Sistemas de salud y justicia social

A propósito de la publicación del libro “Sistemas de Salud. El modelo argentino y el caso neuquino” de Daniel Esteban Manoukian y Nasim Iusef Venturini, publicado en 2021 por CICCUS y la Universidad Nacional del Comahue.

El mérito de este libro es que en sus páginas se resumen de una manera notable y precisa la historia y las características de los sistemas de salud argentino y neuquino. Dado que resulta imposible enumerar en pocos párrafos los principales aportes del texto, me limitaré a mencionar solamente algunos.

El libro parte de afirmar que todo sistema “involucra a un conjunto de actores que desempeñan diferentes roles y persiguen objetivos no siempre alineados con la meta central”. Idealmente, el imperativo de un sistema de salud “consiste en organizar las transacciones para economizar la racionalidad limitada al mismo tiempo que se las protege del comportamiento oportunista”. Para analizar estas cuestiones, los autores analizan las fortalezas y debilidades de los tres tipos ideales de sistemas de salud –universalista, de seguridad social y de seguros privados– predominantes en el mundo actual, en términos de amplitud de la cobertura de la población; nivel de satisfacción de los usuarios; control del gasto; libertad de elección; actualización tecnológica; equidad; y protección de grupos vulnerables. También describen ventajas y desventajas de las distintas formas de pago de los sistemas de salud: por prestación, por capitación o por salario. Entre las desventajas, se menciona que el sistema de pago por prestación –entre otras– tiende a poner énfasis en la atención de la enfermedad y no en la prevención, a incentivar el trabajo aislado, a favorecer las sobreprestaciones y en general a la ineficiencia del gasto. Por su parte, el pago por cápitas suele generar subutilización de servicios; insatisfacción de usuarios; e incentiva un bajo nivel de responsabilidad de las y los profesionales y los servicios. Por último, el pago de salarios “fijos” –sin importar la producción de cada profesional– desalienta la iniciativa profesional y la competencia; no relaciona el gasto con la producción ni con la calidad; desincentiva una buena relación entre profesionales y pacientes; y muestra poca flexibilidad a los cambios externos al sistema.

Un segundo mérito del libro es la explicación de la conformación histórica del sistema de salud argentino, que en buena medida explica sus características actuales. En particular, se destaca que hasta 1943 “solo algunos problemas de salud concitaban la atención de los responsables sanitarios” en los gobiernos. Luego se describe el “modelo de planificación estatal centralizado” implementado entre 1945 y 1955, formateado por el pensamiento político sanitario de Ramón Carrillo, quien defendía un modelo de centralización normativa y descentralización administrativa. Además, “Carrillo entendió como pocos de su época que la salud estaba condicionada por el lugar que cada uno ocupa en la cadena productiva y que la determinación social era más potente, desde el punto de vista de la salud, que las nuevas técnicas quirúrgicas y los modernos medicamentos”. De todas formas, más allá del protagonismo que adquirieron las estrategias de promoción y prevención, el sistema de salud duplicó en esos diez años su capacidad –medida en cantidad de camas– y se construyeron 234 hospitales, 60 institutos de especialización, 50 centros maternoinfantiles, 23 laboratorios y centros de diagnóstico, etcétera.

Con el golpe de Estado de 1955 se inicia la tradición de los gobiernos de derecha en Argentina –mayoritariamente, dictaduras militares– de “descentralizar” el sistema de salud, tendencia que continuaron los gobiernos de Alfonsín y Menem. Correlativamente fueron aumentando su capacidad las obras sociales sindicales, que lentamente –“por decisión de los trabajadores, por fuera de las estructuras del Estado”– se fueron conformando como actores centrales del sistema de salud, “ya que determinaron en gran medida el accionar de otros actores del sector”. Me permito agregar que eso explica por qué todos los proyectos de reforma del sistema –por derecha y por izquierda– intentaron afectar el funcionamiento y los recursos de las obras sociales, pese a que su gasto per cápita no es superior a la media del sistema y sus resultados sí lo son. Además, los autores del libro sí señalan que en esas décadas la seguridad social impulsó el desarrollo del sector privado de la salud, aunque aquí me permito hacer otra aclaración: una cuestión es que las obras sociales favorecieron la proliferación de prestadores privados, y otra que la “desregulación” de 1993, que favoreció el “descreme” de las obras sociales, permitió que una parte importante de los recursos de la seguridad social se fugara hacia las empresas de medicina prepaga –que no casualmente concentran sus afiliaciones en la población joven y sana–, con lo cual en términos globales se produce un efecto insólito: el sistema solidario financia al no solidario, los pobres subsidian a los ricos. Esto se debe principalmente a las reformas implementadas en los 90, que según los autores tuvieron –entre otros– estos objetivos: fragmentar el sistema; descentralizar los servicios; fortalecer el sector privado; focalizar el gasto en el sector público; y priorizar el “abordaje tecnocrático” de las políticas de salud. En términos de sus propios objetivos, estas reformas fueron “exitosas”, pero en buena medida explican los principales obstáculos que actualmente presenta el sistema de salud para lograr los objetivos de acceso, calidad y equidad. Aclaro por las dudas que un sector importante de las y los especialistas no suelen acordar con este diagnóstico y, en lugar de poner énfasis en la evidente inequidad en el financiamiento, se centran en propuestas “de gestión”, indudablemente necesarias, pero que en mi opinión están lejos de conformar el centro del problema.

