La Asamblea

Amanecía cuando el casal de gallinas empezó a meter bulla. La casa de mi hermano estaba llena de gente, así que pasé la noche en un sillón. Kito apareció junto a mí con los ojos apenas abiertos. Estaba descalzo y traía puesto un pantaloncito de fútbol y una remera del Hombre Araña. Abrió la puerta de la cocina y un gallo enorme entró bufando, co-cóoo, cóooo. El colorado traía la actitud de un rufián que protege a un Capo. Detrás entró una gallina blanca, grandota.

–Disculpe, tío. Lo desperté.

–No es nada, Kito. ¿Qué le pasa a ese gallo?

–Se llama Nórman, y la ponedora es Alba.

–¿”Nórman”? ¿Así, con acento en la o?

Kito dudó. Escondió sus manos detrás de la espalda. Miró al piso. Dijo en tono académico:

–Sí, Nórman. Es una palabra aguda por su acentuación.

Había aprendido a leer a corta edad y poseía un espíritu inquieto. La curiosidad de los niños se mezclaba con su avidez por la lectura. Cualquier asunto despertaba en él dudas y no era raro que incomodara con sus preguntas y respuestas espontáneas.

–¿Qué hacés metiendo gallinas en la casa?

–Alba tiene que poner huevo, porque es ponedora.

–¿Y pone sus huevos dentro de la casa?

Sin reparar demasiado en nosotros, Nórman y Alba siguieron pasillo adentro. El colorado caminaba con las alas bajas, sacudía nervioso la cresta y pateaba el piso. Los seguimos con la vista hasta que llegaron a una pieza y entraron.

Mientras conversaba con Kito pasó un señor calvo, inclinó su cabeza sonriente y saludó. Una mujer vestida de falda larga y camisa abotonada pasó apresurada llevando unas mudas de ropa. Mi cuñada me dio un beso, volvía de hacer compras para el desayuno y traía el diario.

Kito seguía parado a mi lado y cuando estuvimos solos volvió al tema de las gallinas.

–Son mis mascotas, tío. Cuando picotean la puerta, les abro y Alba pone sus huevos en mi cama. Cuando Nórman canta es que ya está.

Y ya estaba. La naturaleza mostró su plenitud en el canto bestial del colorado anunciando el fruto de su consorte.

–Así nos despertamos cada mañana, Julián. Buen día hermanito, Jehová nos bendice con tu visita. Ahí tenés el calefón listo. Bañate primero si querés, porque enseguida se va a formar fila. Y vos, Kito, calzate y sacá esos bichos al patio. No te olvides de lavarte la cara y cepillarte los dientes.

Francisco me abrazó estrujándome un poco más de la cuenta, sin medir la fuerza que poseía en su metro noventa de estatura. A esa hora, ya se había afeitado, vestía ropa de salir y sus mocasines estaban lustrados.

–¿Dormiste bien?

Sin darme tiempo a responder me contó sobre los cuatro hermanos que estaban alojados en su casa, precursores especiales que trabajan todo el día en la Obra de Dios.

–¡Cómo me gustaría ser precursor especial o misionero! Ir al campo del mundo abriendo el camino, sembrando las semillas del Nuevo Orden. ¡Qué privilegio!

Los precursores traían cantidad de experiencias predicando en pueblos perdidos de la Puna. Los ojos de Francisco se encendieron cuando habló sobre la próxima asamblea internacional de cuatro días en el estadio de River Plate.

–Internacional, Julián. ¡Cuatro días! Vienen miembros del Cuerpo Gobernante y hermanos de todo el mundo. ¿Te imaginás? Delegaciones de África y Asia con sus vestidos típicos, con los cánticos en sus idiomas nativos, todos diferentes, pero todos unidos en la Fe, cantando y acompañándose con música en el corazón.

–Ah, ¿tipo festival de colectividades?

–No seás pavo, Julián. El hermano Torres me contó que en la otra asamblea conocieron una familia de Brasil. Como todavía ninguno hablaba el idioma del otro, se hicieron amigos sólo por señas. Ahora se visitan en vacaciones y se llaman por teléfono. ¿No es estimulante?

–¿Tienen casa cerca de alguna playa? ¡Yo no conozco el mar, Pancho! ¿Me aceptarán?

–¿Y por qué no? Van a estar unos días con nosotros y quién te dice que les caés bien y por ahí te invitan. Son unos hermanos muy amorosos.

Francisco cambió sus formas y carácter estos años. No digo que sea para peor, pero… Cuando vivíamos juntos insistía en que no debía confiar en nadie y que anduviera siempre con cuidado. Él mismo no tenía más que un par de amigos, aunque nunca los invitaba a nuestra casa.

–¿Me debería preocupar que de pronto tengas tantos hermanos? ¿Es que pensás dilapidar nuestra cuantiosa herencia?

El rostro de Francisco se ensombreció y me arrepentí del comentario. Siempre sucedía lo mismo. Una mención siquiera remota a nuestros padres terminaba en una lista enorme de cosas que hicieron mal y acusaciones amargas.

–Me costó mucho, sabés. Pero los perdoné. Un poco gracias a Kito, que lo veo y no puedo creer que me haya salido tan bien. Sólo cuando la luz de la verdad entra en las tinieblas es que el perdón es posible.

