La política de la post-pandemia

Casi dos siglos atrás, Friedrich Engels recorría las calles de una hacinada y precaria barriada industrial de Manchester, elaborando la crónica de lo que luego sería su obra La condición de la clase obrera en Inglaterra, denunciando las indisimulables complejidades que una avasallante expansión de la producción industrial le había generado a la sociedad inglesa. Polarización social, segregación espacial, pobreza, marginalidad y una creciente fragmentación del lazo social, todo ello enmarcado en un territorio volcado a la producción textil que fue violentamente transformado y sobrepoblado por el caudal de personas que abandonaban –voluntaria o forzosamente– las áreas rurales en busca de alternativas. El lapidario diagnóstico del intelectual alemán dio cuenta de los problemas que un modelo de producción en expansión causaba, al mismo tiempo que puso en evidencia el desinterés –solo por ser sutil– del Estado Liberal sobre esta naciente Cuestión Social.

Tiempo después, Pierre Bourdieu cristalizaba un análisis muy similar en su trabajo Argelia 60. Un Estado en pleno proceso independentista, azotado por una Francia que era anticolonial solo en teoría, que además de estar jalonado por el conflicto –que se extendió hasta 1962– se veía afectado también por el impacto directo que la transformación del capitalismo había impregnado en su estructura socioeconómica, y que permitía ver en el horizonte la figura de un liberalismo remozado que, agazapado, esperaba por salir a escena.

Ese desafío lo asumió Robert Castel, quien supo, a fines del siglo XX, esbozar un diagnóstico de los impactos que el capitalismo había generado en la sociedad, y plantear dos quiebres en la forma de pensar lo político y hacer la política: una primera cuestión social a mediados del siglo XIX, que provocaría cambios en la estructura de los derechos civiles, políticos y sociales de los decenios inmediatos; y una nueva cuestión social emergente a partir de la llegada del neoliberalismo en el último tercio del siglo XX, para la que aún no existe una estrategia eficaz.

No obstante, la llegada de la pandemia ha traído consigo un escenario inédito para el desarrollo de la sociedad global. Tramitando su desenlace, este contexto ha puesto de manifiesto la aparición de un tercer quiebre, sobre el cual es necesario comenzar a esbozar quizás no un diagnóstico, pero sí algunas líneas directrices que permitan reconocer puntos críticos de partida: cuestiones de urgente tratamiento que puedan funcionar como orientación para el devenir de la política en la post-pandemia. Los invito a reflexionar.

 

Reconocer una crisis que ya no es crisis

A casi medio siglo de los primeros experimentos neoliberales, el panorama que se observa a nivel global muestra pocos puntos destacables. La concentración de la riqueza en cada vez menos manos, un horizonte próximo de agotamiento de los Recursos y Bienes Estratégicos y una sociedad cada vez más escindida, polarizada y precarizada son solo tres de los principales problemas derivados de un modelo cuyo límite aún no ha aparecido.

En este sentido, la reiteración cíclica de las crisis económicas ha adquirido velocidad y dinamismo: son cada vez más frecuentes, aunque localizadas a escala micro y con efectos colaterales que se desplazan temporalmente.[1] Estas microcrisis globales-locales se han vuelto tan frecuentes que no es ilógico pensar en un contexto en el cual la crisis se haya convertido en la nueva normalidad.

Pese a algunos intentos formales de sustentar el desarrollo humano a nivel global, de buscar otras alternativas posibles, lo cierto es que, tras cuatro décadas de crisis, hablar de ello es referir hoy a algo cotidiano. Una crisis que lleva cuarenta años no es crisis: desde la pobreza estructural hasta el debilitamiento de la esencia democrática, la crisis es la nueva normalidad. There is no alternative[2] más que un eslogan fue una advertencia, que la pandemia supo refrendar incluso en lo peor de su expansión. Partir del reconocimiento de esta situación es crucial para pensar en los cimientos de la política post-pandémica.

 

El mito de la integración

En segundo lugar, reconocer que la idea del trabajo como motor y combustible de un sistema funcional que contribuye a la integración es algo utópico. Con el advenimiento del neoliberalismo, las fracturas ya existentes durante el Estado Social se han convertido en grietas irreparables. No solo el trabajo ya no garantiza una vida digna, sino que es también incapaz de asegurar sustento y estabilidad en el corto plazo.

La especialización productiva y la tecnologización y la jerarquización de la división del trabajo han terminado por derrumbar la posibilidad de una sociedad más igualitaria y equitativa desde su mismo nacimiento, algo que John K. Galbraith y Gunnar Myrdal habían planteado al discutir la opulencia de la sociedad en los años inmediatos a la posguerra: producción económica no equivale a desarrollo ni integración. La flexibilización y precarización laboral que acompañan a las lógicas neoliberales han mostrado en este contexto de pandemia que ni siquiera el trabajo alcanza cuando la amenaza se cierne sobre la estructura del sistema.

