Los parias bonaerenses

El presidente Fernández ha enfatizado que en Argentina no sobra nadie. Nadie está de más. Como buen hombre del Derecho, insiste que en todos los argentinos y todas las argentinas tenemos derecho a tener los mismos derechos. Lo dice porque conoce bien que ello no es así –de hecho, vive a pocos cientos de metros de la villa Rodrigo Bueno– y porque su deseo es que la realidad actual pueda modificarse para dar cabida a los muchos postergados y caídos en desgracia por falta de oportunidades de trabajo, de manera que sean protagonistas y no objetos pasivos.

Al aproximarse al territorio, enseguida se observa que Buenos Aires y su conurbano presentan abismales contrastes, y que la oscuridad de las aguas de los ríos Reconquista y Matanza-Riachuelo esconde una abigarrada realidad de brillo de oropeles con barros densamente contaminados que pone claramente de manifiesto la extrema desigualdad social. En total, quince millones de seres humanos, de los cuales más de cinco millones son pobres y, de éstos, 1,2 millones tienen sus derechos económicos, humanos, sociales y ambientales vulnerados. Yuxtapuestos, algunos pocos ricos ostentan pisos que cuestan más de un millón de dólares, en una urbe que es atracción de millones de turistas de todo el mundo y cabecera de un país que produce alimentos para 400 millones de personas, pero donde hay millones de seres humanos que pasan hambre. A propósito de ello, me pregunto –ya que a los argentinos tanto nos gusta jactarnos de ser-tener lo mejor del mundo: en fútbol, en carnes y en tantas otras cosas– a partir del reconocimiento de las pésimas condiciones de vida que sobrellevan: ¿por qué no hacemos de la restauración de sus derechos económicos, sociales y ambientales –trabajo, comida, salud, educación y hábitat– un programa de desarrollo integral modelo que con orgullo podamos mostrar al mundo? Como resultado, la costa del Río de la Plata podría transformarse en un hermoso –e inmenso– parque de esparcimiento para todos los bonaerenses que de cara al río podremos entonces mirar de frente al mundo, sin avergonzarnos más de quienes –por ahora– mantenemos confinados en los bajos fondos de los Malos Aires.

Aunque existe una clara delimitación jurisdiccional entre capital y provincia, ella no guarda sentido con la sumamente vasta interdependencia entre ambas jurisdicciones. Los Buenos Aires han ido transformando al Río de la Plata, a través de sus dos cuencas hídricas principales, en una enorme “pileta de depuración” de líquidos cloacales, con la particularidad –casi un oxímoron– que varios millones de bonaerenses reciben agua potabilizada proveniente de ese mismo río.

Como es costumbre aquí y en la China, los consecuentes padecimientos sociales y ambientales de esa situación son distribuidos de manera muy despareja al interior de la sociedad: mientras algunos se desentienden de ellos tomando agua envasada de deshielo y viviendo en tierras altas,[1] otros toman “agua potable” que les llega contaminada porque las conexiones atraviesan las zonas bajas, muy contaminadas, donde viven y quieren seguir viviendo –porque trabajan en la metrópolis, haciendo de “turcos alla suiza”– y donde, además, cuando se inunda por lluvias o sudestadas las aguas poluídas entran a sus hogares, llegándoles a distinta altura del cuerpo y de las construcciones precarias, agravando las condiciones de salud, vivienda y laborales –ya que quienes tienen trabajo deben dejar de atenderlo para ocuparse de la emergencia del hábitat.

La tragicomedia surrealista de la denominada limpieza de las cuencas –como si fueran alfombras sucias– Reconquista y Matanza-Riachuelo se inició con un gran show de María J. Alsogaray quien, en 1993, siendo la autoridad de Medio Ambiente, prometió sanear el Riachuelo en mil días y que podríamos bañarnos en él. A pesar del rotundo fracaso de la prometida limpieza –de la cual se hicieron pingües negociados por los que fue procesada y condenada– y abortada la zambullida, se dio el lujo de publicar en 1999 un libro llamado Un desafío ambiental que encontró su curso. A poco de ello, en 1996, se iniciaron en el Reconquista los llamados programas de saneamiento, con “apoyo técnico y financiero” del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Entonces –como siempre– los grandes beneficiarios de estos programas con financiamiento externo fueron las consultoras, los funcionarios locales e internacionales, las aseguradoras internacionales, las grandes constructoras de obras… mientras que los afectados por los problemas que motivaron el programa fueron los menos beneficiados, si es que algún hueso llegaron a pellizcar de la gran torta repartida. Jamás lograron participar del diseño del programa –ni siquiera de los planes de contingencia para casos de emergencia en la cuenca– ni de las diversas alternativas técnico-económicas que todo proyecto tiene. A veces, cuando sopla fuerte el viento de cola, consiguen elegir el color de los carteles a colocar, o el tipo de flores a incluir para decoración del proyecto.

