolver este otro.

 

La igualdad

¿Lo vamos a romper? Hay quienes argumentan que las agendas violetas y arcoiris nos alejan del principio de justicia orientado por el valor de la igualdad, porque damos “tratamiento especial” a grupos con cierta identidad –como puede ser un cupo o política de “reparación” para cierto grupo identitario– mientras otras personas que no pertenecen a ellos pueden tener condiciones materiales iguales o peores. El ideal de derechos igualitarios y “universales” estaría siendo sustituido por un esquema en el que algunos grupos, que logran instalar en la agenda sus “especiales” desventajas, podrán obtener “atajos” para acceder a sus derechos. A la vez, esto tendría como consecuencia la “fragmentación del campo popular”, porque fomentaría una dinámica en la que los grupos compiten entre sí por mostrar la jerarquía de sus situaciones y sufrimientos.

Juntos podemos ser más fuertes y mejores. La idea de que la igualdad de derechos reside en igualdad de reglas y de trato es la principal consigna liberal puesta en cuestión por la izquierda y el progresismo. En la medida en que las condiciones materiales son desiguales, esa igualdad enunciada se vuelve un formalismo puro, una mera abstracción sin consecuencias. Es decir, sin igualdad real. La crítica al tratamiento favoritista de estos grupos expresa de nuevo el sesgo economicista que sólo advierte los impedimentos de carácter económico o distributivo, pero omite otros que también pueden generar impedimentos de otro orden para acceder a la igualdad. Ello puede resultar en políticas que se pretenden igualitarias y universales, pero para algunos colectivos resultan en una igualdad tan poco real como la del derecho liberal. Podemos sin dudas debatir la utilidad para alcanzar el objetivo de igualdad, sobre todo en el largo plazo de los diseños de políticas focalizadas –en personas con ciertas condiciones sociales, definidas por su situación económica o por características adscriptivas socialmente penalizadas. Pero lo que desde ya no podemos es suscribir al argumento estigmatizante que llama privilegiado a quien recibe una política que busca reponer una desigualdad preexistente. A menos que, como el liberal formalista, omitamos desde el principio las condiciones sociales y materiales de realización de la igualdad.

Competencia. Por otra parte, la idea de que estas luchas fragmentan el campo popular se asienta en la suposición de que diferentes sectores que deberían hacer un frente común van a empezar a competir horizontalmente para jerarquizar sus problemas y conseguir respuestas particulares. Algo así como una analogía de lo que puede ocurrir en la dimensión distributiva, cuando las reivindicaciones quedan ancladas en una lógica corporativista y se obtienen ventajas o privilegios para unos trabajadores y no para otros. La analogía, de por sí, es problemática, puesto que muchas conquistas corporativistas sí se constituyen en ventajas relativas frente a trabajadores con condiciones iguales, o incluso más desfavorables –como ocurre con regímenes especiales jubilatorios, o con desigualdades salariales muy grandes. Conquistas que tienen más que ver con la capacidad de presión y las condiciones de fuerza de ciertos sectores, o de haber establecido cierto “merecimiento de reconocimiento especial” –y no con haber podido establecer su situación de mayor “necesidad” o vulnerabilidad. Por otra parte, no hay una relación automática entre los movimientos que realizan reivindicaciones para cada grupo con condiciones de desventajas particulares y un resultado de enfrentamientos horizontales entre las bases. La posibilidad de unificar injusticias más y menos graves en una misma lucha depende de una operación política capaz de alinearlas en valores comunes y en un programa compartido. Una vez reconocida la dimensión del reconocimiento como eje relevante de la justicia social, podemos pensar que hay un hilo que convoca a diferentes movimientos en una misma lucha compartida, que es mucho más que la suma de diferentes partes. De eso se trata, precisamente, la idea de interseccionalidad que introdujeron los feminismos al aliarse con otras reivindicaciones que no consideraban como problemas “aparte”, sino transversales, tales como la sexualidad, la nacionalidad, la etnia, la “raza”, etcétera. Se trataba de pensar un proyecto más amplio, tanto en sus objetivos como en las personas que convocaban. Cabe aclarar que –obviamente– no toda reivindicación de minoría es automáticamente compatible con un proyecto amplio de justicia social, y que hay prácticas culturales de minorías que pueden entrar en conflicto con las reivindicaciones de género o de la comunidad LGTB+. Para Fraser, las minorías tienen que mostrar que hay normas culturales que las subordinan socialmente y que el reconocimiento que reivindican no niega la paridad de otro grupo, o de miembros de su propio grupo.

