Yo la bastarda, la ilegítima, hija del viento se decía por entonces, última de cinco hijos, familia de segunda, la no reconocida. A vestirse con las mejores pilchas ordenó mamá aquel día, con el temple de las mujeres de hierro, y nos arrastró al último adiós de aquel que no nos dio el estatus de familia, por aquellos tiempos en que los varones decentes sembraban sus semillas por los campos vecinos, marcando territorio. Yo era por entonces una niña. No nos dejaban entrar: atrás, dijeron, “familia ilegítima”, nosotros, los intocables. Al fin pudimos. No recuerdo si en ese momento fui consciente de la humillación, o si me fue creciendo luego, poco a poco, la víbora por dentro.
La bastardía, sentida como un no ser nada por detrás, y tener que hacerme hacia adelante desde la nada. Ahí supe que tenía que inventarme: la existencia como una lucha por el ser, ¿una lucha para ser? ¿Se entiende? Por eso a los quince me lancé a la aventura, me picaba una urgencia: hacerme una vida. Empecé como actriz, de cine, de radioteatro, en fin, lo que se fuera dando. En esa fase de búsquedas me encuentra aquella tarde en el Luna Park, cuando Perón había convocado artistas para colaborar por el terremoto de San Juan.
Tenía 25 años. Tal vez por eso, el empuje juvenil, esas cosas, no dudé en ocupar el asiento al lado de Perón, y hasta a los pocos minutos tomar la palabra… Que no debía tratarse de limosna, les dije. Ni caridad, ni beneficencia: donde hay una necesidad crece un derecho. Ahí mismo cincelé ese sello que imprimí a todos mis movimientos. “No me agradezcan, no me agradezcan”, lo repetía hasta el cansancio. Se trata de derechos y con la cabeza bien alta, que no se nos enturbie el aire. Después fue la lucha contra las gordas de la Sociedad que todavía ni conocía. Ellas querían hacerme a un lado con la excusa de mi edad, mi falta de experiencia, y ahí mismo las disolví, la misma tarde en que se me atrevieron. Fue un acto de justicia. ¡Se me van, se acabó esta perversa diversión! La fiesta para juntar fondos como práctica de la crueldad, hacer visible la asimetría. Ellas, bien instaladas en su pedestal, gozaban de que se notara la diferencia. ¡Pero no, señoras! El pueblo no necesita sus limosnas, porque tiene sus derechos, les dije, y a poco nació la Fundación, una prueba viviente de ese pensamiento. En ella quise excederme: que los “hogares” fueran lujosos, porque un siglo de miseria merece borrarse con uno de ostentación. Fue una época gloriosa. Lo mismo con Ciudad Evita: quise que fuera un modelo, la ciudad soñada, con sus chalecitos como de película.
Pero más tarde, cuando ya no estuve, la Fundación fue saqueada, confiscados sus bienes. Muebles de hospitales, hogares de niños, todo destruido. Ellos se indignaban: qué es eso de tanto lujo para unos descamisados. Los querían austeros, despojados. Total, pura barbarie que sacrifica el parquet en los asados del domingo. Así llega la cantinela temerosa: desperonizar, desperonizar, matar los símbolos. Juguetes, frazadas, kunitas, todo ofertado al dios fuego como acto sagrado de purificación, en nombre de una austeridad republicana que conviene a las niñas y los niños “pobres” y los forja para el trabajo. No vayan a creerse eso de que cualquiera puede vivir dignamente, que puede comprar televisores. Y luego a nosotros nos acusan de “pobrismo”, esa palabra tan fea que inventaron. Desperonizar, desperonizar, 18 años de exilio duró la cantinela… 18 años.
Después estaban las otras, las intelectuales, las Ocampo, que no se bancaban que sus banderas feministas por el voto se contaminaran con la grasa peronista. Para ellas, primero tenía que tocarnos el espíritu sagrado de la cultura. No podíamos ir incultas a las urnas, seguiría siendo sólo un privilegio de los machos.
Argentina, larga extendida de norte a sur, ancha de lado a lado, de orilla a orilla, tierra de abundancia, la de las muchas leguas, la de la Pachamama, la generosa, la de la multiplicación de los panes para alimento de muchos, tierra que debiera parir promesas para igualar, tierra en cambio de grandes desigualdades, enturbiada de vergüenzas, la inequidad de Nuestramérica.
Yo vine para cumplir un sueño, para hacer de los niños y las niñas caras felices, dibujarles la sonrisa, los únicos privilegiados. Tierra promisoria arrebatada, secuestrada por los pocos, los sentados sobre las vacas, los de olor a bosta, los que temen por sus privilegios. Porque donde hay una necesidad nace un derecho, y donde nace un derecho muere un privilegio. Karma de ayer y de hoy, lo mucho en pocos y lo poco en muchos. ¡A desalambrar, a desalambrar!