De acuerdo al informe ad-hoc realizado por la Auditoría General de la Nación (AGN) en 2007, las principales dificultades encontradas en ese programa para el Reconquista estuvieron relacionadas con la “priorización notoria del proyecto de las obras hídricas en detrimento de obras y planes para el control de la contaminación y para la promoción de la participación de la comunidad en la gestión de la cuenca”. Además, el programa no contempló componentes de infraestructura destinados a elevar la resiliencia de la cuenca del Reconquista a inundaciones mediante la restauración y ampliación de superficies verdes –juncos, árboles, arbustos, tierra–, absorbentes, oxigenadoras, depuradoras de aguas, hábitats propicios de flora y fauna o reductoras de escorrentías.[2]

Por su parte, en la cuenca Matanza-Riachuelo llegó a afectarse tanto la salud de la población que en 2004 recurrió a la intervención de la Justicia y en 2008 la Corte Suprema de la Nación conminó a las autoridades a que presenten un plan integral para frenar la contaminación y recomponer la cuenca. Enseguida, las autoridades nacionales recurrieron al Banco Mundial que financió un Programa de Saneamiento de la cuenca de mil millones de dólares iniciado en 2009 y todavía en ejecución, pero que muy poco ha aliviado las penurias y la salud de la población de la cuenca. A más de diez años de iniciado el programa, ya se han gastado más de 800 millones de dólares, con escasos resultados. Mucho hierro y cemento, grandes maquinarias contratadas, ingenieros operando como si se tratara de obras viales, sin tener en cuenta que una cuenca es como un organismo vivo, con seres humanos, flora, fauna, agua y tierra, cada cual con sus dinámicas particulares marcadas por ritmos vitales e interrelaciones que deben respetarse para aspirar al mejoramiento integral de sus condiciones. Siempre minimizando la participación ciudadana –por un lado, los seres humanos suelen resultarles molestos a los funcionarios con sus preguntas, que les hacen “perder tiempo valioso”– aunque cuidando evitar sorpresas desagradables –por ejemplo, que la población se oponga al proyecto– y un posible zafarrancho a la hora de cortar las cintas cuando las obras se inauguran.

En síntesis: los Buenos Aires mantienen a los sumergidos de siempre –ya hace dos siglos la Asamblea del año XIII había ordenado a los saladeros parar con la polución del Riachuelo– en los densamente contaminados –ahora con metales pesados– bajos fondos de las cuencas metropolitanas, áreas cercanas al centro metropolitano eludidas por quienes pueden, debido a su extrema insalubridad. En ellas el Estado ha invertido ingentes fondos –cerca de 1.500 millones de dólares en total, buena parte de ellos tomando deuda– en la ingenua creencia que la situación de los parias urbanos mejoraría. Ello no ha sucedido, al tiempo que los afectados siguen padeciendo gravosas penurias, los Estados siguen invirtiendo fondos públicos –básicamente a la defensiva, forzados por instancias judiciales, después de graves problemas de salud pública– sin efectos positivos notorios en la población afectada que no tiene arte ni parte en los proyectos.

Resulta más que evidente que en estos últimos dos siglos no ha existido suficiente disposición política para solucionar la polución que rodea a Buenos Aires. Por ello, salvo que de alguna manera –todavía inimaginable– las problemáticas sanitarias se vuelvan contagiosas para el resto de la población urbana –como ocurrió en siglos pasados con el cólera y el tifus–, lo más probable es que el statu-quo de las cuencas persista, junto a la degradación del territorio y su población. Así las cosas, los Buenos Aires seguirán coexistiendo con los Malos Aires donde habitan los parias.

Ante este triste panorama –y la severa restricción financiera que tendrá que soportar el país en los próximos años– propongo debatir acerca de formas alternativas de abordaje a las problemáticas señaladas, empezando directamente por las necesidades de las poblaciones sumergidas, en lugar de hacerlo desde los escritorios de Washington. En lo mediato, podría imaginarse que una parte de los fondos ya comprometidos para ambas cuencas por los organismos internacionales se canalice a atender las demandas sanitarias y de hábitat de los afectados, antes que a financiar más obras u otros gastos tal vez innecesarios o no directamente relacionados a aquellas.

Por otra parte, dado que la contaminación de las cuencas es la resultante del estilo de (mal)desarrollo vigente, propongo involucrar a grupos sociales extra-cuencas –por ejemplo: miles de jubilados ávidos por volcar conocimiento y experiencia en causas nobles, fuerzas armadas, universitarios graduados y estudiantes– que aporten solidariamente sus conocimientos y capacidades específicas para colaborar con la población y, de paso, empaparse de esa dura realidad de derechos humanos vulnerados. Por ejemplo, los militares podrían demostrarse en ese terreno útiles a la hora de emergencias y en el diseño de planes de contingencia.

A estos propósitos, en lo inmediato las autoridades podrían hacer hincapié ante los organismos de crédito en la poca efectividad alcanzada por los programas vigentes, diseñados bajo su estricta supervisión –para que no eludan responsabilidades y apoyen revisiones y flexibilizaciones de esos programas–, y luego ir al territorio una y otra vez, a incitar la participación hasta que la chispa encienda la iniciativa de la población, confíe ésta en una distinta forma de encarar la problemática, y se esbocen alternativas de solución directamente con los afectados de la cuenca y los grupos sociales de apoyo: que los contaminados tomen el toro por las astas y empiecen a moldear el futuro de sus territorios, hábitats y vidas. Y mientras tanto, que los bonaerenses entendamos de una buena vez que el drama de los parias nos concierne a todos, ya que es un producto del (mal)desarrollo que crecientemente nos aqueja.

[1] O elevadas mecánicamente para no ser afectados por inundaciones: las inundaciones han ido agravando los estragos causados en áreas bajas, debido a endicamientos realizados por barrios cerrados o privados.

[2] En esta época de cambio climático, reforzar la resiliencia de áreas próximas al mar es fundamental, tal como se evidencia en las recientes defensas costeras de la ciudad de Nueva York, en las que después del huracán Sandy ya se han invertido centenares de millones de dólares.

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