Algunas reflexiones sobre el egoísmo, la solidaridad y el rol del Estado: lo que deja entrever la pandemia del COVID-19

“Un colihue es muy delgado / y muy difícil de quebrar / pero si juntamos varios / son difícil de doblar. / Si se une el campesino, / el minero, el pescador, / todos los trabajadores / son un brazo y una voz” (Julio Numhauser, Quilapayún).

 

Ya se le había ocurrido a Camus, en su maravillosa novela La Peste de finales de los años 40. También a García Márquez, cuando escribió El Amor en los Tiempos del Cólera y nos obligó a todos los lectores a ponernos en cuarentena. Por estos días Netflix incluye en su cartelera películas y series con nombres por demás sugerentes: Epidemia, Virus y Pandemia. Pero como siempre ocurre, la realidad supera a la ficción. Lo que estamos viviendo seguramente dejará en la retina de esta generación imágenes inolvidables.

 

Lo que sucedió precipitadamente

Son tiempos de cambios. O es un cambio de tiempo. No sabemos con exactitud cuál de estos dos mundos se imponen, lo que sí sabemos es que ambos conllevan nuevas interpretaciones, nuevas realidades y, especialmente, nuevas verdades. A veinte años de dar inicio al siglo XX, nos encontramos con un mundo convulsionado por una enfermedad denominada COVID-19 –tal su nombre científico– o coronavirus, para darle un nombre más mundano, aunque este sea el agente que lleva la enfermedad. Esta pandemia se identificó por primera vez en diciembre de 2019 en la ciudad de Wuhan, capital de la provincia de Hubei, en China central. Al momento de escribir este artículo el mundo tiene alrededor de un millón de personas infectadas y más de 50.000 muertos por el virus en más de 190 países y territorios.

Las imágenes son impactantes y por demás elocuentes. Con algunas salvedades que desarrollaremos más adelante, el mundo se encuentra en vilo por esta situación. Los medios de comunicación, salvo alguna otra noticia de orden farandulesco, solo se limitan a informar sobre el coronavirus y todo aquello que se desprenda de él. Los canales televisivos, principalmente en la franja central, se han vuelto casi monotemáticos. Las noticias locales e internacionales se actualizan minuto a minuto. La cantidad de infectados, muertos y recuperados en todos los casos se modifican con una celeridad que nos recuerda a aquel riesgo país argentino de principios de los 2000.

Como en tantas otras situaciones de emergencia, catástrofe o calamidades de cualquier índole, se hace presente una palabra que muchos la identifican con el ser nacional argentino: la solidaridad. Un análisis del concepto de solidaridad desarrollado por García Roca hace más de 25 años ofrece los siguientes componentes esenciales: compasión, reconocimiento y universalización.

  1. a) Compasión: la solidaridad es un sentimiento que determina u orienta el modo de ver y acercarse a la realidad humana y social, condiciona su perspectiva y horizonte. Supone ver las cosas y a los otros con los ojos del corazón, y mirar de otra manera. Conlleva un sentimiento de fraternidad, de sentirse afectado en la propia piel por los sufrimientos de los otros que son también propios.
  2. b) Reconocimiento: no toda compasión genera solidaridad, sino solo aquella que reconoce al otro en su dignidad de persona. La solidaridad así tiene rostro: la presencia del otro demanda una respuesta.
  3. c) Universalidad: “la desnudez del rostro”, la indefensión y la indigencia es toda la humanidad, y simboliza la condición de pobreza de esfera intimista y privada.

María Rosa Buxarrais, profesora titular de la Facultad de Pedagogía de la Universidad de Barcelona y responsable del Programa de Educación en Valores del ICE-UB, plantea que partimos de la base de que la solidaridad es una actitud, una disposición aprendida que tiene tres componentes: cognitivo, afectivo y conativo. De aquí que los conocimientos que una persona tiene son suficientes para fundamentar la actitud acompañados del componente afectivo –el fundamental– y el conativo o comportamental, que sería el aspecto dinamizador de dicha actitud.

