Desde una lectura fonética a una lectura coexistencial

Basta con preguntarle a cualquier persona cuándo aprendió a leer para poder inferir cuál es su concepción de la lectura. Si responde antes, durante o al término del primer año básico, nos informa que describe leer como la capacidad de decodificar los signos lingüísticos. Mafalda, con agudeza crítica, en una de sus intervenciones intelectuales señala, volviendo del colegio después de sus primeras lecciones de lectura: “ahora ya puedo hablar en lenguaje escolar, mi mama me mima, ese oso soso sesea”. Ana María Kaufman, por su parte, sobre este tipo de aprendizaje lector expresa: “sólo a un educador o una persona que tiene la expresa voluntad de enseñar a leer a otro, le enseña la letra descarnada”. Decodificar signos es una parte del leer, pero no es todo el leer: sin duda que esta confusión es lo que ha causado estragos en el desarrollo humano, social e intelectual, al ser la lectura una destreza instrumental del cual depende la adquisición de muchas otras competencias. Es posible que eso haya incidido en el debilitamiento del edificio cultural de generaciones.

Qué diferente habría sido todo, en los diferentes niveles de educacionales, incluida la superior, si las y los docentes no hubieran dado por hecho que sus estudiantes sabían leer[1] y se hubieran ocupado en cada asignatura de enseñarles a leer los textos que les asignaban. Porque basta avanzar un peldaño en la escalera paradigmática y dejar atrás el modelo perceptivo-motriz[2] del concepto de lectura, para encontrarse con la propuesta cognitivo-lingüística donde leer es comprender, decodificar los significados, y por lo tanto es interpretar semánticamente cualquier significante –textos escritos, dibujos, símbolos, mapas– obviando incluso la decodificación de los signos lingüísticos. Claramente, el desarrollo de los modelos de lectura va ampliando la mirada e incorporando las concepciones anteriores, dentro de una óptica prolongada donde los árboles no impiden ver el bosque. Donde una concepción que es parte no se atribuye el estatus de totalidad: donde la hoja no es el árbol, ni el árbol es el bosque.

Si la educación avanzara desde la hoja –modelo perceptivo-motriz– al árbol –modelo psicolingüístico–[3] otra sería su realidad. Todos los estudiantes sabrían que están en proceso de aprender a leer, que cada vez que se enfrentan a nuevos significados están aumentando sus competencias lectoras. No se descuidarían, y asumirían que leer es una especie de herramienta en constante afinamiento. Dentro de este modelo se puede entender el leer como algo análogo a ejecutar un instrumento musical, porque mientras más se practica y se incorporan desafíos mayores de comprensión o ejecución, más se desarrolla la capacidad como intérprete musical. Sentirse equívocamente en la meta cuando se está comenzando el camino, o percibirse como un eximio guitarrista cuando apenas se pueden tocar algunos acordes, pueden exponer a más de un fracaso o abucheo. Aplíquese todas estas comparaciones al proceso lector: intentar leer un texto complejo –interpretar una obra sinfónica– con los pocos acordes aprendidos a los seis años –lectura analítica sintética– puede ser una acción extremadamente frustrante. Distinto es si a cada lectura –pieza musical– la asumo como un nuevo desafío para mejorar mi capacidad lectora –interpretativa.

Otro peldaño de la escalera que permite tener una visión más amplia de la lectura es el modelo holístico interactivo, que construyó su propuesta teórica y práctica observando las condiciones contextuales de la ontogenia del lenguaje y las características relacionales y ambientales que permiten el surgimiento de “lectores espontáneos”. Estas observaciones permitieron conocer las etapas y las características de la psicogénesis de la lecto-escritura, asociada a factores relacionales como la validación del error, el uso de lenguaje significativo, los ambientes letrados, el valor de la interacción mediadora y la importancia de describir tanto el lenguaje –incluido el escrito– como al hablante y al lector como una totalidad: física cognitiva y socioafectiva.

 

Aproximaciones a una lectura coexistencial

Algunas aproximaciones a esta propuesta se pueden inferir desde dos visiones del constructivismo. La primera permite comprender la lectura desde la construcción intimista del aprendizaje, cada texto –aprendizaje– nuevo se combina con los procesados con anterioridad y se construyen nuevas estructuras o andamiajes cognitivos. Esta es una manera de multiplicar y renovar el conocimiento en cada acto lector o de aprendizaje: incorporar nueva información equivale a lo que hace un pintor cuando coloca nuevos colores en su paleta, cuando lo mezcla con algunos o todos los colores que ya estaban. Surgen así nuevas estructuras, nuevos matices inéditos, con los que puede construir nuevas obras.

Otras aproximaciones que vale la pena señalar son aquellas que incorporan metodología que vincula los textos con las experiencias previas de los y las estudiantes –claramente dentro del marco de la teoría sociocultural de Vigotsky– y les permite activar su zona de desarrollo próximo antes de la lectura, o contactarse con las experiencias y los significados vivenciales que los contactan con tópicos, temas, expresiones, hechos u otros componentes del texto escrito. Dentro de esta perspectiva algunos autores proponen que los niños y las niñas aprendan a “leer en redes”, establecer relaciones entre los textos y entre los textos y sus experiencias personales, facilitando la construcción de una “memoria literaria estructurada” construida por el conjunto de libros leídos y por su procesamiento colectivo e individual, los cuales son un referente que ayuda a la comprensión de textos en profundidad.[4]

 

¿Cuándo comienza la lectura?