Cuando mis viejos se volvieron a Paraguay, Francisco hizo para mí de padre y campeón defensor cuando me metía en líos, a la vez que se las arreglaba para que no nos falte techo y comida. Me ayudó a terminar el colegio y me sostuvo hasta que tuve trabajo. Yo quería mudarme a Buenos Aires para ir a la universidad, pero mi hermano creía que la ciudad iba a ser perjudicial para mí porque estaba llena de tentaciones y yo era demasiado joven, y ni siquiera me había bautizado.

–El diablo siempre está acechando nuestras debilidades… Como prefieras, Julián. Sos mi único hermano y te quiero tanto como a Míriam y Kito. Vos sabés lo que te quieren ellos. Sólo espero que la luz de Jehová esté siempre delante tuyo y vuelvas a casa pronto.

Diez años hacía que era Testigo de Jehová y esta era la primera vez que yo veía sus ojos libres de resentimiento. Francisco ya no odiaba.

–Los perdoné. Pero vayamos a desayunar, que es demasiado temprano para cosas tan profundas. Ya habrá tiempo de sobra en la asamblea. No te preocupes: aunque hoy tenga otros hermanos, vos siempre vas a ser mi hermanito menor.

El agua del calefón eléctrico alcanzaba justo para humedecerse el cuerpo, enjabonarse y enjuagarse rápido. No podía dejar que el pensamiento divague libre bajo la lluvia caliente. En pocos minutos estaba listo para tomar el desayuno.

Nos sentamos alrededor de una larga mesa improvisada con varias mesas menores, el soporte de un televisor y bancos. Cuando estuvimos sentados, mi hermano se paró y todos se callaron.

–Es un privilegio que usted y su familia se estén hospedando con nosotros, hermano Torres. ¿Podría hacer la oración?

Torres agradeció el honor, se puso de pie con el rostro grave y cruzó las manos para su plegaria. Llevaba puesta una corbata fina tipo inglesa a la que le había hecho un pequeño nudo simple. Su calva brillaba bajo un foco de luz que le había quedado peligrosamente cerca.

Mi hermano se sentó y los demás hermanos, hermanas y hermanitos agacharon su cabeza.

–¡Oh, Poderoso Jehová, Señor de los Ejércitos, Dios Todopoderoso que vive para siempre! ¡Te alabamos, te ensalzamos, te glorificamos!

El tono del hermano Torres era pausado. Su voz, honda y cavernosa, saboreaba cada palabra. Tenía los ojos cerrados y las manos cruzadas por delante.

–Queremos agradecer la protección que siempre nos das, oh padre. Gracias.

–Y que tu luz esté siempre sobre nosotros como un manto. Gracias.

–Por ser nuestro padre y cuidarnos y por brindarnos estos alimentos. Gracias.

–En el nombre de dios, y de su amado hijo, Amén.

Todos respondieron a coro, en una sola voz.

–Amén.

El efecto hipnótico de la plegaria del anciano Torres duró más en mí que en los otros. Tal vez con la repetición el efecto se diluye y una plegaria se iguala con las demás, y al poco tiempo uno ya desea que termine, para comer. Eso parecía cuando la oración, efectivamente, terminó y Míriam y la esposa de Torres sirvieron mate cocido con leche y pan criollo. Había mermelada cuyana y la famosa manteca casera de mi mamá. En una canasta de mimbre, apilados, unos higos negros, medio partidos de tan gordos, pegajosos. Todavía les brotaba la savia lechosa. Seguramente Francisco los había recogido de la higuera grande mientras yo ayudaba a Kito a escoltar los pollos al patio. Pancho aprontó el mate y me lo alcanzó.

–Julián, yo me voy a predicar con los hermanos. Vamos a hacer una campaña especial para repartir invitaciones a la Asamblea. Va a venir toda la congregación porque está el superintendente del distrito. ¡No puedo faltar! Vuelvo al mediodía. A la tarde tengo que ir a ver a un señor para ver si me da una obra, que anda bastante flojo el trabajo. Si querés te venís conmigo y paseamos.

Le agradecí la invitación pero decliné porque quería ir a comprar libros a la calle Corrientes. Sabía que Francisco no aprobaba mi gusto por la literatura, la calificaba de “mundana”, y sólo respetaba como verdadera literatura la que se escribía dentro de la organización. Todo lo que imprimen los testigos es sobre la Biblia.

A la vuelta, con dos bolsas llenas de libros, entré a la casa cuando ya era de noche. Las luces no estaban encendidas, pero oí voces en el fondo. Cuando salí al patio vi que Francisco abrazaba a Míriam. Escuché apenas la última frase.

–Jehová nos va a ayudar, ya vas ver.

Míriam se levantó sonriente, me saludó y se ofreció para preparar el mate. Cuando ella se fue, mi hermano me contó que no había conseguido la changa y que estaban prácticamente sin un peso.

–Mañana vamos al banco y saco lo que tenga en la caja, Pancho.

–No es tan grave como parece, Julián. El lunes empezamos una obra y me pagan la mitad como anticipo. El problema es la asamblea. Ya pagué el micro, por suerte. Vamos y venimos. Queda el tema de la comida, nomás. Son cuatro días… pero nosotros nos arreglamos con poco. Está todo perfecto, hermanito. Mañana salimos de madrugada, así que vayamos a dormir.

Me despertaron los gritos de Kito.

–¡Tío! ¡Tíoooo!

Se tiró encima de mí. Estaba todo empapado de sudor, moco y llanto.

–¡Mi papá los mató, tío, los mató!

No paraba de llorar, se atragantaba. Detrás apareció Francisco, con el delantal ensangrentado.

 

Javier Pereyra nació en Moreno hace 43 años. Es taxista y dice que tiene (un poco) de imaginación.

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