Por su parte, Oscar García, profesor y creador de la Cátedra Abierta de Solidaridad de la UNSAM plantea que: “Solidaridad es la capacidad potencial que, nacida en el interior de la persona y desarrollada luego culturalmente, se traduce en pensamiento, discurso, actitud o acción que va desde la adhesión circunstancial a la situación que otro –conocido o no– comparte o no con uno, hasta el compromiso profundo, identificatorio y permanente con la causa que afecta a ese otro, aunque a uno no lo afecte; conformando un sistema dinámico en el que ambos son protagonistas”.

Esbozando una síntesis del párrafo anterior, podemos señalar que la solidaridad es aquel valor que consiste en mostrarse unidos a otras personas o grupos, compartiendo sus intereses y sus necesidades. Este valor, según cada autor o pensador, es un concepto más amplio que el de actitud, porque sobre un mismo valor se fundamentan varias actitudes más específicas. Por otro lado, la solidaridad también es vista desde la virtud, entendida como condición de la justicia. Por lo tanto, la solidaridad se convierte en un complemento de la justicia.

 

Lo que nos hacen reflexionar las ideas

Con la finalidad de profundizar en base a los aportes anteriores, vale la pena sumergirnos en el mundo de los antecedentes, en el de aquellos pensadores que han marcado la historia con sus ideas y reflexiones. Este camino, sin dudas, nos ayudará a enriquecer esta propuesta. Así, en los párrafos que vienen recorreremos una selección de definiciones y discusiones en torno a la idea de solidaridad desde una perspectiva histórica.

Esta palabra, antigua y de raíz latina, es un derivado del adjetivo latino solidus –sólido, firme, compacto. La solidaridad se ha convertido en un principio fundamental para entender la situación del hombre contemporáneo. Tal vez sean al menos tres las razones para comprender esta ligazón: a) porque la técnica y sus aplicaciones han puesto en cuestión la relación de la especie humana con la naturaleza; b) porque la identidad personal se construye en el seno –y en retroalimentación– de nuestra sociedad; y c) porque la esperanza no sólo se aloja en proyectos históricos de transformación social, sino en pequeñas acciones y narraciones de sentido, tanto en relación a la construcción de la persona en primer término, como luego en la construcción de la persona como parte de la comunidad.

El término solidaridad es un sustantivo abstracto, formado a partir del adjetivo solidario, también derivado de la expresión latina in solidum. Son obligaciones solidarias aquellas en las que hay unidad e integridad, en un vínculo que entablan una pluralidad de sujetos. Desde una perspectiva filosófica, que podemos rastrear hasta la antigua cultura griega, el concepto de solidaridad puede relacionarse a la armonía que debe haber entre el todo y la parte, entre el yo y el nosotros. Aunque es siempre difícil hablar estrictamente de solidaridad, en su conceptualización taxativa, es decir, limitada, sí encontramos un sentimiento básico y primordial, capaz de unir naturalmente a dos seres de una misma especie, una filía o una amistad que no sólo une individuos, sino grupos y ciudades. Entre los autores que han tratado estas discusiones no puede dejarse de lado a Aristóteles, quien afirmaba que este sentimiento connatural de la amistad “parece ser el vínculo que une las ciudades y parece atraer la atención de los legisladores, más incluso que la justicia”. Esta amistad cívica, por denominarla siguiendo los preceptos del genio de Estagira, es la que permite explicar que una comunidad política es mucho más que una comunidad de territorio o de intercambio comercial. Es una comunidad de relaciones, cuya finalidad es una vida mejor, vinculada directamente con “la decisión de vivir en común”.

A la raíz filosófica podemos incorporarle una raíz de naturaleza teológica. Yavé, el nombre verdadero del Dios adorado por los israelitas, ha establecido con el pueblo judío una alianza que impulsó una conciencia de no ser una simple suma de familias o un agregado de voluntades –el todo es mayor que la suma de las partes. La conciencia de pueblo elegido es la conciencia de un colectivo, cuya solidez tiene un mismo origen. La solidez en el vínculo no nace de una estipulación o de una decisión, sino de una respuesta como pueblo elegido, como comunidad de sufrimiento, gozo y liberación, que tiene memoria de una fraternidad original. No hay verdadera solidaridad sin conciencia de la deuda que se tiene con aquel que, aun siendo diferente, es hijo del mismo padre. Sólo es posible reconstruir la fraternidad original si cada uno se hace responsable del hermano y no sólo de sí mismo. Responsabilidad que no nace del propio hermano, sino del vínculo común, de la obediencia a la ley que une a un padre común.

