Planificación, ¿para qué desarrollo? Un debate necesario

El “cambio de época” suramericano –o giro nacional popular– acontecido en la primera década del siglo XXI dio lugar a un reposicionamiento de la política y del Estado como instrumentos para transformar la realidad socioeconómica en un sentido posneoliberal.[1] Con diversas características, alcances y horizontes según cada país, se intentó superar el modelo de desarrollo impuesto por el neoliberalismo periférico, en función de aumentar los grados de autonomía, soberanía, redistribución y democratización. En ese marco, el ciclo de gobiernos kirchneristas en Argentina (2003-2015) –como parte relevante de aquel proceso– reimpulsó la planificación en el más alto nivel del Estado. Mediante una serie de planes estratégicos se explicitó y marcó un rumbo para un determinado modelo de desarrollo territorial, energético, infraestructural, agropecuario, industrial, científico-tecnológico y social.

En pos de instituir la planificación del desarrollo como política de Estado, hacia 2010 y en ocasión del Bicentenario Nacional, tres ministerios de reciente creación fueron instruidos a realizar planes estratégicos de mediano plazo. Nos referimos al Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva (MINCyT), establecido en diciembre de 2007 a poco de asumir la presidencia Cristina Fernández de Kirchner; al Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca (MAGyP); y al Ministerio de Industria, creados en octubre de 2009.[2] En los tres casos se trató de secretarías o subsecretarías que ascendieron a ministerios. Estas carteras delinearon, con características particulares, los respectivos planes estratégicos que serán foco de análisis de este trabajo, emblemáticos de la visión del desarrollo sostenida bajo aquel ciclo político. Respectivamente, el Plan Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación “Argentina Innovadora 2020” (PNCTI, 2012), el Plan Estratégico Agroalimentario y Agroindustrial Participativo y Federal 2010-2016 (PEA, 2010) y el Plan Estratégico Industrial 2020 (PEI, 2011).

A continuación, nos proponemos dar cuenta de la visión de desarrollo contenida en los tres planes sectoriales mencionados y, a partir de ello, reflexionar sobre los alcances y limitaciones de esa concepción a la luz de los acontecimientos de la última década. Sucesos que, en buena medida, dieron por la borda con lo planificado y lo previsto, tanto en términos económicos como sociales.

 

Breve historia de la planificación en Argentina (1933-2015)

Antes de presentar el resurgimiento de la planificación del desarrollo, es necesario dar cuenta brevemente de la historia institucional del planeamiento en Argentina. En pocas palabras, el país recorrió un camino zigzagueante en torno a la planificación, marcado por la alternancia de proyectos políticos y económicos antagónicos. Las primeras experiencias de planeamiento surgieron con la industrialización por sustitución de importaciones, de la mano de gobiernos conservadores ante la crisis del 29 y la Segunda Guerra Mundial: el Plan de Acción Económica de 1933 y el frustrado Plan Pinedo de 1940 –ambos con la colaboración de Raúl Prebisch, quien sería desde 1950 promotor del estructuralismo latinoamericano desde su cargo de dirección en la CEPAL. Luego vino la labor del Consejo Nacional de Posguerra, creado en 1944 por Juan Domingo Perón desde la Vicepresidencia de la Nación, y los dos planes quinquenales de los primeros gobiernos peronistas (1946 y 1953). El primero, establecido para el período 1947-1951, constituyó el caso más exitoso en nuestra historia de coherencia entre planificación, desarrollo y políticas públicas.

Luego, los golpes de Estado y los virajes de política económica hicieron que los planes tendieran a desfasarse de la realidad nacional. Con el desarrollismo del presidente Arturo Frondizi y en el marco de la Alianza para el Progreso se produjo un reimpulso a la planificación bajo la influencia norteamericana. Así, se creó en 1961 del Consejo Nacional de Desarrollo, encargado de la elaboración de los planes nacionales de 1965, 1970 y 1971. Los sucesivos golpes de Estado del período impugnaron los planes precedentes, pero sin desarticular las capacidades y la práctica de la planificación.

Tras dieciocho años de proscripción del peronismo y democracia restringida, el tercer gobierno de Perón en 1973 elaboró el Plan Trienal para la Reconstrucción y la Liberación Nacional.[3] Contenía ambiciosas metas de crecimiento y desarrollo autónomo, reformas tributarias y financieras, y dispositivos institucionales como el Pacto Social. Pero la crisis política de la época lo dejó sin efecto tempranamente. Más tarde, el gobierno de facto de 1976 viró hacia políticas promercado, aperturistas y desindustrializadoras, lo cual debilitó las actividades de planificación estatal –aunque creó un Ministerio de Planificación y aprobó, en 1977, un documento preliminar para un “Proyecto Nacional” que nunca fue más allá de esa etapa.