Hay mujeres que luchan muchas horas, y son buenas. Hay mujeres que luchan una vida, ellas son las imprescindibles. Mujeres que saben atravesar puertas y ventanas. Vean cómo ella llena el espacio de la sala, cómo sus pasos rebotan en los corredores, cómo lleva los trajes y las joyas. Ella, que el primer día osó sentarse al lado de Perón y tomar la palabra, porque supo desde siempre que no se trataba de caridad. Desde entonces no paró, despertando las conciencias y enseñando los derechos hasta el instante del fin, que no sería fin, porque eternamente llevarán su nombre como escudo de Perón y bandera de su pueblo.
En mi atuendo de Eva, ellos me llaman huacha, me llaman puta, más tarde me dirán yegua, grasa. Ellos me quieren muda, me quieren muerta, me quieren no haber nacido. Pero yo ya atravesé esas ventanas y esas puertas, ya ascendí por encima de esas humillaciones. A él también, lo quieren no siendo, no soportan las voces, el tumulto de las multitudes. No soportan la calle de la gente, la plaza abarrotada, las patas en la fuente, los ruidos del 17. Yo lo veía a Perón como un cóndor navegando en soledad, yo entretanto un gorrión.
Yo, Perón, la veía en cambio como otro cóndor enorme que con sus inmensas alas me hacía sombra… y yo amaba esa sombra.
Yo, Evita, les decía que cuiden a Perón, porque él nació para ustedes, mis grasitas, mis descamisados, para cubrirlos con el manto. Luego comprendí que tenía que volarle cerca, protegerlo con mis alas.
Ella entre todas las mujeres, la llena de savia, Evita tenaz, sostén e inspiración, armada de sí misma para solaz de sus descamisados, para fortuna de…
Esa música-pueblo que me llevaré en los oídos, la más dulce melodía en mis oídos para la eternidad. Yo, la mujer de Perón, pero no solamente: quise sobre todo ser su escudo, un mapa, una estrategia, la que lo cuida y desenmascara a los enemigos. Porque sé de la traición, pan de cada día, el cuchillo bajo la almohada, duermo soñando con el Judas de hoy y de mañana. Yo decía, en mis últimas palabras, “no abandones a los humildes, son los únicos que saben ser fieles”. Otra, más tarde, repetirá la idea, como copia no, con un mismo sentimiento. Usted presidente confíe siempre en el pueblo: sólo ellos son siempre fieles.
Algunos dicen que ella era creación de él. ¿Cómo sería? ¿Tal vez como Dios, de una de sus costillas? ¿O acaso como mapa y plan secreto, nombre de las cosas, faro que abre camino entre abrojos y maleza?
Desde el día en que lo conocí tuve hambre de ser. Hambre de sus enseñanzas. Deglutía sus ideas, sus visiones. Había descubierto un polo, y una brújula interna me mantenía con la vista clavada.
Y luego lo devolvía todo potenciado, como un destino necesario. Le hincaba una urgencia. Cuando él no estaba, ella, coraje de mujer, encarnaba la revolución. El peronismo será revolucionario o no será, era su lema frontal. Desde su arresto en Martín García –cuenta el mismo Perón– “ella tomó la dirección del movimiento (…) y puso una carga explosiva en el alma de la Nación”. No fue fácil, ellos ya olían su fuerza volcánica, cuando el 17 llevó a la gente a la Plaza y se puso a la cabeza de los ‘descamisados’ que amenazaban incendiar la ciudad si no liberaban a Perón.
Quién era, entonces, creación de quién. Ella fue la llama que lo hizo ser lo que debía ser. A esta forma de decir y de narrar la llaman evitismo, como una deformación de la doctrina. ¿Pero qué es lo que evita? Nada puede evitar… porque es una fuerza de ser que todo lo arrolla, como una inundación… ¿ciega? No, con los ojos abiertos, con la frente muy alta.
Yo sentía que tenía que empujarlo y avivar su fuego para que fuera más Perón de lo que era; que mostrándole su imagen espejada potenciaría su destino. Él solía decir que el encuentro conmigo había sido el encuentro con su destino.
Y atención, compañeros, a la fuerza de las cosas, la fuerza de los nombres. Cuando elegí ser Evita, elegí el camino de mi pueblo. Sólo él me llama Evita. No es mi nombre, es el nombre de una relación, de una cadena de amor que late sobre un fuego sagrado. El nombre de una tríada, puente tendido entre la esperanza del pueblo y las manos cumplidoras de Perón. Sólo una cosa deseo: que el nombre Evita figure en la historia de la Patria. Nada quiero para mí. Mi barro está mimetizado ya con la materia del cosmos. Sólo aspiro a ser el inmortal escudo de Perón, y que mi vida hecha jirones haga de mi nombre bandera de victoria: la de mi pueblo y todos los pueblos conscientes ahora de sus derechos. Así conquistaremos el mundo. ¿Pero cómo lo lograremos?