La solidaridad, entonces, encuentra antecedentes primarios en las ideas religiosas, aunque también lo hace en la filosofía antigua de occidente. En ella encontraremos componentes clave que la relacionan con lo social, aunque sin dejar de lado que todas las acciones son definidas en la intimidad de cada uno.

Las raíces basadas en ideas religiosas se harán presentes en pensadores como Cicerón o Séneca: su interés reflexivo estará depositado en el conjunto de sujetos definido como género humano. En ese marco se piensa la convivencia desde un apetitus socialis, es decir, la idea de solidaridad como necesidad. Esta es la base para una sociabilidad natural, una tendencia a la ayuda mutua y una comunalidad básica en el uso de los bienes. Siglos después, en los relatos de Santo Tomás de Aquino la solidaridad no está desarrollada como tal, como en el caso de Aristóteles, sino que está incluida en la noción de las virtudes desarrolladas en la Summa Theologica. Esta noción es muy útil y le sirvió a Juan Pablo II para la confección de sus encíclicas sociales. Santo Tomás expresa: “La virtud de cada cosa convierte a su poseedor y su trabajo en un Bien. Así pues, la virtud es más que un deber, porque implica una disposición, un poder y una perfección. Por ello se deduce que es un medio de mejora continua del hombre en búsqueda del bien”. La virtud de Aristóteles es para Santo Tomas de Aquino de indispensable referencia: la búsqueda continua del bien contempla una repetitiva serie de actos para su total aprendizaje, junto con un indispensable periodo de tiempo para el mismo. Eso sí, una vez asimilados, dichos actos se convertirán en un hábito definitivo en el quehacer diario de la persona sin llegar a desvirtuar su naturaleza como tal, todo lo cual se realiza sin perder el horizonte de la búsqueda del bien para la persona. Para este autor, el ejercicio de las virtudes debe estar sujeto a las leyes naturales dadas por Dios –“a los ojos de Dios”– y por ello la práctica constante de las virtudes debe estar siempre en búsqueda del bien marcado por las pautas dadas por Él. Como consecuencia, esta idea de hombre se ve progresivamente más compenetrado con el querer del mundo divino y, por ende, con una sinergia entre las virtudes humanas y las sobrenaturales. Para finalizar con las ideas aquinas, pueden destacarse también sus fundamentos naturales que miran a la trascendencia, en los que la vida moral de una persona se organizará sobre las cuatro virtudes cardinales: la prudencia, la justicia, la templanza y la fortaleza. La completa armonía en la comunidad se logra si la justicia garantiza la igualdad en los actos generados por la interrelación social entre las personas, siempre en búsqueda del bien común.

El salto hacia la solidaridad en la etapa moderna se produce cuando la comunidad política necesita legitimarse por sí misma –a partir de la construcción del Estado Moderno–, es decir, cuando el vínculo humano tiende a explicarse desde la inmanencia de la historia humana, sin apelación a una autoridad religiosa o trascendente. En ese camino, los pensadores de esa época toman los conceptos de solidaridad y caridad como elementos complementarios de la idea de libertad. Esto implica algunas transformaciones importantes. Entre ellos, se destaca la idea de que el vínculo social pierde parte de la fuerza que tenía, mientras que el acto solidario se convierte en una cuestión de simpatía, de afecto compartido, de benevolencia o de beneficencia que acompaña a la virtud de la justicia. Con ello, la solidaridad se convierte en opción de una voluntad libre que, por estar determinada también como la persecución de objetivos propios, individuales, también manifiesta una faceta altruista de los humanos. La solidaridad deja de plantearse desde el orden de la necesidad social como requerimiento elemental, para comenzar a plantearse desde la formación y la libertad personal. Como resultado, y con el paso del tiempo, toma impulso el concepto de fraternidad. El poder ya no podrá legitimarse desde una solidaridad espontánea, sino que deberá gestionar las solidaridades existentes, apelando a contratos, consensos, leyes, constituciones y solidaridades racionales. Éstas, construidas en cierta medida desde la individualidad colectiva, pueden ser entendidas como construcciones impuestas desde la norma en el marco de los nacientes estados de derecho. Además de ser una virtud social, la solidaridad se convierte en un principio de organización política de alcance universal: un principio con el que interpretar el derecho, no sólo en términos de semejanza natural, sino de comunidad de vida, amistad mutua y comunicación.