A partir de ese momento la planificación fue de corto plazo, sectorial y acotada a funciones mínimas. Luego de 1976, el país no volvió a contar con una planificación sostenida de alto nivel durante un cuarto de siglo. Con la vuelta a la democracia, el gobierno de Raúl Alfonsín buscó recuperar un plan nacional de desarrollo en 1987, pero fracasó ante la hiperinflación de 1989. Finalmente, el gobierno de Carlos Menem produjo un quiebre, desmantelando las capacidades adquiridas y transfiriendo esas responsabilidades a gobiernos locales –en general, carentes de tal capacidad de gestión–, de acuerdo con la concepción neoliberal de retraimiento del Estado.

Finalmente, con la asunción de Néstor Kirchner como presidente en 2003, volvió al gobierno un proyecto nacional-popular que se propuso, desde sus inicios, otorgar al Estado un rol de mayor intervención en la economía y de dirección del desarrollo. En ese marco, gradualmente, la planificación estratégica fue tomando creciente importancia en las agendas ministeriales. Hacia 2015, numerosas reparticiones nacionales habían desarrollado experiencias de planificación estratégica. De este modo, se buscó desarrollar capacidades institucionales, técnicas y políticas que alimentaran la práctica de la planificación del desarrollo, alineando diversos actores –institucionales, económicos, políticos, etcétera– y estableciendo metas comunes.

Cabe señalar, sin embargo, que no se formuló un plan de desarrollo nacional en términos globales o abarcadores, como había tenido el país entre 1946 y 1976. Hoy en día existe entre las y los especialistas en planificación una discusión acerca de si un plan general de esas características es viable o incluso deseable. En los hechos –sobre todo en la primera etapa– existió más una concepción de “plan-en-acción” que de “plan-libro”. No quiere decir que no hubiera elaboraciones escritas y documentos, pero la primacía estaba en la acción antes que en la palabra. La iniciativa pasó en esos primeros años casi exclusivamente a través del flamante Ministerio de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios. Este importante ministerio –conducido por Julio de Vido entre 2003 y 2015– desarrolló diversos planes en materia energética, territorial, infraestructural, nuclear, espacial-satelital y de obra pública. Por otro lado, se desarrollaron tempranamente, desde otras carteras, experiencias de planeamiento en áreas tales como deportes, vialidad y turismo.

En un segundo período, iniciado entre el 2008 y el 2010 a partir de una serie de sucesos sumamente relevantes –tales como el conflicto con las entidades agrarias, las repercusiones de la crisis económica mundial, la evidencia de los límites del proceso de crecimiento iniciado en 2002 y el fallecimiento de Néstor Kirchner–, se ingresó en una nueva fase de planificación orientada a procesar las tensiones políticas y superar las restricciones económicas. A esta segunda etapa corresponden los tres planes cuya visión del desarrollo nos interesa discutir.

 

Visión del desarrollo y modelo de país

El PEI, el PNCTI y el PEA presentan un planteamiento ideológico coherente en lo que hace a los grandes lineamientos que los guían explícitamente. La autodenominada “Generación del Bicentenario” se propuso abrir un “nuevo ciclo histórico”, definido como “nuevo capitalismo nacional” o “serio”. Como horizonte, los tres planes se proponen contribuir a que Argentina se vuelva “un país más justo y pujante” o al “engrandecimiento de la Nación”, fijando como objetivo final una sociedad desarrollada.

El “desarrollo social”, entendido en una doble faz, es visto como la resolución de dos inequidades: la económica y la territorial. Una idea-fuerza clave es la afirmación taxativa de que el crecimiento económico sólo sirve si aporta al desarrollo social. El “desarrollo económico”, luego, es definido como el pasaje de una economía primarizada o “de commodities” a una basada en la especialización de un perfil productivo que permita producir bienes y servicios de mayor valor agregado. Esto es identificado con la “industrialización” y es, a su vez, referido como “mayor productividad”, “mayor competitividad” o “crecimiento” –a secas. Industrializar es entendido en sentido amplio como toda “agregación de valor y conocimiento en una cadena de producción”. Se apoya en un cambio teórico que transita de una visión centrada en las ventajas comparativas –caracterizadas por la posesión “estática” de ciertos factores de producción, como el acceso a recursos naturales– a una visión con eje en las ventajas competitivas. Estas, a diferencia de las comparativas –que, hay que señalarlo, no dejan de tener relevancia–, pueden ser generadas. Son “dinámicas”. Tal como lo demostrarían los países más avanzados del mundo, una economía desarrollada produce una distribución más equitativa del ingreso a través de la generación de empleo decente. En cuanto a la resolución de la inequidad territorial, el agregado de valor “en origen” aportaría a igualar oportunidades en todo el territorio nacional.

Encontramos en los planes por lo menos cuatro factores establecidos como condición para este desarrollo anhelado: a) un régimen macroeconómico favorable; b) un contexto internacional promisorio para nuestros productos; c) un marco político-institucional estable; d) una ciencia y tecnología orientada hacia la producción. Mientras que los precios internacionales no dependen de la planificación nacional –siendo, de hecho, la variable crucial que nos vuelve sumamente vulnerables y dependientes– el régimen macroeconómico se da por garantizado, siempre y cuando se mantengan las coordenadas ya fijadas. De este modo, los planes trabajan en extender y consolidar la institucionalidad vigente en diversas áreas estatales y apuntan, en particular, a promover el punto “d”.

