Transición energética: modelo para armar

A partir de la emergencia de la agenda ambiental, la transición energética se ha transformado en piedra de toque para poner en cuestión diversos proyectos del sector energético, pero también para vectorizar agendas de cambio social que no siempre son explícitas y que apuntan, en buena medida, a los fundamentos de la agenda de desarrollo, o el llamado desarrollismo. Sin entrar en estas discusiones, que hacen a la cuestión política de la cuestión, el trabajo busca ofrecer un panorama de algunos de los aspectos de involucran la construcción del proceso de transición para un país como Argentina, y que son en buena medida los aspectos más opacos, por complejos y menos transitados de la discusión.

 

La transición energética en cuestión

En las líneas que siguen trataremos de otear sólo de manera superficial –dado el espacio con el cual contamos– el desafío más grande de política pública que se enfrenta y enfrentará en las próximas décadas: el de la transición energética. Si bien en la discusión pública el tema aparece como una cuestión dominada por la agenda ambiental, lejos está de ello. Entraña una complejidad y una profundidad que enlazan cuestiones de fondo, tales como el derecho a una vida digna, las posibilidades de desarrollo del país, el margen de libertad con que contamos para ejecutar decisiones, o las capacidades del Estado y los privados para impulsar un sector energético sostenible e inclusivo.

Iniciemos la discusión con una premisa: el sector energético es columna vertebral de la reproducción de cualquier sociedad –el más complejo de comprender y gestionar de cualquier país– y, a la vez, uno de los que tiene mayor inercia al cambio por apoyarse en su evolución en tendencias que derivan de las leyes de la física, en el proceso socioeconómico del país y en trayectorias de largo aliento de cambio tecnológico. Si quisiéramos añadir una capa más de complejidad a esto, deberíamos señalar que, tanto la estructura jurídica que ordena el sector de los recursos naturales, como el grado de libertad que cuenta un país para hacer políticas de desarrollo, son elementos centrales a la hora de fijar y gestionar rumbos.

Pero, antes de lanzarnos a la cuestión, ¿qué es una transición energética? Del modo más sencillo posible, la podemos definir como el proceso de cambio de décadas que implica el pasaje de un régimen energético a otro. Por ende, tenemos un lapso, en el cual acontece el proceso, y una nueva definición que dar: régimen energético. Este último puede ser definido como una específica formación histórica, en la cual el modo en que se produce, distribuye y consume energía es parte indisociable de su entramado físico, socioeconómico, tecnológico y político, donde la dirección del cambio de la transición no resulta neutra: en esa configuración existen relaciones de poder y de fuerza entre diferentes actores que conforman una distribución de costos y beneficios para naciones y personas. De esta manera, una transición energética puede ser definida como un cambio estructural, cuyo sentido –progresivo o regresivo– dependerá de las políticas que busque y pueda adoptar cada país para su gestión.

Sólo una cuestión más, de contexto: este cambio acontece en el fárrago de derivas geológicas, físicas, tecnológicas, económicas, históricas, sociales, políticas e institucionales, las cuales contribuyen a condicionar y dar forma al proceso, ganando o perdiendo margen de maniobra para el país, según el caso. Uno u otro resultado dependen, en buena medida, de la política.

 

Lo que se entiende por política energética y lo que es

Se puede afirmar de un modo simplificado que hace más de dos décadas la política energética ha quedado subsumida a los conceptos de tarifas y subsidios –los otros nombres del precio y el costo de la energía– y, de manera más reciente, se ha sumado la cuestión ambiental, bajo el signo de la transición energética y las protestas en relación a algunos proyectos energéticos. Ahora bien, ¿desde dónde deriva este reduccionismo que se ilustra en la subsunción de la política energética a la económica, en la formalidad de los ravioles del organigrama? El fenómeno se puede remontar en buena medida al desguace y la privatización de las empresas energéticas estatales –y toda la propiedad estatal nacional de recursos energéticos– que organizaban la provisión de energía del país, con empresas como YPF, Gas del Estado, Agua y Energía, etcétera. El resultado en términos de política pública fue un cambio de marco estructural del sector, que lo desplazó desde una lógica de desarrollo nacional-territorial a otra financiera-mercantil, en el sentido de que el norte de la planificación la pone el sector privado vía selección de inversiones en función de tasas de ganancia-descuento que le resulten atractivas en relación a otras posibles inversiones, donde el competidor más cercano siempre es la inversión financiera.