A partir de 2002 la tendencia descentralizadora se revirtió, lo que fue posible gracias a una serie de políticas innovadoras y a un aumento sustancial del gasto público consolidado real en atención de la salud. Entre otras reformas, se recuperó el rol de rectoría del Estado y el papel del Consejo Federal de Salud; se retomó la planificación concertada a través del Plan Federal de Salud 2004-2007; se impulsó la Atención Primaria de la Salud en los nuevos programas del Ministerio de Salud nacional y mediante la construcción de nuevos CAPS, CIC y hospitales; se formuló una política nacional de medicamentos; se inició una serie de políticas de planificación de recursos humanos en salud, principalmente a partir del programa Médicos Comunitarios, acuerdos con facultades de ciencias médicas, y las “residencias prioritarias”; se creó una importante política de salud sexual y de Educación Sexual Integral; se impulsaron políticas orientadas a la población más vulnerable, mediante el programa NACER-SUMAR, la Ley de Salud Mental y Adicciones, entre otros; se crearon varias iniciativas políticas de prevención de enfermedades crónicas no transmisibles; y se ampliaron sustancialmente los programas de inmunizaciones.

La vuelta del neoliberalismo al poder ocurrida en 2015 se tradujo en salud en una iniciativa llamada Cobertura Universal de Salud (CUS). En los hechos, más allá del desfinanciamiento y la desactivación de los programas nacionales orientados a la población más vulnerable, todavía hoy representa un misterio a qué se referían con “CUS” las autoridades sanitarias de ese gobierno. De hecho, los documentos, los decretos y las resoluciones que explicaban su contenido tardaron años en ser emitidos, en términos generales solamente incluían frases ambiguas, y cuando explicitaban actividades concretas no representaban ninguna novedad respecto a lo que ya venía haciendo desde hacía décadas el Ministerio, que luego fue degradado a Secretaría. Esta incertidumbre recién comenzó a revertirse en los últimos meses de aquella gestión, demasiado tarde para generar algún resultado visible.

Volviendo: el libro de Manoukian y Venturini incluye una caracterización del sistema de salud neuquino, donde las últimas cinco décadas demuestran la eficacia de su “plan de salud”, por el cual el sector público “determinó en cierta medida también el devenir del resto del sistema”, aunque con el correr de las décadas el sector privado fue aumentando su protagonismo. Si bien Neuquén es la provincia con mejores indicadores de resultados en salud –es la provincia con mayor esperanza de vida al nacer y con la tasa de mortalidad infantil más baja del país– los autores encuentran algunas debilidades en su sistema de salud: entre otras, la “falta de integración de las políticas sociales”; el “escaso aprovechamiento de la capacidad instalada para diagnóstico epidemiológico”; el “débil aprovechamiento del rol de rectoría del Ministerio de Salud” provincial; “endebles políticas de recursos humanos en salud”; o la primacía de una “visión hospitalocéntrica de la atención de la salud”.

Entre las conclusiones, interesa destacar que los autores afirman que en los sistemas de salud se registra “una tensión de intereses entre los actores intervinientes. Muchas veces esa puja de intereses impide dar respuestas concretas a la demanda de salud de las poblaciones y genera gran insatisfacción en la sociedad”. En el caso argentino, además, la fragmentación del sistema genera “diferencias entre regiones que evidencian inequidad”; “una tendencia a la expansión del gasto que no se corresponde con los resultados”; y “la disolución de la responsabilidad institucional”. A estas dificultades se agrega que “la nueva epidemiología demanda del campo sanitario acciones específicas, pero obliga al mismo tiempo a un abordaje integral en el marco de un modelo de país que propenda a la igualdad y la justicia social”. Sin poder discordar con esta afirmación, me permito agregar que la política de salud es una de las mejores herramientas para lograr esa igualdad y esa justicia social.

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