Así pues, la incorporación de ciencia y tecnología (CyT) a los procesos productivos es crucial, ya que agregaría valor –“industrializa”– produciendo innovaciones. De este modo, se vuelve la principal fuente de creación de ventajas competitivas de una empresa o un sistema productivo. La ciencia, tecnología e innovación (CTI) necesitan ser dinamizadas a través de estímulos específicos y se considera que la articulación y el fortalecimiento institucional propiciados por cada una de esas carteras generaría el marco adecuado para los objetivos propuestos.

El punto de partida establece que, en general, hay un bajo nivel de contribución de la CyT a la productividad económica, a pesar de que este cuadro había empezado a virar a partir de las nuevas políticas implementadas en el sector desde fines de los noventa. Implícitamente, se propone entonces un nuevo “contrato” ciencia-sociedad que sugiere que, a cambio del mayor financiamiento de parte del Estado, se espera como contraparte que la CyT colabore en el desarrollo económico –y, por ende, social y territorial. Por eso se insiste en articular conocimiento con economía y universidad con empresa. Por lo tanto, las políticas CTI son transversales, estando presentes en los tres planes como elemento a fortalecer: son la “llave de paso” de una economía primarizada a una industrializada, de una sociedad subdesarrollada a una desarrollada. Según la concepción del desarrollo anteriormente descrita, la CyT debe colocarse principalmente en función de la productividad y la competitividad, e indirectamente de la problemática social. En un tercer plano aparece la sustentabilidad ambiental.

Los ministerios, por su parte, se adjudican el rol de planificadores, orientadores y reguladores, en un marco de “reconstrucción de la estatalidad”. Este planteo se distingue tanto del que refiere a un Estado “mínimo” del neoliberalismo de la década de 1990 –caracterizado por un rol regulador que pretende ser un facilitador del “mercado”: eufemismo de “los grandes capitales”– como del modelo desarrollista del período de posguerra en el que el Estado ocupaba un rol protagónico. Bajo esta concepción se busca justamente escapar a lo que se describe como “falsas dicotomías” entre Estado y mercado.

Por último, destacamos que la estrategia de desarrollo apuesta al sector privado como actor privilegiado. Los protagonistas paradigmáticos son empresas de base tecnológica (EBT), investigadores-emprendedores, conglomerados productivos industriales, cadenas de valor que incorporan CTI. La promoción de estos actores sería el resultado de la interacción sinérgica entre gobierno, sistema de CyT y empresas que apuestan a la innovación. De fondo –y a veces explícitamente– aparecía la convicción de que el desarrollo científico-tecnológico, económico-productivo y social-territorial podían constituir un círculo virtuoso que nos ubicase en una década –hacia 2020– entre “los países desarrollados”.

 

Una discusión necesaria

Sin dudas, fue mérito de los gobiernos kirchneristas la puesta en valor de la planificación estratégica del desarrollo en el más alto nivel estatal. Si bien las concepciones neoliberales estaban en crisis, el contexto ideológico seguía dominado por miradas cortoplacistas y de alcance local. Hizo falta audacia y decisión política para volver a poner en el centro de la escena la planificación de grandes áreas en el mediano y largo plazo. Por otra parte, es valorable el carácter participativo y federal buscado en la elaboración de los planes que los diferencia de la planificación tecnocrática del período 1946-1976 –más allá del resultado efectivamente logrado en términos de participación y federalización en cada plan. En tercer lugar, la renovación de la planificación estratégica, de la mano de su carácter participativo, colaboraron con la “politización” de actores sociales representativos, entendida como involucramiento de éstos en el devenir social y económico de la comunidad a la que pertenecen –local, regional o nacional. Ello contribuyó también a mejorar sensiblemente las capacidades estatales de concertación y alineación de esfuerzos detrás de una misma orientación –naturalmente, en algunos casos más que en otros– y se lograron aprendizajes institucionales. Por último, es innegable que los planes combinaron –en diverso grado– la racionalidad técnica y metodológica con una fuerte racionalidad política, escapando de ese modo al riesgo de caer en propuestas de corte netamente tecnocrático. A la par, y a pesar de las intenciones en contrario, los planes fueron partícipes de las disputas antagónicas que caracterizan a la Argentina. De ahí que con el cambio de gobierno en 2015 –e incluso antes, según el caso– fueron abandonados.

Por todo lo dicho, es inevitable destacar los procesos de planificación estratégica realizados durante los gobiernos kirchneristas como lo más avanzado en materia de planeamiento del desarrollo en los últimos cincuenta años. Pese a ello, es preciso también señalar las limitaciones que detectamos, en miras a construir propuestas superadoras en un nuevo contexto de avance de gobiernos nacional-populares en Nuestra América. Se trata, por lo tanto, de una crítica constructiva que apunta más al nivel conceptual que al técnico-metodológico. O, si se quiere, más a lo estratégico que a lo táctico.[4]

Nos interesa discutir particularmente la visión del desarrollo común en los tres planes, a la luz de los acontecimientos que se sucedieron en la última década en Argentina y el mundo.[5] Sintetizaremos la crítica en tres aspectos entrelazados entre sí: a) los límites del desarrollo basado en la innovación; b) el cambio estructural requiere algún grado de desconexión; c) la necesidad del componente transformador en los planes y la imprescindible dimensión comunitaria.

