La batalla cultural. ¿La batalla menos pensada?

En primer lugar, intentaremos acercarnos al significado del concepto “batalla cultural”. Entendemos por batalla cultural a la lucha por la hegemonía del sentido común –un sistema colectivo de pensamiento– que debe primar en una Nación en beneficio de su propio pueblo. Se trataría, en definitiva, de un universo de herramientas que le permitan a un pueblo elegir lo mejor para sí. Es decir, un pueblo deberá saber, en base a sus experiencias y a sus conocimientos históricos, qué lo beneficia y qué lo perjudica. Por ejemplo, y basándonos en nuestra historia: ¿le conviene al pueblo argentino endeudarse con los organismos multilaterales de crédito, como el FMI, o es más beneficioso obtener esos recursos de la propia producción de riquezas? ¿Es bueno para el pueblo argentino elegir gobiernos que se subordinen a las decisiones que se toman en los centros de poder mundial, y que adopten en consecuencia medidas tales como endeudarnos con la banca extranjera, “enfriar la economía”, bajar el gasto público? ¿O acaso el desarrollo de nuestra Nación vendrá de la mano de un proyecto que tenga como eje la soberanía en las decisiones y que de ello se desprenda que la mejor y más genuina de las riquezas es la que proviene de la producción e industrialización, del trabajo y del consumo interno, con la justicia social amparando a la totalidad de sus ciudadanos?

En el año 2015, y ratificado ese rumbo en las elecciones del 2017, la mayoría del pueblo argentino eligió un modelo de gobierno que recayó una vez más en el endeudamiento externo y en el enfriamiento de la economía, entre otras medidas, con las consecuencias que hoy tenemos a la vista: aumento de la pobreza y de la indigencia, inflación galopante, desempleo creciente, caída del PBI y pérdida de la capacidad de decisión nacional. ¿Por qué el pueblo argentino vota masivamente a sus verdugos? ¿Por qué aún hay argentinos que –a pesar de quejarse por la extrema dureza de la situación que también sufren– aseguran que volverán a votar por un gobierno que los hundió, social y económicamente, “con tal de que no vuelva el peronismo”? Es evidente que hemos sido derrotados en lo que conocemos como batalla cultural. O en lo que creemos conocer como batalla cultural.

En la Argentina de una década atrás se extendió la creencia que aseguraba que el eje casi exclusivo de esa porfía se centraba en una guerra encarnizada en contra de un medio de comunicación hegemónico en particular. Y en tanto se entonaban cánticos en los que se le prometía el final a esa tiranía mediática, en rigor lo que se acercaba era el fin de un gobierno popular.

¿De lo que acabamos de enunciar hay que deducir que nosotros no pretendemos una democratización de los medios de comunicación? No, nada más lejos de la verdad. ¿La lucha por el acceso a la información no forma parte de la batalla cultural? Sí, forma parte, y no sólo eso: es un derecho humano esencial. Lo que sostenemos es que la democratización de los medios es sólo una parte de la batalla cultural y que, además, esa democratización no la alcanzaremos con la mera porfía contra el grupo Clarín, sino a través de un marco regulatorio del funcionamiento de los medios en su totalidad y, sobre todo, con una tarea que también quedó pendiente: la potenciación de nuevas voces en un universo de la comunicación que está desertificado y convertido en un campo de Marte minado con las viejas mañas de los poderes hegemónicos.

 

¿La batalla cultural es tarea sólo de intelectuales?

La de este subtítulo es una de las encrucijadas que es menester contestar y resolver para mejorar las posibilidades de vencer y encontrar, al fin, un sentido común popular que reemplace colectivamente los lugares comunes del fracaso nacional.

Antes de contestar si los intelectuales son los que deben tener a su cargo la descomunal tarea de trazar las estrategias de la batalla cultural, debemos hacer previamente una caracterización de la Argentina. ¿Es realmente la Argentina un país soberano, o tiene las enfermedades y padece los síntomas de una semicolonia? Una sola fotografía de la actualidad desmiente cualquier pretensión soberana para contestar semejante pregunta: funcionarios del FMI tienen oficinas en el Banco Central de la República Argentina, en donde diseñan el futuro de nuestro país.

¿La soberanía se alcanza automáticamente cuando se elige un gobierno popular? No, pero al menos el país se transforma en un territorio en disputa y se recupera la capacidad de decisión nacional, aunque subsistan, durante esos gobiernos populares, los viejos factores de poder que seguirán tironeando a la Argentina hacia el abismo de la dependencia.

Pero volvamos a la pregunta del título: ¿la batalla cultural es tarea de intelectuales? La respuesta es: depende de qué intelectuales estemos hablando. Si nos basamos en las enseñanzas de Arturo Jauretche, y teniendo en cuenta la condición de semicolonia que padece la Argentina, deberíamos insistir en que no cualquier intelectual estaría en condiciones de sostener esa batalla y, mucho menos, de diseñar sus estrategias. Pongamos un ejemplo: si un intelectual, en su imaginería, sostuviera que el eje principal de nuestra lucha es la lucha de clases y no una batalla emancipatoria que nos arranque de nuestra condición de semicolonia, no servirá para nuestra causa. Es absolutamente imprescindible comprender que nuestra contradicción principal es Patria o Colonia, con lo cual la lucha de clases y el desprecio por cualquier tipo de nacionalismo liberador no sólo que no servirían para nada, sino que entorpecerían nuestra tarea.

