La virtualización educativa: ¿de la revolución tecnológica al monopolio de lo privado?

El horizonte próximo nos muestra un camino que asegura la finalización del año lectivo –salvo la extravagante y contradictoria insistencia de CABA– bajo este particular formato con el que se desarrolló a lo largo del ASPO la habitual dinámica de las aulas. Cuestiones de seguridad mediante, la transición de lo presencial a lo virtual se cerró en pocos días, y de allí en adelante docentes, estudiantes y familias se vieron involucrados en un contexto muchas veces hipotetizado, pero escasamente concretado: las clases a través de un monitor.

La coyuntura no dejó mucho margen al análisis: entre curvas de contagios y extensiones de cuarentena, las promesas de agosto se quebraron con la misma velocidad con la que parecieron pasar los días. No obstante, a la luz de ciertos hechos es necesario reflexionar sobre algunas cuestiones.

 

Las NTICS

Hace años que se venía promoviendo desde lo educativo la incorporación de las Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación: la pelea por la introducción de herramientas que permitieran aggiornar un sistema que había presentado pocas modificaciones estructurales desde su lejano origen, dentro de un contexto global signado por el crecimiento exponencial del mundo tecnológico, era algo impostergable que profundizaba la brecha del aprendizaje entre lo que ocurría dentro de la escuela y la multiplicación de alternativas de exploración e información que ocurrían fuera.

El desembarco de lo digital, acentuado bajo las últimas modificaciones de los diseños curriculares, era presentado como un salto cualitativo en el proceso de enseñanza-aprendizaje, por la multiplicidad de herramientas que brindaba a los docentes que se extendían más allá de las horas de clase: el incremento de las actividades pensadas en base a estas nuevas tecnologías incluso se vio reflejada en la aparición de renovadas ediciones de los libros de texto –a nivel medio– o en la creciente disponibilidad de material en línea al que –para todos los niveles– docentes y estudiantes podían recurrir para “reforzar” contenidos –lo coloco entre comillas porque la recurrencia a lo disponible en la web, por más dirigido que esté, no es garantía alguna de calidad.

En años recientes, cursos, seminarios, licenciaturas y todo tipo de títulos de posgrado comenzaron a recurrir a las plataformas de enseñanza virtual como una manera de flexibilizar aquello que muchas veces falta –el tiempo– y aquello que muchas veces obliga a resignar –la distancia–, abriendo el juego a un tipo de educación en donde la presencialidad se volvía un condimento opcional. No obstante, la continuidad de la educación formal, pública o privada, seguía presente.

 

La pandemia

El desarrollo de los hechos indica que aún debemos ser cautos en relación a lo que pueda ensayarse como pospandemia. No obstante, en algunos ámbitos de la vida cotidiana y en algunas esferas de la sociedad no hay lugar a dudas que este contexto generó un antes y un después. El entorno educativo, el ámbito en el que uno se familiariza con el vínculo interpersonal desde los primeros años de vida, sufrió un drástico cambio como consecuencia lógica de las acciones preventivas tendientes a evitar la dispersión del COVID-19. El aislamiento llegó para transformar las dinámicas de estudiantes, docentes y familias en formas impensadas.

La emergencia de la virtualidad como alternativa única posible frente a este escenario abrió la puerta al tan esperado plan B, al tan mentado salto cualitativo que la educación podía dar apoyándose en la tecnología. Pero –muy– poco tiempo después, las preguntas que surgieron de esta nueva dinámica educativa resultaron complejas de responder, frente a hechos incontrastables que los “teóricos” de la revolución tecnológica parecieron olvidar en algún rincón de sus proyectos: la inevitable desigualdad en lo que respecta al acceso al servicio básico necesario para poder trabajar en la virtualidad.

Partiendo de esta premisa inicial y cuasi ingenua, pensar en la virtualidad como alternativa viable para el recorrido educativo se despedaza cuando el sustrato sobre el que este edificio digital debiera estructurarse no está garantizado. Estudios hablan de un promedio de 33% de hogares sin Internet, derivando de ello alrededor de un 20% de estudiantes sin posibilidad de acceder a la virtualidad. Estas estadísticas también, en un segundo nivel, hablan de las desigualdades entre las distintas provincias del país, llegando a un 40% en Santiago del Estero contra un 7% de CABA.[1] Y si profundizamos aún más –nobleza obliga– vamos a encontrar que tanto ese 40% como ese 7% se encuentran desigualmente distribuidos en el territorio, pero concentrados en los mismos sectores.

El debate sobre lo público y lo privado que hasta hoy abunda dentro de la educación abre así, con esta inédita etapa de aislamiento, un nuevo capítulo.

 

Las plataformas: un nuevo nivel de segregación

¿Cómo dar clases a través de una PC? Fue la primera y más escuchada pregunta que se disparó luego de decretada la continuidad de las clases en formato virtual. Las alternativas de las aulas y de los campus virtuales existentes vieron sacudidos sus cimientos ante la necesidad de establecer otros mecanismos que garanticen un vínculo pedagógico más estrecho que la simple comunicación vía mail.

Allí se dieron a conocer –no se crearon, claro está, ya que Zoom existe desde 2011 y Jitsi-Meet desde 2003– masivamente las plataformas virtuales que se convirtieron en herramientas indispensables para mantener este lazo educativo. La presencialidad pareció encontrar una leve esperanza de reemplazo a partir de la adopción de estos softwares, aunque esas luces se apagaron al ritmo de la desigualdad que se hizo manifiesta en lo que a conectividad respecta.