 

Sin la innovación no se puede, con la innovación no alcanza

La visión del desarrollo descrita en el apartado anterior podría ser resumida como neokeynesiana en la macroeconomía y neoschumpeteriana en la microeconomía. Es decir, se creía que bastaba con intervención del Estado a nivel macro –políticas anticíclicas, control de cambios, etcétera– y fomento a la actividad privada emprendedora en el nivel micro. Sin embargo, este paradigma de crecimiento “neodesarrollista” entró en tensión a partir del conflicto con el agro en 2008 y los efectos de la crisis económica mundial desatada el mismo año, provocando un estancamiento entre 2012 y 2015. La agudización de las contradicciones internas condujo, finalmente, a la ruptura del frente político-social que sostenía el proyecto neodesarrollista, proceso que estuvo en la base de la derrota electoral de 2015.[6] En síntesis, fueron los límites del proyecto neodesarrollista, condicionado tanto por factores internos como externos, los que impidieron su continuidad en la dirección del Estado y facilitaron el desmantelamiento de muchas de sus conquistas con el triunfo neoliberal.

¿Cómo se expresaron esos límites? En una enumeración no exhaustiva podemos mencionar los conflictos distributivos, la aceleración de la inflación, la incapacidad de horadar el piso de pobreza e indigencia, un alto grado de precarización laboral y economía informal, el estancamiento de la productividad, la baja tasa de inversión, la estructura productiva desequilibrada, la dependencia del precio internacional de las commodities, la “restricción externa” –agravada por una alta fuga de capitales–, etcétera. En lo fundamental, son los límites que identificaron las teorías de la dependencia hace cincuenta años, en su debate con el desarrollismo y el estructuralismo latinoamericano. La dependencia conduce a la primarización, extranjerización y concentración de nuestra economía, con múltiples consecuencias en los planos social, político y cultural. Al igual que hace medio siglo, las pretensiones de “cambio estructural” chocaron de frente con el problema de la dependencia –financiera, tecnológica, comercial, logística, científica, etcétera. Ello se vio acentuado, a su vez, en el contexto de un capitalismo que integró las cadenas de valor a nivel global, aumentó las asimetrías entre países exportadores e importadores de conocimiento, y ató al Tercer Mundo a un esquema de libre comercio mediante los acuerdos constitutivos de la Organización Mundial del Comercio.

El devenir de los planes estratégicos del Bicentenario quedó por completo atado a estos vaivenes. Si los primeros años de los planes –dentro de un gobierno que mantenía una orientación nacional-popular– permitieron el avance en algunas áreas, el recambio político que se produjo en 2015 terminó por sepultarlos. Pero su bajo nivel de concreción no se debe exclusivamente a las políticas neoliberales del macrismo. Hay que buscar la causa también en los propios límites del proyecto neodesarrollista. Hacia 2012 se llegó a un punto muerto que requería de otras políticas. La generación de empleo formal como principal forma de inclusión social encontró su techo. El grueso del empresariado no se orientaba según lo esperado y abiertamente apostaba por un triunfo del proyecto neoliberal. El gobierno se mostraba reacio a tomar las riendas de la producción y seguía confiando en el sector privado y la inversión extranjera como impulsores de la economía.[7] Y las crecientes tensiones socioeconómicas esperaban ser resueltas mediante la innovación productiva, proceso que permitiría en simultáneo elevar el nivel tecnológico de nuestras exportaciones, crear empleo de calidad, sostener la rentabilidad empresarial, reducir la dependencia y aliviar la restricción externa.

¿Pero es posible una economía basada en la innovación en un contexto periférico? Es preciso desglosar esta pregunta fundamental. En primer lugar, sin dudas la innovación debe tener un papel clave en una estrategia soberana de desarrollo. Aunque no el central. No puede ser identificada –a secas– con desarrollo, tal cual es promovido por las usinas de pensamiento de la OCDE en función de sus necesidades e intereses, pero sin corresponderse con nuestra realidad periférica. ¿Por qué? Porque la mirada innovacionista hace caso omiso a factores socioeconómicos de primer orden que, en gran medida, están resueltos en el plano interno en los países centrales y en el plano externo juegan a su favor, haciendo que fluyan recursos desde las periferias hacia sus economías.

