El fuego sagrado

Se apoyó contra la puerta de una casa y prendió un cigarrillo con dificultad. Caía la tarde y el cielo estaba tan rojo como sus manos manchadas de pintura, pero no podía ser, porque hacía apenas unos minutos estaba en el patio donde el sol era enceguecedor y Angelita se paseaba de manera incesante preguntando por su Emilio, muerto dieciséis años atrás. Miró a su alrededor y notó que se encontraba en una calle desconocida, sin saber cuánto había caminado. Tenía el cuerpo cubierto en sudor y la boca seca. Respiró tratando de sacudirse el pánico, pero los oídos le zumbaban y temblaba por el frío. Le dio una puntada tan violenta en el estómago que se le cayó el cigarrillo. Después se encontró arrodillado en el piso, vomitó y se arrastró unos metros hasta apoyarse contra el paredón de una casa. Cerró los ojos porque las grietas estaban ahí de nuevo y si se quedaba mirándolas iba a perder la noción del tiempo, y se lo iban a llevar sin que pudiera cumplir su misión.

Andrés le había hecho ver las grietas. Ahora ni los medicamentos eran capaces de cubrirlas. Todo había comenzado en una habitación oscura frente a una vela. La luz titilante distorsionaba las sombras que se agolpaban en los rincones, las volvía más oscuras, las agigantaba. Fuera del círculo protegido por el resplandor de esa llama solo había oscuridad, un color negro tan profundo que era difícil de describir. La nada. Su amigo le había dicho que la única forma de pintar el negro era experimentarlo. Que la única forma de crear algo real era traer al mundo la otra cosa, la que existía fuera. Habían pasado seis días encerrados casi sin comer ni dormir, pintando y emborrachándose. Buscando a tientas la llama que era capaz de crear y destruir. El fuego sagrado.

Después de eso nada volvió a ser lo mismo, el aire se había enrarecido y tenía sueños extraños. Soñaba con interruptores de luz que no funcionaban, con manchas de petróleo y plumas de cuervo. Esos sueños lo estaban siguiendo a la realidad. Veía sombras que se movían fuera de su campo de visión, pero cuando se daba vuelta no había nada. Después empezó a ver las grietas. Al principio solo eran líneas finas y oscuras que se hacían cada vez más evidentes si las miraba fijo. Y era imposible no mirarlas. Estaban en todo. Las líneas de fuga, las huellas del agujero detrás de todo lo visible. La verdad detrás del artilugio de luz, colores y formas que todos llaman realidad. A lo último se lo llevaron a ese lugar donde Julieta y su madre le prometieron que se iba a curar. Pero lo que él padecía no tenía cura. El único saldo que le dejó su estancia en la clínica fueron unos meses en blanco y unas manos rojas, porque el saber es tan irreversible como la muerte.

Andrés le había mostrado las grietas para luego dejarlo solo con lo que saliera de ellas. Julieta también lo había abandonado. Cuando terminara con lo que tenía que hacer, podría ir a morir a su puerta como un gato llevando a la casa de su dueña un regalo final y macabro. Pero ella no era su dueña. Escuchó una sirena a lo lejos y eso le dio el impulso para levantarse. El tiempo se estaba terminando.

Más tarde y sin saber cómo, se encontró frente a la casa de su amigo. Tocó el timbre mientras se sentía desaparecer junto con los segundos y los últimos rayos de luz del día. Sonrió cuando él le abrió la puerta y por el rabillo del ojo vio miles de fragmentos brillantes disolviéndose en el aire. Andrés estaba pálido y le miraba las manos como si supiera, pero aun así lo invitó a pasar.

 

Ximena Jaureguiberry es licenciada en Psicología, docente e investigadora en Psicología Social de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de La Plata.

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