Como resultado de esto, simultáneamente con su cambio de impronta histórica, la solidaridad logró transformarse en un lema revolucionario, cuya fuerza retórica aún nos configura. Libertad, Igualdad y Fraternidad se convertirían en principios de un programa de transformación sociopolítica que se desarrollará desde el siglo XVIII hasta nuestros días. Esos ideales moldeados en el camino hacia el Estado Moderno, sin embargo, implican la sujeción de la idea de solidaridad a la de la conveniencia propia, al altruismo y a la racionalidad.

De hecho, no faltan quienes interpretan esta evolución sociopolítica asignando a cada uno de estos siglos el desarrollo institucional de un principio: el siglo XVIII ha impulsado las instituciones de la libertad (Estado liberal), el siglo XIX las instituciones de la igualdad (Estado social) y el siglo XX las instituciones de la solidaridad (Estado de bienestar). Esta línea de interpretación tendría el inconveniente de que exigiría pensar la solidaridad dependiendo del modelo de Estado; y tendría sin embargo la ventaja de revisar el Estado en términos de justicia y de responsabilidad con todas las personas, no sólo con las que comparten territorio, lengua y costumbres con nosotros. Sin embargo, en estos siglos, la solidaridad ha sido una cuestión tan civil como estatal. A quienes se han tomado en serio la solidaridad no les preocupaba tanto el modelo de Estado como el de sociedad y, sobre todo, la necesidad de ofrecer un modelo alternativo de relaciones interpersonales.

Tal como señala Jorge Núñez, para cuando estalló la Revolución Francesa, en julio de 1789, la Hispanoamérica colonial era un mundo en crisis. Este dilatado mundo, que se extendía desde California hasta la Patagonia y desde el Atlántico hasta el Pacífico, seguía siendo formalmente dominio de la corona española, pero en su seno bullían fuerzas sociales y económicas que ponían en cuestión el otrora seguro y absoluto dominio metropolitano. Mucho se ha escrito y especulado sobre la influencia de la Revolución Francesa en la Revolución de Independencia de América Latina. La historiografía liberal latinoamericana se ha empeñado particularmente en destacar esa influencia, relievándola al punto de mostrar a nuestro proceso emancipador como un efecto histórico de la gran transformación francesa. Empero, un análisis objetivo de aquellos fenómenos muestra que esa influencia no fue tan decisiva, y que la independencia de nuestros países fue sustancialmente resultado de una larga crisis colonial y de una creciente toma de conciencia de los pueblos latinoamericanos respecto de su destino histórico.

A partir de estas luchas por instalar un gobierno patrio se fueron generando ideas con tinte criollo que permitieron el nacimiento de la argentinidad. El general José de San Martín manifestaba “La guerra se la tenemos que hacer del modo que podamos. Si no tenemos dinero, carne y un pedazo de tabaco no nos han de faltar; cuando se acaben los vestuarios nos vestiremos con las bayetitas que nos trabajan nuestras mujeres y, si no, andaremos en pelota como nuestros paisanos los indios. Seamos libres y lo demás no importa nada. La muerte es mejor que ser esclavos de los maturrangos. Compañeros, juremos no dejar las armas de la mano hasta ver el país enteramente libre, o morir con ellas como hombres de coraje”.

En nuestra historia, varios fueron los líderes políticos argentinos que tomaron la solidaridad como bandera, siempre con interés de clase. Sin embargo, fue Juan Domingo Perón el primer líder en avanzar en la construcción de un Estado y un país donde las políticas estuvieron orientadas fundamentalmente a las clases más desprotegidas. Para ello introdujo en su plan de gobierno el concepto de Estado de Bienestar, que en nuestro país se implementó en la década de los 40, en los dos primeros mandatos del peronismo. Luego de la Segunda Guerra Mundial, en Europa Occidental se produjo una fuerte demanda social de pleno empleo y mejoras en los niveles de vida. El concepto de Estado de Bienestar hace referencia al establecimiento de una red de instituciones sociales o gubernamentales que desempeñan un papel clave en la protección y promoción del bienestar económico y social de los ciudadanos… esto se basa en los principios de igualdad de oportunidades, distribución equitativa de la riqueza y responsabilidad pública en el manejo de las políticas para alcanzarlas universalmente.