Nos referimos a aspectos tales como el régimen de propiedad –de la tierra, de los medios de producción, existencia de monopolios u oligopolios, etcétera–, la composición del capital –extranjero o nacional, concentrado o no, con participación del Estado, etcétera–, el sistema legal que determina la apropiación de beneficios –distribución del ingreso nacional, límites al movimiento de capitales, fortaleza relativa de los organismos estatales de regulación, etcétera–, la responsabilidad frente a las pérdidas –qué ocurre en caso de quiebras, límites al vaciamiento de una empresa, quién responde frente a una crisis o a un ciclo negativo, si eso se traslada a los trabajadores o no, etcétera–, las relaciones de dominancia o subordinación en las cadenas de valor, la estructura del sector financiero, la situación de la balanza comercial, la conformación de la deuda, los marcos de integración y alineamientos geopolíticos y económicos, entre otros factores. Sin dar una respuesta a estas preguntas fundamentales, el innovacionismo se vuelve un recetario de buenas intenciones y malas consecuencias.

Aun cuando estas preguntas fueran respondidas satisfactoriamente, la siguiente pregunta es: ¿en qué medida un modelo de desarrollo basado en la innovación puede satisfacer la necesidad de inclusión social en contextos periféricos? Si, como planteaba Joseph Schumpeter, la innovación implica un proceso de “destrucción creadora” y, como señalan las tendencias del capitalismo globalizado –especialmente, sus efectos en nuestra región–, es más el empleo que se destruye que el que se crea, ¿es posible hablar de “innovación inclusiva” sin caer en un oxímoron? ¿Acaso la innovación no provoca los mismos problemas –faceta destructiva– para los cuales luego es llamada como solución –faceta creadora–? Lo que se observa es que los empleos de calidad se crean en la economía del conocimiento concentrada en ciertas regiones –países centrales y circuitos cosmopolitas de la semi-periferia–, mientras se destruyen o deslocalizan en busca de bajos salarios los trabajos manuales y poco calificados. Es decir, la acumulación de capital basada en la innovación provoca, de un lado, reducidos sectores dinámicos, integrados, altamente calificados, y, del otro, esquemas masivos de superexplotación del trabajo humano y la naturaleza.

Aun cuando en contextos periféricos se logren procesos virtuosos de innovación –en términos de agregación de valor-conocimiento a la producción local– es preciso analizar quién se apropia de sus beneficios. En un país como el nuestro, en el que el grueso de la inversión en ciencia y tecnología, así como en investigación y desarrollo (I+D), corresponde al sector público, ¿cómo se garantizan los retornos sociales de esa inversión? Es muy discutible que la incorporación de conocimiento a una cadena productiva “derrame automáticamente” en términos de ingreso. Por esta razón, discusiones respecto al régimen de la propiedad intelectual, así como la composición de los capitales, debe incluirse en los planes estratégicos –o no incluirse por razones tácticas en un “plan-libro”, pero sí en la acción estratégica. De lo contrario, se corre el riesgo de caer en lo que podemos denominar “subdesarrollo schumpeteriano”. Efecto posible no solo por la escasa distribución de los beneficios de la innovación, sino porque los esfuerzos públicos de innovación se “fugan” del país de diversas formas, y se asume un perfil de especialización –aun dentro de sectores de la economía del conocimiento– dentro de la división internacional del trabajo en actividades que alcanzan bajo puntaje en el índice de calidad de las actividades económicas –como se puede ver para el caso del software.

Para graficar este punto podemos mencionar el caso emblemático de nuestra economía: el agronegocio. ¿Cuál ha sido el efecto distributivo de la formidable incorporación de innovaciones en el sector agropecuario? El fomento de la biotecnología y la agroindustria aparecían en los tres planes estratégicos como prioridades. Efectivamente, representan sectores sumamente dinámicos de nuestra economía desde hace décadas. Por lo que también estamos en condiciones de evaluar el esperado “efecto de derrame” de estas tecnologías. Sin embargo, lo que se observa son altos niveles de concentración, extranjerización, mucha destrucción de empleo manual y poca generación de empleo “cognitivo”. Sin dudas, este efecto distributivo puede existir en escala local y por vía de impuesto a las exportaciones y otros tributos que el Estado retiene otra parte. Sin embargo, la ecuación costo-beneficio es más compleja si consideramos poblaciones rurales desplazadas, disminución del empleo rural, nuevos problemas urbanos y de salud, pérdida de sustentabilidad y diversidad productiva, contaminación ambiental, dependencia externa, etcétera –se pueden consultar, entre otros, trabajos en aspectos tales como modelo tecnológico, mundo del trabajo, semillas, agroecología y problemas sanitarios y ambientales en el campo y la ciudad.

Puntualmente, en el PEA no se le otorgaba el peso que tiene a las condiciones ambientales de un modelo que requiere para su profundización de la explotación a escala industrial de los recursos naturales del país –suelos, minerales, agua, etcétera. No parecía haber una propuesta explícita de la manera en que se garantizaría la sustentabilidad a mediano y largo plazo del proceso productivo agroindustrial. Una ausencia emblemática en ese sentido es el balance negativo de nutrientes del suelo pampeano –particularmente del macronutriente primario fósforo, mineral no disponible en yacimiento en el país y que, por lo tanto, requiere ser importado, generando dependencia y vulnerabilidad en un segmento fundamental de nuestra economía.[8]

En pocas palabras, podemos decir: “sin la innovación no se puede, con la innovación no alcanza”. La innovación debe ser parte de una estrategia de desarrollo, pero discutida en su alcance y su concepción. Sobre todo, sacarla del lugar de llave mágica que abre el camino luminoso al desarrollo. ¿Qué significa innovación en un contexto periférico? ¿Qué actores hacen parte de ella? ¿Cómo se garantiza la distribución de los beneficios de acuerdo con el esfuerzo social invertido en ella? ¿Qué regulaciones hacen falta? ¿Qué otras condiciones económicas, sociales y políticas son imprescindibles?