 

Las mayorías y el movimiento

¿Un salvavidas de plomo? Como consecuencia de las dos cuestiones anteriores –que nos desvía de “lo importante” y que fragmenta el campo popular– hay quienes sostienen que se produciría una creciente “enajenación” entre el Movimiento y las mayorías. Cada agenda minoritaria –o que, sin ser minoritaria, como la agenda de género, la mayoría no se sienta interpelada por ella– generaría la sensación de falta de pertenencia y de respuesta: un Movimiento ocupándose de tonterías que no son relevantes para la vida de casi nadie. Incluso podría generar malestar o resentimiento entre sectores del campo popular que están en desacuerdo con esas agendas y sienten que sus posturas no son “toleradas”. Como una paradoja, la agenda de la inclusión estaría en realidad excluyendo. A fin de cuentas, estas agendas, en vez de sumar, serían “pianta votos”.

La patria es el otro. En primer lugar, hay un equívoco en la idea de que una agenda sólo puede interesar a las personas directamente afectadas. Una agenda puede interpelarnos porque la consideramos alineada con valores en los que creemos, que nos importan, aunque no tengan que ver directamente con nuestros problemas personales. Y también puede interpelarnos porque creemos que fortalece una agenda más amplia, que sí nos toca. La clave está, entonces, en que se consiga producir políticamente esa integración en unos valores y principios comunes de justicia social, y en un programa político de corto, mediano y largo plazo estructurado en torno al pragmatismo, pero también al principio de priorizar a los sectores más vulnerados. En la medida que exista un “hilo conductor”, cada conquista particular puede devenir en un episodio de épica colectiva, fortaleciendo al movimiento en su conjunto con muestras de capacidad y fuerza. A la vez, cada conquista particular puede reforzar el programa en su concepción más amplia, añadiendo materialidad a esa orientación o dirección que declaramos en la retórica, y coherencia a ese compromiso de no dilatar la intervención cuando puede transformar la vida de personas que acumulan el peso de injusticias económicas y sociales. En definitiva, si una agenda que afecta a una minoría acotada se inserta en otra más amplia, si conseguimos operar esa integración política, puede contribuir a fortalecer un movimiento político con agendas más amplias. Así, una conquista para las personas con identidades disidentes puede beneficiar además al conjunto de la comunidad LGTB+ y también a la agenda de género, dejando asentadas las condiciones para nuevas y más amplias conquistas. Claro que, si no logramos ir más lejos, esas conquistas no van a alcanzar para sostener una lealtad en el vacío. Pero entender que estas agendas no pueden suplir o encubrir los déficits en otras dimensiones permite también comprender que la interpretación es posiblemente la inversa de la habitual: parte de los ataques a la supuesta nimiedad de estas agendas tienen menos que ver con su propia legitimidad que con los fracasos políticos para dar respuestas más allá de ellas: estas agendas serían en realidad damnificadas por esos fracasos, en vez de constituir su explicación o ser las que amplifican su efecto en el campo popular.

 

La unidad no se construye abandonando compañeros

Los equívocos aquí analizados son políticamente inquietantes. Dirigir las “auto” críticas a las agendas de género y de minorías pueden ser las que nos desvíen de lo importante y pongan en riesgo cualquier genuino valor de igualdad, y para peor, sin cosechar ninguna de las esperadas ganancias electorales ni de acercamientos con las bases. Bajar del barco agendas que ayer abrazamos como propias sentaría un miserable precedente de abandono a los compañeros y las compañeras cuando dejan de parecernos útiles. Eso sí dañaría la unidad, la confianza, la épica histórica –que hoy incluye conquistas de esos colectivos en la historia del Movimiento– y sería, además, una puñalada al centro de los valores de igualdad y preocupación por los vulnerados.

Seguramente haya mucho aún para reflexionar sobre cómo introducir las agendas del reconocimiento cuando las normas que combaten siguen calando en las mayorías y cuesta imaginar cómo podremos estar todos en las mismas filas. El desafío es construir un frente capaz de lograrlo y ello, evidentemente, no se logrará señalando, insultando ni escrachando compañeros o compañeras, pero tampoco mirando para otro lado o dejando de hablar de la discriminación y el sexismo. Una vez establecido que su inclusión en el Movimiento es fundamental y su desprendimiento del peronismo inconcebible –que no es un tema de “moralismos”, sino de relaciones sociales que hacen a la desigualdad y la injusticia social– se abre el debate sobre las estrategias políticas. Pero sea como sea que las abordemos, merece la prudencia de no sobredimensionar el papel de haber incluido estas agendas en lo que no hemos podido o sabido conquistar en la esfera distributiva y en los –¿consecuentes?– desencuentros con las bases. En definitiva, seguramente se trata menos de preguntarnos si el progresismo debe descartar las agendas en las que tuvo algunas conquistas y más de cuestionarnos por lo que no se logró interpelar, y por lo que se interpeló pero luego se dejó sin respuesta. No pensar qué debemos hacer menos, sino qué debemos hacer más.

Share this content:

Deja una respuesta