Juan Perón plantea en su Modelo Argentino para el Proyecto Nacional: “El hombre es principio y fin de la Comunidad Organizada, por lo que no puede haber realización histórica que avasalle la libertad de su espíritu. No hay organización posible si el hombre es aniquilado por un aparato externo a su propia existencia. […] Nuestra comunidad sólo puede realizarse en la medida en que se realice cada uno de los ciudadanos que la integran. Pero integrar significa integrarse, y la condición elemental de la integración del ciudadano en la comunidad es que la sienta como propia, que viva en la convicción libre que no hay diferencia entre sus principios individuales y los que alienta su Patria”.

Esta alternativa cuestiona la simplificación de quienes reducen los principios de organización social a la obligación de elegir entre individualismo y colectivismo, caridad y justicia, universalidad y singularidad. La alternativa de la solidaridad puede ser pensada en términos de síntesis –una sociedad solidaria tiene que ser una sociedad justa y a la vez libre– o en términos de rechazo de la disyunción –una sociedad solidaria no excluye la libertad ni la justicia– pero siempre está en juego el vínculo persona-comunidad, el modo de entenderlo y las obligaciones que genera. De esta forma, además de ser la virtud social por excelencia, se convierte en un principio ético en la regulación y la limitación del poder político.

Ahora bien, puede entenderse que la solidaridad no es incompatible con el individualismo, sino que lo modera y limita, convirtiéndolo en un individualismo solidario. Es decir, la comprensión de que el otro importa porque de esa manera el tránsito de la realidad propia es superador: el otro también soy yo. Como menciona Rodolfo Kusch en sus escritos, “en el fondo no estoy yo, sino que estamos nosotros”. Pero la irrupción de la solidaridad dentro de las discusiones derivadas de la ética y la filosofía política no puede explicarse sólo como una moderación o suavización de propuestas individualistas, sino que debe manifestarse como la emergencia de un paradigma alternativo. Esta advertencia es importante para no confundir la solidaridad con la cooperación, la integración o la cohesión social. Lo que se exige con ello es una comunidad humana sólida, en la que ningún individuo quede excluido de los derechos y de las obligaciones. El problema que entonces se plantea es doble: primero, resolver las dimensiones que debe tener, es decir, el alcance y definición comunitaria (por ejemplo: tribal, estatal, continental, cultural o planetaria); y segundo, establecer el tipo de vínculo capaz de generar responsabilidades comunes, incluso con aquellos que tienen ideas y realidades que difieren a las nuestras: he aquí la esencia de la solidaridad.

Desde un punto de vista ético, no podemos conformarnos solamente con la solidez de la comunidad, como si fuese análoga a la solidaridad. Si la cooperación, la integración y la cohesión se utilizan para subordinar la autonomía personal a la del grupo –la tribu, la nación o el Estado–, entonces estamos ante una solidaridad política o jurídica, pero no ante una solidaridad ética. El precio de la solidez comunitaria no puede ser comprometer la autonomía personal, dominarla, porque entonces nos situaríamos en un nivel donde la solidaridad no sería más que la obediencia a la ley y el sometimiento al orden establecido. En este sentido, la solidaridad ética apela a la solidez de una comunidad abierta, donde la lógica de la justicia no quede reducida a la obediencia, o a la lógica de la cooperación mercantil y el consenso constitucional. Una lógica que no podría plantearse en términos individualistas, porque reconoce que cada hombre no sólo merece la solidaridad de los demás, sino que es resultado de ella. Se trata de una lógica más constitutiva y básica que la de la acción, que no tiene tanto que ver con el dar de la cooperación, sino más bien con el darse de la generosidad. Esto es lo que entendemos como una comunidad organizada.