 

El cambio estructural requiere algún grado de desconexión

De la mano con lo anterior se desprende una segunda idea: el concepto de “desconexión”. El cambio estructural es necesario. Eso está fuera de debate en el campo nacional y popular. La pregunta es: ¿es posible respetando las actuales reglas de juego internacionales? ¿O acaso –como señalaban las teorías de la dependencia y el Pensamiento Latinoamericano en Ciencia, Tecnología y Desarrollo (PLACTED)– esto no es posible sin revisar la inserción internacional del país y la región? En otros términos, si, como dijimos anteriormente, los límites del neodesarrollismo fueron los límites de la dependencia, aparece la idea de desconexión con una centralidad mayor que la de innovación –que, pese a todo, continúa dominando el debate sobre el desarrollo.

¿Pero qué significa “desconexión”? Ante todo, no es aislamiento, sino poner en discusión de modo soberano las estructuras de la dependencia. Es “desconectarse” de las reglas de juego de un capitalismo globalizado que nos ha hecho retroceder en todos los indicadores sociales, y adoptar una postura soberana de “reconexión” en función de nuestros intereses. Esto supone discutir nuestro alineamiento geopolítico, nuestras alianzas comerciales, nuestra inserción en el esquema del derecho internacional –tratados, convenciones, organismos. Desconexión es sinónimo de soberanía. Y supone superar la actitud imitativa –en términos de modelos a seguir, conceptos, recetas– y adoptar un pensamiento nacional-regional estratégico. De alguna manera, es ir a contrapelo de la integración globalizada dependiente que ha producido consecuencias calamitosas sobre nuestra economía y nuestra sociedad, y proponerse una reintegración en una oportuna situación global marcada por la multipolaridad.

Lo dicho tiene consecuencias incluso en el plano del pensamiento acerca de la innovación. ¿Cómo pensar una innovación para la desconexión? ¿Debe incluirse el pensamiento estratégico en las políticas de innovación, en términos de la integración internacional deseada? En ese sentido, es inevitable la suspicacia cuando hay una coincidencia entre las prioridades definidas nacionalmente –expresadas en los planes estratégicos– y los temas prioritarios de financiación de los organismos internacionales de crédito y fomento al desarrollo –BID, BM, OCDE, entre otros. ¿En qué medida las prioridades “nacionales” definidas en los planes no fueron mera traslación de las agendas definidas en los países centrales en función de sus necesidades? Así planteado, parece que la necesidad se volvió virtud, al volver prioritaria en la planificación aquella agenda que encontró respaldo de los organismos internacionales ante la escasez presupuestaria propia.

Desde nuestra mirada, la planificación tiene que ver con la definición de agendas locales, nacionales y regionales en el marco de una desconexión, en principio, epistémica –es decir, de concepción. Ser capaces de pensar desde nosotros mismos, desde nuestras necesidades sociales, económicas y ambientales. Y la integración o reconexión deseable debe ser parte del mismo proceso de planificación. Es decir, los planes estratégicos no deben quedar encerrados en una mirada localista, creyendo que solo con políticas domésticas alcanza. Deben ser nacionales, pero incluir la planificación del tipo de inserción-reconexión internacional necesaria –sur-sur, integración latinoamericana, vínculo con los nuevos polos de poder mundial y con los tradicionales centros capitalistas. Aunque no siempre estén escritas, las políticas deben ser claras en ese sentido.

 

Estado transformador y dimensión comunitaria

Por último, se requiere de una ruptura epistemológica más. La planificación no puede ser autoría exclusiva de la dirigencia estatal y empresarial. La definición de actores que hacen parte del proceso de planificación va a tener consecuencias sobre el resultado. ¿Es esta una optimización de los intereses del statu quo o una palanca de transformación? Desde nuestro punto de vista, la planificación debe ser un instrumento más en la lucha política. Y esa transformación requiere necesariamente rever un punto ciego compartido por neoliberales y neodesarrollistas: el empresariado privado y la lógica del lucro como motor del desarrollo. En esta mirada absolutamente dominante en las últimas décadas parece que el “contrato” Estado-sociedad –por el cual la sociedad financia al Estado, para que este garantice ciertas condiciones básicas de vida digna y convivencia social– tiene una cláusula oculta. El Estado mantiene su papel en la convivencia social –en términos de régimen de derecho, fuerzas del orden y sistema político– pero la creación de las condiciones materiales para una “vida digna” queda en manos del sector privado empresario.[9]