¿Cuándo se abre el libro frente a nuestros ojos? Al respecto existe una máxima que sostiene que el acceso al objeto forma parte del ser que accede. Puede aplicarse para afirmar que el contacto con toda realidad actual, incluidos los libros y sus contenidos, comienza con nuestra gestación, toda vez que aceptemos que somos sistemas cibernéticos de segundo orden, o sistemas observadores. Este acceso al objeto incluye el cuándo, dónde, de quién se obtuvo el libro, además de toda la historia de interacciones que antecede al momento de su lectura.

Todo ejercicio o actividad que preceda a la lectura en pro de expandir nuestra conciencia cognitiva, lingüística o existencial sin duda va a redundar en la “construcción” del texto. Al respecto cabe hacer otra distinción: un libro es en tanto es leído por alguien, es el lector o la lectora quienes hacen existir al texto. No existe un texto –excepto entre paréntesis– antes de ser leído. Por ello no es posible leer dos veces el mismo libro. Aunque parezca tétrico, muchos anaqueles están repletos de libros muertos que sólo nacerán a la vida cuando sean desempolvados y “existidos” por un lector-existente. Si el lector o la lectora se encontraran en un estado no-existencia o de latencia existencial, el libro continuará siendo cadáver, por mucho que se muevan sus componentes lingüísticos dentro del ataúd: le faltará el aliento de vida que requiere de un lector vivo y por ello con la capacidad de otorgar vida.

Todas las acciones que se realicen por “avivar” o aumentar el grado de existencialidad del lector favorecerán la existencia del libro y la posibilidad de una lectura coexistencial. Para que se entretejan dos existencias se requieren dos existentes. Los maestros de la existencia –mediante la expansión de la conciencia, la alineación, la instalación en el cuerpo y la meditación– son las culturas orientales: un contexto donde el contenido de las personas vale tanto o más que el contenido de los libros, cultura que venera a los seres con el contenido más profundo y sabio, tanto o más que las obras con dichas características. La tendencia fragmentadora de los paradigmas occidentales suele desvincular al libro de su autor y a éste del contexto socio-emotivo-cultural donde lo escribió. Del mismo modo que separa al lector y a su historia de interacciones del texto leído.

Una lectura coexistencial es en sí hermenéutica. Valida la conexión de la obra con el quién, dónde, cuándo, cómo, con qué, con quiénes, y todos los factores que permiten recuperar en parte la realidad política –del ser aquí y ahora– de algo que tiene dos caras, una de ellas vuelta hacia el pasado, a la realidad semántica, en la perspectiva óptica de la “hermenéutica del explicar”. Y la otra cara surge en el contexto del presente –en definitiva, en el único contexto posible de la lectura– el espacio psíquico de la hermenéutica ontológica. En este marco conceptual, la lectura puede ser descrita como el arte de integrar holísticamente dos dimensiones: los dominios de existencia política y el semántico, las hermenéuticas del explicar y ontológica, las existencias del lector y del autor, y todo lo que éstas contienen: sus estructuras cognitivas, sus contextos sociohistóricos, sus emociones, sus particulares lentes gnoseológicos.[5]

 

Las bibliotecas vivientes

Desde el principio hologramático, resulta difícil aceptar a los textos escritos como el mejor y mayor registro de la existencia humana. Son muchos los autores que han definido y estudiado otras alternativas como: el inconsciente colectivo, los mitos como registro de lo cultural y lo espiritual, el imaginario colectivo, la cadena de significantes, el tao, etcétera. Es como si fuera necesario un reservorio de todos los conocimientos y las experiencias humanas, que superan a los que registra la totalidad de las bibliotecas, escritas y virtuales. No es una afirmación vana la que asegura que una imagen habla por mil palabras. Cuántas palabras serán necesarias para expresar un beso, una emoción o una experiencia espiritual. Debe aceptarse que la realidad hermenéutica o fenomenológica es distinta a la realidad escrita: son una especie de conjuntos disjuntos, o dos formas distintas de representar la realidad. Un una se habla o describe la realidad, en la otra se la vive. Es distinto escribir un tratado sobre el vuelo de los pájaros que ver el vuelo de un pájaro, o ser el pájaro que vuela. Por ello cabe la posibilidad de un registro existencial distinto al gráfico, y distinto al ideográfico y al estructurado lingüísticamente. Tal vez sea hora de recuperar, restaurar y concurrir masivamente a las bibliotecas vivientes, a los portadores y las portadoras de la experiencia humana: a los seres humanos que están siempre a nuestro lado, a esos a veces ignorados como seres, y casi siempre como la fuente principal de la sabiduría. Desde esta mirada no es una exageración afirmar que hay más sabiduría en las personas que en los libros. Cuánto aprenderíamos si aprendiéramos a escuchar al otro, a validar su experiencia y su historia. Podríamos entender por qué Sor Teresa de Calcuta sostenía que “los mejores maestros son los niños”. Sólo entonces podríamos saber más de la belleza mirando los ojos glaucos de un campesino que leyendo un ensayo sobre estética; o saber más de Dios en el gesto amable de un desconocido que en una obra sobre teodicea.