En definitiva, en esa discusión la solidaridad podrá entenderse de una forma más precisa cuando reconozcamos que lo éticamente relevante depende tanto de una lógica de la acción como de una lógica de la donación. En esta lógica Argentina tiene una vasta historia. Las donaciones, sin embargo, fueron una práctica discutida y objetada desde una perspectiva filosófica e ideológica por algunos movimientos transformadores de nuestra historia, no por ser inadecuados, sino por ser insuficientes. El rol que Eva Perón tuvo en la historia de la inclusión social en Argentina dejó fuertes improntas en este sentido: la confrontación con las clases altas y selectas de la oligarquía del momento no sólo era cuestión de discusión política, sino que se criticaba fuertemente cierto desdeño en la idea de la donación, que evitaba el compromiso de resolver de forma profunda las condiciones de exclusión. Esta discusión abre, indudablemente, nuevas puertas a la idea de solidaridad, una que habilite nuevos mundos, mundos de inclusión, y que no sólo se centre en un dar material, como si fuera una distribución de sobras para resolver emergencias.

La donación, sin embargo, y más allá de la discusión conceptual manifestada históricamente en el debate político en Argentina, en algunos casos ha implicado un mensaje esperanzador. Un claro ejemplo de ello se da en la donación de órganos, en donde nuestro país es referente en Latinoamérica. La concreción del trasplante es posible gracias a la sociedad representada en el acto de donar, a la intervención de profesionales y trabajadores de la salud de todo el país y al trabajo de los organismos provinciales de procuración. En los últimos diez años, en Argentina se han donado más de 18.000 órganos.

Otro de los ejemplos claros donde la donación cumple una función vital es en la donación de sangre. Según datos del Banco Mundial, entre 2011 y 2016 las donaciones de sangre por cada mil habitantes mayores de 18 años aumentaron del 26% al 31%, a un total de 621.370 personas. Si se tiene en cuenta que cada donación puede salvar hasta cuatro vidas y mejorar la de otras tantas personas, cada punto porcentual representa un gran avance. En la actualidad, la tasa de donación en la Argentina se encuentra muy cerca del nivel óptimo que la Organización Mundial de la Salud (OMS) atribuye a países de ingresos altos, llegando a lo que se entiende según especialistas como la autosuficiencia en suministro de sangre.

Sin embargo, la donación no debe verse como una solución en sí misma. Es más bien una de las manifestaciones posibles de un comportamiento solidario. Existen otras, especialmente en el plano de lo social, capaces de mejorar realidades y de quitar protagonismo al rol de las donaciones: la forma en la que esto se manifiesta es en acciones que promuevan la mejora en las condiciones (de vida, sociales, humanas, de salud), incluso –o principalmente– ante situaciones de emergencia. Esto se realiza necesariamente desde un espacio colectivo de consenso en el que la idea de solidaridad, como motor de transformación de una situación dada, sea impulsada desde el Estado, desde grupos sociales y desde las dimensiones sistémicas de nuestras comunidades. La solidaridad, así, se alza como este constructo que posee componentes de filosofía individual, de sinergia social y que puede transformarse en un principio de conducta de algunos Estados, involucrando el dar, el habilitar nuevas realidades –superando la idea de donar– desde todos esos niveles.

 

Lo que sucede allá y acá, y lo que podemos hacer

Como hemos visto, la solidaridad en términos conceptuales puede ser abordada desde ópticas diferentes. Aquí hemos decidido enfocarnos en lo filosófico, lo religioso y lo político, sin desestimar que los análisis pueden extenderse a otros campos de estudio. Señalamos en los primeros párrafos que el coronavirus irrumpió en la vida de todos los países de manera intempestiva. Casi en simultaneidad, tomando como medida de tiempo el impacto que provocó el virus en todo el mundo en el lapso de dos meses, los países de todos los continentes comenzaron a tomar medidas en función de la llegada de un invasor invisible. Estas medidas fueron dispares en los primeros países en donde se disparó el virus. Si en China la cuarentena se declaró el 23 de enero, aislando a 11 millones de personas en la provincia de Wuhan, esta respuesta se hizo más dilatoria en otros países. Por caso, en Italia recién la cuarentena se decretó el 10 de marzo, mientras que en España se dio cinco días más tarde, el 15 del mismo mes. Hoy, finalizando el mes de marzo, y con la humanidad en vilo por esta pandemia, algunos gobiernos aún no tomaron real magnitud de los estragos que está haciendo el coronavirus.