No solo el Estado se retrotrae de sus funciones económicas, sino que tampoco confía esa tarea en otros actores sociales. Aparece la mediación “imprescindible” del empresariado y el mercado. Sin embargo, el dominio de esta concepción “empreso-céntrica” –al decir de Oscar Varsavsky en Estilos Tecnológicos– está lejos de producir los efectos esperados. Por el contrario, la realidad señala un aumento de la exclusión, la inestabilidad política, los desequilibrios económicos y la fragilidad social en múltiples formas. ¿No será hora de rever no solo el papel del Estado, sino también el de la sociedad entendida como comunidad? ¿Acaso no fue la comunidad la que, en el retraimiento del Estado y la exclusión del mercado, generó las condiciones de supervivencia para millones de personas en la economía y producción popular? ¿No debe ser este sector, compuesto por, al menos, un tercio de la población económicamente activa, parte esencial de la planificación estratégica? Incluir lo comunitario como dimensión fundamental de la reproducción de la vida social debe implicar asumir las comunidades como actor pleno del desarrollo y la atención de necesidades comunitarias como una lógica que reemplace a la del lucro.

Y no solo debe pensarse de este modo en sectores marginalizados de la actividad económica formal, donde lo comunitario tiene un rol primordial en la reproducción de la vida, sino en el conjunto de la sociedad. ¿Deben necesariamente asumirse los mecanismos de mercado como supuesto indiscutido e imprescindible de integración social? ¿Esto viene funcionando? Se trata de salir del mercado-centrismo, pero sin caer en un Estado-centrismo tecnocrático. Lo cual supone necesariamente incorporar la dimensión protagónica del pueblo –la construcción de la comunidad organizada. La planificación del desarrollo, la discusión de las políticas públicas, la gestión estatal, ganarían mucho con ese viraje.[10] Esto daría, además, al proyecto nacional-popular mejores condiciones de “sustentabilidad política” y arraigo popular, sin lo cual es imposible emprender las imprescindibles políticas transformadoras y de desconexión. Y hasta las conquistas parciales y las mínimas reformas quedan en riesgo ante la apatía social y los cambios pendulares de la Argentina.

 

A modo de cierre

El nuevo gobierno nacional-popular en Argentina, asumido en diciembre de 2019, aunque fuertemente limitado por el escenario de pandemia y el lastre de los cuatro años de un neoliberalismo despiadado, emprendió un camino de recuperación nacional. La planificación estratégica no ocupa aún el papel que tuvo en los gobiernos kirchneristas, ni parece ser una preocupación central del momento. Sin embargo, algunas iniciativas van en ese sentido. En especial, el trabajo en torno al Plan Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación 2030. Otra iniciativa a destacar es Argentina Futura, un espacio destinado a los estudios prospectivos, que depende directamente de Presidencia de la Nación. A poco de iniciar han realizado algunos informes por sector, pero aún están por verse sus efectos reales en términos de gestión y planificación estratégica. Finalmente, ciertas carteras han lanzado planes específicos que son más bien lineamientos futuros de gestión. Ahora que la incertidumbre generada por la pandemia empieza a disiparse, se hace necesario recuperar la planificación estratégica al más alto nivel. Pero debemos hacerlo recuperando lo logrado y lo aprendido en el período anterior, defendiendo el proyecto nacional-popular que lo hizo y lo hace posible, y, sobre todo, yendo más allá de las limitaciones que, primero, nos condujeron a un callejón sin salida (2012-2015); luego, nos arrojaron a las fauces de un neoliberalismo salvaje (2015-2019); y ahora no nos alcanzan para salir del estancamiento y nos condujeron a la derrota electoral (2019-2021).

[1] Este trabajo constituye un adelanto del capítulo: Bilmes J, A Carbel y S Liaudat (2021): “Resurgimiento de la planificación del desarrollo en Argentina: logros, limitaciones y aprendizajes de la experiencia kirchnerista (2003-2015)”. En MM Patrouilleau y J Albarracín Decker, Estudios prospectivos en América Latina. La Paz, Universidad Mayor de San Andrés, en edición. Cuando sea publicado estará disponible aquí. Asimismo, se enmarca en un ciclo de entrevistas sobre Planificación, Gestión y Política Pública, coordinado por los autores y publicado en la Agencia Paco Urondo entre agosto y octubre de 2021. Fueron entrevistados al momento de escribir este texto para Movimiento: Diego Hurtado, Enrique Martínez, Manuel Marí, Claudia Bernazza, Carlos Vilas, Jorge Sotelo, Mercedes Patrouilleau, Isidoro Felcman y Fernanda García Monticelli. Disponible aquí.

[2] Estos últimos se constituyeron como un único Ministerio de la Producción en noviembre de 2008, que se escindió del entonces Ministerio de Economía y Producción. Este efímero ministerio contenía las secretarías de Industria, de Comercio, de la Pequeña y Mediana Empresa y de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentación. Finalmente, en octubre de 2009 se conformaron, en base a esas secretarías, los ministerios de Industria y de Agricultura, Ganadería y Pesca (Decreto 1366/2009, BO 1-10-2009).