Un ejemplo claro es el sector de hidrocarburos, donde las concesiones son otorgadas por las provincias a empresas privadas, y éstas deciden las inversiones para exploración u explotación en función de su atractivo desde el punto de vista de la diversificación de riesgo de la empresa, de la tasa de rentabilidad esperada del proyecto en relación a otros proyectos de la empresa, del tiempo de retorno de la inversión, etcétera. En todo caso, lo queda claro es que los elementos que definen la realización de una inversión para exploración o producción no se ajustan a las necesidades de energía del país, sino a la rentabilidad que pueda ofrecer. En ese marco, la política nacional se ve reducida a la acción de ofrecer incentivos para que esas inversiones se concreten, lo cual implica a su vez un complejo juego de alineamiento de intereses entre nación, provincias y todos los actores que componen el sistema energético.

Esta lógica ilustrada no difiere en gran medida en el sector eléctrico: un buen ejemplo de ello ha sido el Plan Renovar, que en lo concreto ha consistido en el otorgamiento de una serie de ventajas para que actores privados inviertan en parques de generación renovable donde el riesgo es casi cero. El rol del Estado se reduce en este caso a garante del pago y árbitro en el proceso licitatorio, porque ni siquiera se definieron localizaciones prioritarias para los parques en función de la optimización del sistema de transporte eléctrico y la ubicación de los consumos y la generación.

Entonces, definida la cancha como está por las leyes que reformaron el sector en la década de 1990, el statu quo imperante ha ido reduciendo de manera progresiva la capacidad del Estado para hacer otra política energética que no sea definir niveles de subsidios, pagar la factura derivada, e ir cubriendo las inversiones en generación, transporte y distribución que los privados no hacen. La transición energética plantea muchos interrogantes, pero uno de los centrales es el de los principios bajo los cuales se ha de realizar: si han de ser la búsqueda de equidad y de derechos, sin dudas hace falta crear mayor libertad a la hora de hacer política energética, ya que el paradigma vigente parecería dificultar en extremo el logro de esos principios.

Ahora bien, plateado esto, ¿qué es la libertar a la hora de hacer política publica? Pues ni mas ni menos que tener la capacidad de fijar un rumbo en función de objetivos políticos y tener la capacidad de ejecutarlo. Esto último requiere capacidad técnico política para diseñar y ejecutar políticas y acciones, y –centralmente– contar con la capacidad de financiar de manera endógena de modo mayoritario el rumbo seleccionado. Sin financiamiento endógeno, el margen de libertad para hacer la política energética, tecnológica e industrial necesaria para la transición se reduce de manera exponencial, ya que quien financia es quien desarrolla y vende la tecnología.

 

Qué implica gestionar una transición

La actual transición, derivada de los imperativos del cambio climático, introduce una complejidad histórica singular, pues se trata de descarbonizar una matriz energética mundial basada de manera abrumadora en combustibles fósiles, de alta densidad energética y despachabilidad, a otra que sea baja en emisiones. A esto se suma el imperativo de hacerlo en un lapso de tres décadas, lo cual representa un hecho inaudito para la historia de la humanidad y el sistema energético, caracterizado por procesos de cambio de largo alcance –entre medio siglo y uno– relacionados con la magnitud de las infraestructuras y las inversiones requeridas, y la propia dinámica física que rige a aquellas.

En tal contexto se desarrollan las discusiones sociales sobre el mix energético a adoptar y los modos de consumo energético a promover, las presiones políticas de los principales emisores globales para utilizar la transición en pos de su provecho, y la construcción de los senderos nacionales.

Para construir estos senderos los estados nacionales deben arbitrar entre las presiones de las potencias, las demandas sociales espoleadas por imperativos ambientales –muchas veces ciegos de la realidad del sistema energético– y las restricciones que debe enfrentar cada país para equilibrar el cambio en el sistema energético con la sostenibilidad económica, social, política y ambiental. En el caso de Argentina, se trata de gestionar un rumbo que –permitiendo incluir a los excluidos y mejorar la calidad de vida de amplios sectores de la población– brinde las condiciones para un desarrollo tecnológico industrial que haga inclusivo y sostenible macroeconómicamente el proceso.