Estados Unidos, con Donald Trump a la cabeza, priorizó la economía por sobre la salud, señalando que “una gran recesión podría cobrarse más víctimas que el nuevo virus. Podemos perder una cierta cantidad de personas a causa de la gripe. Pero nos arriesgamos a perder más personas si sumimos al país en una gran recesión o una depresión. Me encantaría tener el país abierto y con muchas ganas de que sea para Pascua”. Recordemos que si bien Estados Unidos es el país que más invierte en ciencia, no menos cierto es que millones de estadounidenses están fuera del sistema de seguridad social, y la salud es un bien privado, por demás caro. Al abrirse el registro de subsidios por desempleo por el COVID-19, las solicitudes contabilizaron casi 3,3 millones. Todo un récord… Aun así, algunos Estados han tomado la decisión de aplicar una estricta cuarentena. Entre las ciudades más comprometidas están Nueva York, Nueva Jersey y Connecticut. Por estas horas, el presidente no se sonríe tanto. Estados Unidos es el país con más infectados y la proyección más benévola de las que tiene el gobierno en su haber habla de entre 150.000 y 200.000 muertos en los próximos meses por la pandemia.

Otro caso en donde la economía marca el pulso de las decisiones es en Brasil. El pintoresco –pero para nada gracioso– presidente Jair Bolsonaro hace de estos tiempos de pandemia un espectáculo grotesco con sus apariciones. En ellas suele hacer gala de su verborragia para acusar y discriminar a todo aquel que ose preguntar noblemente por las decisiones de su gestión en materia de la pandemia. Llegando a manifestar sobre el Coronavirus “esto es apenas una pequeña gripe o resfriado” y, sin ponerse colorado, afirmar: “va a morir gente, lo siento, pero no podemos parar una fábrica de autos porque hay accidentes de tránsito”. Las palabras huelgan… mientras tanto, Brasil se convierte en el país latinoamericano con más muertes por coronavirus.

Del otro lado del océano, en Gran Bretaña, el premier británico Boris Johnson recomendó “una cuarentena voluntaria si se detectaban síntomas de coronavirus”. Seguramente esta medida habrá adoptado cuando él mismo se enteró que era positivo de COVID-19. Al momento de su autoaislamiento los números de infectados y muertos en el Reino Unido iban en aumento. El giro –tardío pero giro al fin– dado por el gobierno inglés le permitió doblegar los esfuerzos que originalmente solo eran leves.

Otro caso en donde el discurso fue modificándose al calor de los datos concretos de infectados y muertos por el COVID-19 es en México. Manuel López Obrador, en pleno crecimiento de los casos de infectados, manifestaba “yo les voy a decir cuándo no salgan, pero si pueden y tienen posibilidad económica, sigan llevando a la familia a comer a los restaurantes, a las fondas, porque eso es fortalecer la economía. Los mexicanos, por nuestra cultura, somos resistentes a todas las calamidades y en esta ocasión vamos a salir adelante. Nuestro pueblo es poseedor, heredero de culturas milenarias”. Una semana más tarde, y ante la irrefutable cantidad de casos que se van sumando en México, el presidente moderó su discurso y tomó algunas decisiones que fueron recibidas positivamente por quienes habían criticado su postura inicial.

El Papa Francisco, en una escena pocas veces imaginada, entregó una bendición Urbi et Orbi –a la ciudad y al mundo– desde una Plaza San Pedro totalmente vacía. “Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta. En esta tormenta estamos todos”, señaló el Santo Padre en su mensaje. Mientras que en uno de los párrafos más candentes de su discurso señaló: “en esta barca estamos todos, como esos discípulos que hablan con una única voz y con angustia dicen: ‘perecemos’, también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino solo juntos”.

Pero como no podía ser de otra manera, también se contabilizan casos realmente bizarros. Cuando leemos lo que estamos por contar, muchas veces nos preguntamos: ¿será que todo esto es una gran farsa? ¿Será que soy como Truman Burbank –el personaje principal del film The Truman Show– y todo lo que transcurre a mi alrededor está guionado? Difícil de saberlo. Lo cierto es que algunos casos son llamativos, y seguramente, en las decisiones tomadas por los gobernantes, estuvieron convencidos de que eran solidarios con su pueblo.