[3] También se elaboró, por otro carril, el Modelo Argentino para el Proyecto Nacional, el cual podría considerarse como una primera iniciativa de planificación participativa en nuestro país.

[4] En el plano técnico-metodológico podrían plantearse algunas cuestiones que exceden el objetivo de este artículo. La principal ya ha sido planteada: la desarticulación de las iniciativas de planificación. Se planificó reflejando la estructura ministerial que es operativa al funcionamiento del Estado, la cual no refleja la complejidad de la problemática del desarrollo tal como se presenta en la realidad socioeconómica, que no se comporta según compartimentos estancos. Se destaca, entonces, que no hubo un “plan maestro” que articulara los diferentes planes estratégicos sectoriales. Esto condujo, entre otros efectos negativos, a la “sobreplanificación” de algunas áreas con superposición de planes, ausencias notables o “subplanificación” de otras áreas, etcétera. No ignoramos que existe un debate respecto a la viabilidad o deseabilidad de un plan de esas características. No obstante, es evidente que algún nivel de articulación es imprescindible, aunque ello no implique la elaboración de un plan nacional de desarrollo a la vieja usanza.

[5] Se trata, por lo tanto, de un balance y reflexión con el “diario del lunes”, lo que por supuesto permite una mirada más acabada sobre una experiencia política y de gestión. Sin embargo, cabe aclarar que la primera versión de este trabajo fue escrita a mediados de 2012 (Liaudat S, Análisis comparado de los planes estratégicos impulsados durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, inédito). Es decir, que las limitaciones y discusiones aquí planteadas ya eran visibles en el fragor de los acontecimientos y cuando aún el estancamiento de un tipo de crecimiento no parecía tan evidente –se manifestó claramente en el período subsiguiente, entre 2012 y 2015. Uno de los signos tempranos de la existencia de un techo a la “inclusión mediante creación del empleo” y del “efecto derrame del crecimiento económico” fue el nacimiento de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP) en 2011.

[6] Como es sabido, esta ruptura recién fue revertida con la construcción del Frente de Todos en 2019, como cristalización electoral de un proceso de unidad político-social que se forjó en la resistencia a las políticas neoliberales desde fines de 2017. Pero, a diferencia del período 2003-2012 –en el que el crecimiento económico y un fuerte liderazgo político permitió mantener cierta unidad de concepción sobre el rumbo a seguir– la coyuntura actual encuentra al Frente de Todos es un escenario económico adverso y con discusiones de orientación a su interior, que se expresan, a su vez, en liderazgos en disputa.

[7] Con la notable excepción de iniciativas como la renacionalización parcial de YPF (2012) y otras medidas análogas, aunque las mismas no formaron parte de un plan para incrementar la presencia del sector público en la economía, sino que se trató de respuestas tácticas ante desastrosas administraciones privadas. La centralidad se colocaba en alimentar una “burguesía nacional” que pudiera motorizar el desarrollo local, una apuesta que demostró ser infructuosa en la medida en que ese empresariado desarrolló las mismas conductas predatorias y especulativas que se buscaba superar al fortalecer su presencia en la economía doméstica.

[8] El límite ambiental va a imponerse por la fuerza de los hechos, como ya anunciara en forma precursora Perón en 1972. Ningún plan estratégico puede pensarse por fuera de esa perspectiva. La innovación y el desarrollo deben evaluarse en términos económicos, sociales y ambientales. Se trata de un ejercicio prospectivo básico que, sin embargo, estuvo mayormente ausente en los planes estratégicos considerados. Por supuesto, hay que adecuar las preocupaciones del ambientalismo a nuestra particular situación y plantear a nivel internacional una justa distribución de responsabilidades. No se trata en esto, como en ningún otro punto, de adoptar agendas de debate elaboradas en otros contextos. Pero tampoco puede ignorarse o minimizarse la gravedad de la crisis ambiental. En particular, sus efectos a corto y mediano plazo sobre las diferentes regiones de nuestro país.

[9] Considerados en su conjunto, los tres planes se proponen contribuir al desarrollo económico y social. Sin embargo, objetivos sociales como el arraigo rural en el caso del PEA o la resolución de problemáticas sociales en el PNCTI aparecen siempre en segundo lugar y con mayor generalidad respecto a cuestiones económico-productivas, como la inserción internacional mediante exportaciones, la innovación productiva o el mejoramiento de la competitividad.

[10] Cabe destacar el proceso que se han dado un conjunto de sindicatos de la Confederación General del Trabajo e integrantes de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular en la elaboración de un Plan de Desarrollo Humano Integral. Ello da cuenta de la vocación de estos actores por ser partícipes y aportar una mirada propia en la planificación del desarrollo nacional. Asimismo, se destaca el trabajo en torno al Plan Nacional de Integración Socio Urbana como un ejemplo de cogestión entre Estado, movimientos sociales y comunidades (ver entrevista a Fernanda García Monticelli).

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