No obstante, no es que no se hayan realizado esfuerzos por plantear caminos alternativos por parte de docentes, padres, madres y estudiantes, aunque el factor limitante siempre terminó siendo el habitual: la sobre-exigencia y la conectividad. Las estadísticas que hablan sobre el acceso a Internet no mencionan un nuevo nivel de complejidad: tiempo, disponibilidad y adecuación a los formatos que estas plataformas proponen para sus versiones gratuitas, porque las licencias pagas también existen en estas áreas.

Se conforma así un nuevo nivel de segregación que nos pone en alerta frente a sus posibles ramificaciones, que más o menos se podría hilvanar de la siguiente manera: desigualdad en el acceso a la tecnología que se vincula con la desigualdad en la conectividad, que se vincula con la criticidad temporal, que se vincula con la desigualdad promovida por las plataformas. ¿Qué significa esto? Que es necesario primero tener el equipamiento –sea Tablet, PC o celular, cuyos costes hoy son astronómicos– porque no seamos ingenuos, no todos acceden a un dispositivo adecuado; luego es necesario tener conectividad, también paga, aún en lugares donde de antemano se sabe que el alcance de la señal es deficiente; en tercer lugar es necesario tener tiempo, partiendo del punto en que la virtualidad es para todos, y en muchas ocasiones resulta imposible estar “conectado” en simultáneo, sea por ancho de banda o por cantidad de dispositivos; y en cuarto lugar, la recurrencia obligada a estos tipos de plataforma implica también –para las instituciones o para los docentes– gestionar las licencias necesarias para garantizar el vínculo pedagógico o adecuarse a lo disponible.[2]

Pero dentro de esta visión condicionada por la coyuntura, quizás exista un problema mayor al que todavía no estaríamos pudiendo identificar del todo: ¿hacia dónde va esta virtualización selectiva?

 

El día después

El recientemente fallecido Ken Robinson hablaba hace algunos años respecto al gran problema que presentaba el sistema educativo en relación al desfasaje existente entre estructura y temporalidad. Toda su funcionalidad estuvo y está pensada para unas lógicas propias de la Modernidad que poco se parecen a lo contemporáneo, ya que fueron pensadas en un contexto sociohistórico distinto –el del liberalismo– sobre una base estructurada por el vínculo entre Iglesia y enseñanza que a su vez había promovido una escisión fundamental en lo que a educación respecta, y que más o menos podría resumirse en siete pequeñas palabras: la educación es para quien puede pagarla.[3]

Pensar en ese momento en una educación pública era algo impensado, algo que con los años se fue trabajando en pos de extender este derecho a toda la población. Sin embargo, y en función de lo que viene ocurriendo hasta ahora, con esta virtualización oligopólica en manos de unas cuantas empresas y con toda la parafernalia de “extras” que son necesarias para acceder a una educación de calidad, es necesario reflexionar antes de que sea tarde.

Inmersos en lo más profundo de la globalización neoliberal y de la reviviscencia del ideal liberal más recalcitrante que ha traído a la luz esta pandemia, ¿no estamos reeditando aquella dicotomía estructurada hace siglos? La respuesta puede apreciarse a simple vista. El hecho de que una parte de la población escolarizada –por pequeña o grande que sea– no pueda acceder a la enseñanza, y que la barrera pase precisamente por cuestiones que se traducen en dinero, excede al concepto de marginalidad educativa[4] para convertirse en segregación pura. Varios siglos después, el dilema emerge al calor de la pandemia: más allá de Educación Pública o Educación Privada, de derechos establecidos y goce efectivo, el problema se remite a algo mucho más esencial, desde una dirección inesperada como lo es esta “revolución tecnológica educativa”. Ya no alcanza con “pagar una cuota”, supuesta garantía de éxito para las fórmulas que defienden lo privado. Hace falta todavía más.

Las soluciones, por el momento, no aparecen en la agenda política inmediata, y el tiempo pasa. ¿Pero qué ocurriría si la “nueva normalidad” promoviera el arraigo de estas formas de enseñanza virtual?

El día después, claramente, aún no ha llegado. Las respuestas a este interrogante son aún inciertas, pero analizando las dinámicas de acumulación y exclusión que este mundo globalizado impuso, no sería ilógico pensar que, al igual que hace mucho tiempo, la educación pase a ser cosa de pocos.

 

Rodrigo Javier Dias es licenciado en Enseñanza de las Ciencias Sociales con orientación en Didáctica de la Geografía (UNSAM), profesor de Geografía (ISP “Dr. Joaquín V. González”), docente en nivel medio y superior (UNAER), maestrando en Sociología Política Internacional (UNTREF), creador de Un espacio Geográfico, www.youtube.com/channel/UC2ztSB39vK8plh5c_PrXf2Q, IG: @un.espacio.geografico, Tw: @espacio_geo82.

[1] https://www.telam.com.ar/notas/202004/458220-casi-20-alumnos-primaria-no-accede-internet-argentina-informe.html.

[2] En este aspecto, es conocida la reiteración de casos en los que las charlas con plataformas gratuitas son “hackeadas” o interrumpidas por “bots” o usuarios aleatorios que transmiten pornografía u otro tipo de imágenes o sonidos disruptivos.

[3] www.youtube.com/watch?v=r_8wF1oDYFI.

[4] Rodrigo Días: “Más allá de la UniCaba: Estado Neoliberal, Marginalidad y Crisis de Soberanía Educativa en la Argentina de ‘Cambiemos’”. Boletín Geocrítica Latinoamericana, Grupos de Trabajo de Clacso, 2, Abril 2019.

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