Dejemos estas tareas para un futuro donde tal vez la forma de hablar, escuchar, leer o escribir ya sean distintas. Donde posiblemente algunas de ellas se conviertan en piezas de museo, y después del ruido contemporáneo nos hagamos asiduos al silencio. Y donde esta época de tantos discursos podría convertir el escuchar en uno de los principales hábitos de la humanidad, tiempo en el que tal vez el leer sea reemplazado por el sentir, el amar, o simplemente el existir.

De acuerdo con los principios fundamentales de la pedagogía de la coexistencialidad, para que ocurra una experiencia de aprendizaje deben suceder ciertos fenómenos. Primero, “existir”, tomar conciencia de que se es, todo lo que se es, cuándo se es. Es aquí y ahora cuando se es más uno mismo. Cuando soy, tengo el mejor tiempo y el mejor lugar. El libro que leo es el único y el mejor libro que existe para mí. Cualquier otro libro existe en el dominio del debería ser, del será o del fue, y por lo tanto no es: no existe.

El libro, sólo después de existido puede ser evaluado o adjetivado como bueno, poco interesante, superficial. Todas opiniones que están determinadas por el grado de existencia con que se lo lee. El libro es una realidad semejante a una persona con la que uno se encuentra. Esta persona puede ser un niño, un vagabundo, un filósofo, un discapacitado mental, un religioso o un delincuente. Cuanto exista para mí de esa persona, cuan interesante, entretenida o significativa me resulte, está relacionado con cuanto de mí es en ese contexto, nivel de presencia que es condicionante de la calidad del vínculo lector-libro, de lo significativo y perdurable de ese encuentro.

Así como toda persona puede ser significativa y aportadora para la vida, también lo puede ser todo libro. Desde la hologramatidad no existe ningún contenido de un libro que no se encuentre articulada con los contenidos del lector o la lectora. El problema está en que no siempre se es consciente de ello, siendo por tanto una habilidad que debe desarrollarse de manera intencionada.

Algunas personas al leer un libro han experimentado la sensación de haberlo escrito, o sentido una sintonía especial con lo que el autor o la autora expresan. Esta experiencia constituye un ejemplo de conexión hologramática. En definitiva, al ser parte del todo, hemos escrito todos los libros, y por lo tanto el acto de leer es sólo un reencuentro, un proceso de evocación o de relectura. Leer es el acto simultáneo de encontrarse a sí mismo dentro del texto y al texto dentro de sí. Es un tipo de coexistencia donde el otro –libro– en la acción de leer se redescubre para sí. Es una alteridad fortalecedora de la mismidad. Es un atajo para regresar a la propia identidad.

[1] Si, como se ha señalado, no hubieran hecho como si fuera equivalente leer y codificar fonografemas.

[2] El modelo que centra el aprendizaje de la lectura en la conducta externa y observable de traducir los grafemas a sus fonemas equivalentes está asociado a la psicología conductista y recibe distintas denominaciones, siendo la más común la de modelo de destrezas, al que se vinculan los métodos de lectura analítico-sintéticos, fónicos, que se sustentan en el principio de dividir el lenguaje escrito en sus unidades mínimas –fonografema– y con un criterio de linealidad progresiva van uniendo estos fragmentos para formar otros mayores. Obedece a los principios del paradigma de la complejidad que opera desde el supuesto de que es más fácil conocer la realidad si se escinde o fragmenta en partes. Esto usualmente se traduce en una pérdida de la percepción holística y en una ceguera para ver la complejidad de la realidad: el lenguaje tampoco es diferente en esto, porque también constituye un todo en sí. De hecho, métodos globales y holísticos han sido intentos por abordar el aprendizaje de la lectura desde esta óptica.

[3] El modelo psicolingüístico se encuentra bajo el paraguas teórico de la psicología cognitivista. Algunos de sus principales teóricos son Frank Vellutino y Kenneth Goodman, quienes, basados en las concepciones de los autores clásicos de esa corriente, elaboraron explicaciones para la etiología del retardo lector específico y para el aprendizaje de la lectura, describiéndola como un proceso cuyo desarrollo dependía fundamentalmente de la madurez de las funciones psicolingüísticas: semántica, sintáctica, fonológica y pragmática.

[4] Libros y más libros al alcance de la mano. Entrar al mundo de la lectura escrita. Santiago de Chile, Ministerio de Educación, Unidad de Educación Parvularia, 2008.

[5] Esto supone aceptar, además de una epistemología o gnoseología genérica, la posibilidad de una epistemología o gnoseología particular, que permite la multiversidad y la transitoriedad permanente del acto de conocer.

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