Como Robert Castel planteaba en su libro La inseguridad social, la centrifugación de cuerpos económicos que el neoliberalismo realiza, lanzando a todos hacia una exclusión inevitable, lleva a la necesidad de pensar en alternativas que garanticen la estabilidad del sujeto y del colectivo en base a su aporte, más allá de toda flexibilización posible. El Estado se ha mostrado ineficaz para dar contención a todas sus partes constituyentes desde mediados de los 70, pero con la llegada del COVID-19 esta ineficacia ha alcanzado límites preocupantes. Pensar en la política post-pandemia implica volver al tablero de diseño con las garantías inherentes del trabajo, si es que aún se puede defender la cohesión social por esta vía.

 

El proceso de desnacionalización, o el reconocimiento de la pluralidad subjetivante

Los estados naciones modernos se han forjado al calor del sentimiento nacional. La creación de una nación, de una identidad, ha sido el objetivo fundamental en la constitución de estos, en donde lo público se anteponía a lo privado. Primero se era ciudadano de, luego se existe. Pero la posmodernidad –como Francois Dubet refiere en ¿Por qué preferimos la desigualdad?– ha traído consigo una resignificación de lo privado: el sentir nacional se ha diluido, ya no es lo primero que nos identifica como parte del Estado, sino que lo que surge como fuerza sociopolítica es aquello que verdaderamente nos reinvindica como sujetos, y es esta resignificación la que lleva a cabo un proceso de desnacionalización.

Así como la nacionalización se apoyó “en la afirmación de una soberanía política absoluta y centralizada” (Dubet, 2015), esta desnacionalización vigente deberá renovar su respaldo en un Estado que sea capaz de comprender la pujante diversidad de los individuos y colectivos sociales que la componen, aún si para ello debe reconstituirse desde su base. Esto no implica la desaparición del concepto de nación, claro está. Pero sí resquebraja la fetichización que la idea de Nación ha operado sobre un crisol de singularidades, poniendo de manifiesto que la sociedad es muchas cosas antes de ser argentina, chilena o brasileña, y que ha adquirido aún mayor trascendencia durante este período de incertidumbre global.

El desafío que los Estados en esta post-pandemia deben atender para renegociar el contrato social implica, impostergablemente, incorporar a la agenda política la efervescencia de una pluralidad subjetivante que es, a la vez, constituyente e identitaria.

 

¿Una nueva cuestión social?

Todo nos remite al comienzo, a aquel diagnóstico de coyuntura. Aquella primera cuestión social de las sociedades industriales parece recobrar fuerza cuando se piensa en la actualidad, y los Estados, al igual que entonces, parecen no tener en su agenda inmediata una respuesta adecuada al contexto. Lo que hoy la pandemia deja en claro es que el mundo está irremediablemente fragmentado.

Al igual que en su época para Engels, Bordieu y Castel, somos hoy testigos de la obsolescencia de lo establecido, de una estable crisis sistémica cuya larga duración nos ha acostumbrado a la lógica del consumo y el progreso, pero que cada vez más dificulta el acceso a ambos. Sociedades polarizadas, identidades resquebrajadas, democracias desgastadas, todo ello sobre un aparato estatal que en plena pandemia se encierra en su último bastión, el monopolio del uso de la fuerza, señalando culpables y víctimas en un indeseable regreso de presuntas “clases peligrosas”, geográficamente localizadas e involuntariamente perpetuadas por su propio accionar, que no hacen más que demostrar que es urgente una reconstitución de sus dinámicas actuales.

Falta mucho por recorrer para ver la luz al final del túnel en esta oscuridad medieval que la pandemia trajo consigo. Pero quizás sea el momento adecuado para interpretar el contexto y pensar en cómo encarar un proyecto político para el día después, porque si existe alguna enseñanza que este tiempo nos deja, es que estamos posiblemente frente a un tercer quiebre –paradigmático– que puede marcar el nacimiento de una nueva cuestión social cuya atención, por el bien de la sociedad global, debe ser impostergable.

 

Bibliografía de referencia

Bordieu P (2013): Argelia 60. Estructuras económicas y estructuras temporales. Buenos Aires, Siglo XXI.

Castel R (2013): La inseguridad social. Buenos Aires, Manantial.

Castel R (1995): Las metamorfosis de la cuestión social. Buenos Aires, Paidós.

Dubet F (2015): ¿Por qué preferimos la desigualdad? Buenos Aires, Siglo XXI.

Engels F (1845): La condición de la clase obrera en Inglaterra. https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/situacion/index.htm.

 

Rodrigo Javier Dias es licenciado en Enseñanza de las Ciencias Sociales con orientación en Didáctica de la Geografía (UNSAM); profesor de Geografía (ISP “Dr. Joaquín V. González”), con especializaciones en Geografía de África y Oceanía, Geografía de Asia y Geografía de la República Argentina-Procesos Sociales y Económicos; docente en nivel medio, en formación docente y en la Universidad Autónoma de Entre Ríos; maestrando en Sociología Política Internacional (UNTREF); creador de Un espacio Geográfico.

 

[1] Sobre este proceso, el geógrafo británico David Harvey acuña el concepto Spatial fix o Ajustes espaciales, para caracterizar una dinámica propia del capitalismo en la que, cuando se agotan o reducen los márgenes de ganancia en un territorio en particular, este se traslada hacia otras regiones donde puedan sostenerse.

[2] No hay alternativa (o TINA, su acrónimo), fue un eslogan político atribuido a Margaret Thatcher, que resumía la adopción de un modelo centrado en el mercado, el capitalismo y la globalización.

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