Ello implica construir el nuevo mix con tecnologías e industrias nacionales en el mayor porcentaje posible, lo cual exige contar con financiamiento endógeno. Recordemos que un pilar de la puja distributiva asociado a la volatilidad cambiaria se asienta en la dolarización de la energía, derivada del mecanismo de financiamiento externo para inversiones energéticas que se repagan con tarifas en pesos.[1]

A estos elementos se deben agregar los propiamente energéticos, en el sentido de que en el pasaje de un sistema basado en CO2 a otro más limpio se deben sostener en todo momento la seguridad energética y unos costos razonables del sistema. Esto implica que la incorporación de renovables en el sistema eléctrico debe hacerse a un ritmo que no comprometa el suministro ni genere sobrecostos por la necesidad, por ejemplo, de generar redundancias de potencia y bajas tasas de uso de infraestructuras de transporte –consecuencia que se puede derivar de una penetración desequilibrada o demasiado acelerada de energías renovables intermitentes.

Desde esta perspectiva de una búsqueda de maximización de desarrollo, costo y fiabilidad del sistema, el mayor potencial en el mediano plazo para la transición en el país se ubica en la tríada nuclear-hidroeléctrica-eólica, donde la complementariedad geográfica y tecnológica de estas dos últimas puede permitir el desarrollo de un sistema con buena seguridad en el suministro.[2] La energía nuclear, única fuente segura, firme y con alta densidad energética, es sin duda un pilar fundamental y un reaseguro para poder garantizar el desarrollo de un sistema robusto y confiable, a la vez que para seguir traccionando senderos tecnológicos necesarios para el desarrollo de tecnologías renovables, tales como la termosolar o solar de concentración de media y alta temperatura.

Para el mediano y largo plazo, existen senderos a desarrollar en tecnologías renovables que pueden aportar energía firme al sistema, pero se deben recorrer aún senderos de desarrollo y demostración que dejen clara su viabilidad comercial. Aunque, claro está, si bien la electrificación es el norte de largo plazo para la transición, existen otros desafíos tales como limpiar el sector industrial –calor de proceso, reacciones químicas– y el transporte.

El transporte, responsable de amplias emisiones, tiene muy buenas oportunidades de un sendero progresivo pero rápido de baja de emisiones sobre la base de la gasificación y la ampliación del uso de biocombustibles, requiriendo esto último que se logren costos razonables que no disparen el costo de la energía. En este segmento tienen su parte también la electrificación –y tal vez el hidrógeno– pero requerirá para una amplia difusión de enormes inversiones en infraestructura de distribución y carga, cuestión compleja de resolver en el actual contexto del sistema de distribución eléctrica.

En el caso de la gasificación del transporte, representa una excelente oportunidad para dejar de importar combustibles y ampliar los saldos exportables del petróleo, lo cual aportaría a la construcción de estabilidad cambiaria en el país. Por otro lado, casos como la exploración offshore representan una gran oportunidad para crear empleos y capacidades, las cuales serán indispensables en el futuro para avanzar en energías renovables –undimotriz, de corrientes marinas– y en el mar –eólica.

La ampliación de la oferta de petróleo en yacimientos convencionales como el potencial que se vislumbra en el offshore de la Cuenca Austral Norte tiene la ventaja de ser menos intensiva en lo que hace a tasa de perforación. Esto representa un horizonte de producción más estable, lo cual redunda en menor exposición del país a la necesidad de inversión permanente para evitar que decline en el corto plazo la producción, y a la vez para contar con la posibilidad de márgenes exportables que hagan más atractivo el desarrollo del sector y bajen el costo financiero de empresas como YPF –dolarizar parte del flujo de caja de la empresa y bajar la exposición cambiaria. En esta perspectiva, y con un horizonte de décadas para el uso de hidrocarburos, su aporte puede resultar crucial para robustecer al sector energético y al proceso de desarrollo nacional.

Finalmente, desde la perspectiva del consumo energético, existen enormes desafíos de cara a la mejora en la eficiencia, la planificación de las ciudades y las construcciones en general, donde el ejemplo sin duda debería partir de las construcciones que el Estado lleva adelante, sean escuelas, viviendas sociales u otros edificios públicos. Dentro de las viviendas se puede bajar de manera notable el consumo y el gasto energético con bajos o nulos costos, ya sean aplicaciones de arquitectura bioclimática, uso de calefones solares, mejora de diseños, introducción de arbolados en urbanizaciones según clima y zona, uso de calefones solares a gran escala, entre otras.

Estas medidas, junto con la mejora de envolventes e instalaciones, sumada a la educación en la gestión energética, son campos con gran potencial para mejorar el perfil de demanda de energía, bajar las facturas energéticas en los sectores menos favorecidos, mejorar la calidad de vida e impactar en la reducción de las desigualdades de género. Si bien estas medidas no requieren más que decisión e inversión pública, enfrentan en buena medida el desafío de enfrentar las lógicas de corto plazo que caracterizan a la obra pública y la necesidad de coordinar entre diferentes niveles estaduales.