En Tayikistán, un pequeño país ubicado en el Asia Central entre Uzbekistán y Afganistán, con nueve millones de habitantes, se celebró a fines de marzo con fiestas multitudinarias que en los 144.000 km2 que componen su territorio no se hubiera registrado hasta ese momento ningún caso de contagio del COVID-19. El presidente Emomali Rahmon dice saber el “secreto” de la ausencia de casos registrados en esa nación asiática: “mantener las casas limpias y observar las normas sanitarias es una de las mejores cualidades de nuestra gente. Y especialmente en situaciones en las que todo tipo de enfermedades infecciosas se están propagando rápidamente. Nuestra salud está, ante todo, en nuestras propias manos”.

En nuestro continente, el gobierno de Nicaragua desafió a la pandemia del coronavirus con una marcha multitudinaria denominada “Amor en tiempos del COVID-19”, en una clara muestra de ir en contra de las recomendaciones dispuestas por la OMS. Mientras en todo el mundo se evitan o prohíben concentraciones de personas, en Managua miles de simpatizantes sandinistas y trabajadores del Estado convocados por el gobierno marcharon juntos por varios kilómetros en una calle céntrica. Nicaragua hasta ese momento no reportaba casos de COVID-19. Igual que en el caso anterior, el gobierno actuó bajo un concepto de solidaridad. Unos días más tarde se conocieron los primeros contagios. El gobierno nicaragüense desplegó a cientos de brigadistas para acudir casa por casa y ofrecer información y consejos de prevención sobre el coronavirus. Sin embargo, esta estrategia de salud comunitaria –muy efectiva en el país ante la propagación de otras enfermedades ya conocidas, como el dengue– no es en absoluto adecuada frente al nuevo coronavirus, según lo manifestado por los expertos. Miguel Orozco, especialista nicaragüense en salud pública, sostuvo que “estamos ante una epidemia con un virus altamente contagioso y las medidas deberían ser diferentes”.

En Argentina, la reacción del gobierno fue rápida. El presidente Alberto Fernández decretó la cuarentena total el 19 de marzo. Diez días después, la extendió hasta el 13 de abril, y luego hasta el 26. Los expertos a nivel mundial tomaron el caso argentino como ejemplo de aislamiento. Si bien la pandemia avanza, las medidas tomadas en materia de salud pública en Argentina han sido las adecuadas. Y también en materia de asistencia social. El gobierno argentino ha dispuesto un paquete de medidas para poder hacer frente a una excepcionalidad sin antecedentes en nuestro país. El presidente afirmó: “los resultados por las medidas tomadas son buenos, y nos animan a seguir por este camino”. Sin embargo, sostuvo que “ningún resultado está garantizado y queda mucho por delante. Este es un camino que recién está empezando. Pero sí sabemos que si cumplimos determinadas cosas, el dolor será menor”. Alberto Fernández también recordó las palabras del Papa Francisco y, parafraseando al sumo pontífice, remarcó que “nadie se salva solo, después de esto algo debe cambiar”.

Las pandemias han desnudado las sociedades a lo largo de la humanidad. En esa exposición quedan en descubierto las miserias humanas, pero también las bondades. El ser humano ante una misma situación elige cómo responder, y la manera de dar respuesta tiene que ver con su escala de valores. Cuando ante un robo a mano armada el delincuente afirma “la billetera o te mato”, nos compele a una respuesta rápida, y por ende a una priorización. Es cierto, no se trata aquí de contraponer la salud o la economía. Pero sí de dar prioridad a una sin descuidar la otra. Por eso, la solidaridad es responsabilidad social, responsabilidad de todos y cada uno de quienes integramos esta comunidad… porque como bien alguien dijo una vez: la patria es el otro.

 

Referencias bibliográficas

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Banco Mundial (2018): “La donación de sangre crece en cantidad y calidad en la Argentina”. Junio 15.

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Nacke M y S Lew (2020): Mapas y Epidemias. Buenos Aires, CIPPEC.

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Séneca: “Cartas a Lucilio”. Madrid, Cátedra, 2018.

 

Walter Bogado es coordinador de Ciencia y Tecnología, UNTDF; Gabriel Koremblit es director de IDEI-UNTDF; y Rodrigo Kataishi es coordinador de Ciencia y Tecnología de IDEI-UNTDF.

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