Fanatismo, ¡eso! Palabra santa, palabra mágica, marca indeleble en todos los actos, sales aromáticas de las aguas en que nos bañamos. Seremos sectarios, seremos fanáticos. Sin vergüenza, con todo el orgullo. Porque a los fanáticos pertenece el cielo de la victoria. Fuerza de los pueblos, arrolladora, indomable, río torrentoso. Sólo con fanatismo podrán repararse siglos de explotación por un puñado de privilegiados, sólo él terminará con la diferencia escandalosa. Mi sueño es por delante, tiempos en que la relación se revierta. El fanatismo como antorcha alzada en el corazón de las batallas que pongan en un mismo rango a patrones y trabajadores, y ese paisaje de fondo donde la palabra patrón ya no tenga sentido, terreno donde sólo florezca una sola clase: la de quienes trabajan. Fanatismo, pues, como fuego sagrado que desagravia y cura. Me ato a él como a un pedestal que me sostiene firme ante los vaivenes inesperados. Sólo el fanatismo, como tener todo el tiempo las alertas encendidas, nos hará imbatibles. Ya estaba en Cristo, quien no predicaba la prudencia, ni la resignación: “he venido a traer el fuego”, dijo. Fuego en pos de una causa, la felicidad del pueblo. Eso es algo del corazón que ellos no tienen. Por eso los venceremos. Porque, aunque tengan poder, son fríos, no tienen ideales. Jesús también repudiaba a los tibios: de ellos no será el reino de la tierra. Ella, la tierra, será de los pueblos, ahora, en la hora de los pueblos.
Por eso no me duele tanto el odio de los enemigos de Perón como la frialdad de algunos. Comprendo más a aquéllos que esta turbia indiferencia. Los tibios, los peronistas a medias, me dan asco, aunque no tengan olor ni sabor. Ya Dante los colocaba en las puertas del infierno: hombres que no se juegan por nada.
También sé de la miseria de los imperialismos que, tras los oropeles, esconden siempre un pueblo sometido. Pero peor aún que los imperialismos son estas oligarquías criollas que entregan por monedas la felicidad de sus pueblos. Se les nota la hilacha. Sólo merecen desprecio. Los escucho disculparse: “No podemos hacer nada”, repiten y repiten, en todos los tonos de la mentira.
Enemigos del pueblo son también los ambiciosos. Mantenerlos lejos… dirigentes sindicales que suelen marearse. Porque ojo, que un político ambicioso es eso nomás, pero si se trata de un dirigente sindical estamos frente a un traidor. Yo también, cuando me casé con Perón, podría haber tomado ese camino que lleva al mareo de las altas cumbres, pero Dios me trajo para el lado de mi pueblo y me gané su cariño.
Los hombres que rodeaban a Perón desconfiaban. ¡Esa mujer! Aventurera, trepadora, qué hace junto a Perón, sentada en el Colón, llena de joyas. Mediocres como eran, no sintieron mi fuego. Creyeron que “calculaba” porque medían mi vida con su vara pequeña. Se equivocaron… jamás se dirá que mareada por las alturas del poder caí en la traición. Sí pude ver sus miserias, y también las grandezas de mi pueblo.
Nunca me dejé arrancar el alma que traje de la calle, porque nacida y crecida en el barro pienso y siento como pueblo. Conozco los contrastes y respiro esa vieja indignación descamisada. Tampoco entiendo los términos medios, sino sólo dos palabras: el odio de ellos y nuestro amor. Y ellos, que me llaman resentida, cómo agitan las aguas para que todo se enturbie. Así ocultan su propio resentimiento. No soportan perder sus privilegios.
Fue así como, mientras los trabajadores se organizaban, se preparaba la reacción. Yo fui testigo de esa batalla de Perón contra los privilegios y me transformé en escudo donde se estrellaban los ataques. Cobardes, como todos los traidores, nunca lo atacaron de frente, sino a través mío. Fui el gran pretexto, por huacha, por grasa, por yegua, por soberbia e, inconfesadamente, también por mujer. Cumplí mi tarea gozosa, parando todos los golpes. Sin embargo, quienes no me querían tampoco querían a Perón, y así lo traicionaron.
Sé que mi fin está cercano y quisiera no morir, pero no por mí, que he vivido todo lo que tenía que vivir, sino por Perón y mis descamisados: me necesitan. Quiero vivir eternamente en ellos. Dios me perdonará porque él también está con los humildes.
La ciudad cubierta de un halo de silencio. Colas interminables como serpientes eternas. Huérfanos los grasitas, la voz de luto, llueve sobre las piedras, llueve sobre las almas. Evita ha muerto.