 

Las oportunidades y los desafíos para Argentina

Luego de haber recorrido algunas de las cuestiones que involucran a la transición energética, empieza a quedar claro que se trata de una temática por demás compleja, que en la discusión social que la atraviesa convoca emociones e imperativos de cambio social, argumentos técnicos con reivindicaciones genuinas, urgencias y grandes temas de fondo que hacen al desarrollo nacional. Es por ello que construir acciones y decisiones exige la consideración de una compleja trama de cuestiones e interesas que deben poder dar un resultado que impacte de manera positiva en el colectivo nacional.

Por otro lado, como se trata de una “película”, pero que se discute “fotograma a fotograma” sin que necesariamente se contemple el argumento total, muchas cuestiones o decisiones parecen no tener sentido en su perspectiva. Otra cuestión que resulta fundamental es el hecho de que lo podamos hacer de cara a la transición en décadas venideras, que depende de la acumulación de capacidades tecnológicas que se logren apuntalar. Esas capacidades sólo se podrán construir si aprendemos a hacer cosas que hoy sólo tienen como punto de partida posible el actual sector energético, o sea, los hidrocarburos, la actual capacidad industrial tecnológica en el sector renovable –que resulta modesta para el desafío a encarar– y el sector nuclear.

El proceso de cambio de la matriz tiene en su realidad más inmediata al gas natural, vector que el país tiene a mano y en abundancia para limpiar emisiones de manera acelerada, mejorar las condiciones de vida de amplios sectores de la población, garantizar energía accesible y mejorar la ecuación macro del país. Esto no significa que no se vaya a hacer nada en otros campos, sino que no se pueden dar saltos cuánticos si se quiere hacer la transición con la gente dentro.

Se trata más bien de un camino acumulativo que exige y exigirá el desarrollo y escalado de amplias capacidades tecnológicas nacionales, financiamiento nacional, nuevos actores para gestionar el proceso y nuevas instancias de coordinación entre nación y provincias. Estos elementos quizás no resulten obvios hoy, pero resultan esenciales para que el Estado nacional recupere márgenes de libertad en el sector energético y se pueda superar el limitado campo en el cual se discute política energética en la actualidad, siendo aquí donde se ubica el gran salto a dar.

Entonces, partiendo de la necesidad de crear más capacidades nacionales para poder encarar una transición sostenible, es preciso también aportar claridad a la discusión pública, ya que además de una visión de largo plazo como la que ha aportado el reciente documento de la Secretaría de Energía sobre los lineamientos para la transición a 2030, se debe planificar, construir consensos y comunicar de manera adecuada el sentido de cada lineamiento, de cada decisión. En el reciente conflicto respecto de la exploración offshore frente a la costa bonaerense ha quedado en claro que no se debe tener miedo a la discusión pública, porque la falta de información produce enormes daños al alimentar miedos infundados y no contextualizar las acciones.

Por otro lado, tal como señalábamos, es imperativo que la política energética salga del coto de las tarifas y subsidios para volver a ser actor del desarrollo territorial. La transición energética va a introducir más tensión en la situación entre provincias, que son signatarias de los recursos naturales, pero no tienen capacidad para desarrollarlos, y la Nación, que tiene la obligación de garantizar la seguridad y la equidad energética nacional y un conjunto de herramientas actuales y potenciales para hacer ese desarrollo, pero no posee los recursos naturales.

En esta tensión, atravesada por las demandas sociales de desarrollo, inclusión y sostenibilidad, subyace un enorme potencial desestabilizador, pero también la oportunidad secular para salir del laberinto por arriba. La transición energética en curso tiene la potencia de una revolución industrial, a la vez que la de un dar de nuevo desde el punto de vista del desarrollo territorial. Es función de la política elegir el modelo para armar.

[1] Para ampliar la temática se puede ver: www.youtube.com/watch?v=CjoNRDS__E0&t=204s; en tanto que material sobre este tema y estrategias de transición se puede encontrar en: https://www.researchgate.net/profile/Diego-Roger.

[2] La hidroelectricidad en una adecuada configuración geográfica de la generación y del despacho puede oficiar como mecanismo de almacenaje de energía, lo cual permite elevar la penetración de energía eólica, por ejemplo, sin disparar los costos del sistema por las necesidades derivadas de mecanismos de almacenaje para operación y respaldo.

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