¿Cómo podría colaborar en la batalla cultural alguien que no entienda la cuestión nacional? La cuestión nacional “es la que ordena las fuerzas en lucha”, aseguraba Jauretche. Recordemos aquella otra famosa frase de don Arturo: “No quiero, no admito, ser definido como un intelectual. Sí, en cambio, me basta y estoy cumplido, si alguien cree que soy un hombre con ideas nacionales”. Esa es la respuesta: la batalla cultural la deben dar personas del pensamiento nacional, cualquiera sea su extracción, profesión u oficio. Erradicar las zonceras contenidas en aquel manual magistral es aún una tarea pendiente. El gigante de Lincoln sigue teniendo razón.

 

La otra trinchera de la batalla cultural

La otra gran estación de la batalla cultural es el sistema educativo, sobre el que no nos detendremos demasiado porque no es un renglón desconocido. Pero nunca fue abordado lo suficiente y mucho menos solucionadas las problemáticas que el sistema educativo planta en cada argentino que pasa por sus aulas para que germine el día de mañana en ese argentino un pensamiento extraño al ser nacional. Sin embargo, en el campeonato de los adversarios a vencer en la batalla cultural, el sistema educativo no ocupa un puesto de relevancia como sí lo hace el de la lucha mediática, siendo que la educación es la piedra basal donde se asienta la estructura fundamental de la cosmovisión del medio pelo argentino. De fundamentos sarmientinos y enciclopedistas, el sistema educativo argentino no sólo dista de ser nacional, sino que no invita jamás a la reflexión, no enseña a pensar sino a memorizar –datos, cifras o cadenas montañosas que, inevitablemente, olvidaremos en su mayoría por la inutilidad de su almacenamiento. De la gesta de San Martín, la maestra sólo nos reclama que le digamos en clase por cuántos pasos fronterizos cruzó la cordillera, cuántos granaderos lo acompañaron y qué cantidad de caballos y mulas acarrearon las armas y municiones. También puede que nos hayan traído a colación la anécdota de las bayetillas que las primorosas mujeres les tejieron a aquellos valientes. Eso sí, lo que nunca sabremos es para qué aquellos hombres se transformaron en héroes y patriotas. Es más, jamás tendremos una idea ni siquiera cercana de lo que verdaderamente significa para nosotros, los argentinos, el concepto Patria. ¿Y por qué jamás lo sabremos? Porque el sistema educativo argentino nos enseña, aún hoy, sólo una versión de la historia: aquella que entretejió pacientemente el padre de la Argentina conservadora, don Bartolomé Mitre. Cierto es que el mitrismo que hoy se enseña en las aulas está refaccionado y se presenta con el engañoso y estafador nombre de Historia Social –¿habrá alguna historia que no sea social?

Cuando salimos orgullosos de las aulas con nuestros títulos de las escuelas secundarias bajo nuestros brazos, situación que no mejorará para nada si además obtenemos algún título universitario, estamos exactamente a punto de caramelo para que los medios de comunicación concentrados monopólicamente terminen la innoble tarea de convertirnos en aquellos perfectos zonzos del actualísimo manual jauretcheano: terminar de convertirnos en esa clase de ciudadanos muy dispuestos a considerar que la ayuda financiera externa y el famoso enfriamiento de la economía pueden transformar en dichosas nuestras vidas y en un vergel paradisíaco a nuestra querida Argentina. El sistema educativo nos oculta un lado de la Luna, y sólo si nos apartamos de ese camino que nos ha pavimentado el poder establecido, se abrirá ante nosotros el sendero de la conciencia nacional tan temida.

 

La batalla más oculta

El segmento más oculto de la batalla cultural es, por más que se piense lo contrario, lo más visible y, sin embargo, lo más difícil de detectar. Esa porción de la batalla no habita en cavernas subterráneas, ni la libran monstruos oscuros o esperpénticos. Muy por el contrario, esa parte de la lucha está llena de belleza, de hermosas palabras, de conmovedores o divertidos textos, de emocionantes historias, de fulgurantes colores, de ritmos apasionantes y de melodías de ensueño. Pero atención, mucha atención: a pesar de toda su belleza, se trata de un gigantesco monstruo que es capaz de engullirse nuestros cerebros y nuestras pasiones. Y es omnipresente, está en todos lados, incluso entra cotidianamente en nuestros hogares.

¿De qué se trata? De los contenidos artísticos de toda especie: musicales, cinematográficos, literarios, teatrales y televisivos. Podríamos animarnos a afirmar que los más inofensivos serían la escultura y la pintura, ya aprisionadas por una minoría que las transformó en artes de culto. El monstruo de los contenidos artísticos habita fundamentalmente en los grandes centros urbanos y, sobre todo, en Buenos Aires, ciudad puerto que se ha caracterizado históricamente por fijar sus ojos en el extranjero y en lo extranjero.

Tomemos, entonces, el ejemplo de nuestra gran capital, que es donde se “cocinan” los rumbos argentinos. Si algún extranjero llegara a Buenos Aires con sed de conocer lo que consumen culturalmente los porteños a diario, y por lo tanto se apartara del camino que le imponen las agencias de turismo, va a encontrarse con una oferta multicolor, pero alejada sustancialmente del ser nacional. Si ese extranjero va al teatro, difícilmente encuentre representada sobre las tablas la realidad que viven los argentinos y tampoco su pasado histórico. Otro tanto sucederá si va al cine: la abrumadora mayoría de las películas son de origen extranjero y, en su casi totalidad, han nacido en Hollywood. Si nuestro visitante se sienta a escuchar radio, la música que escuchará no será argentina: muy a las perdidas podrá escuchar un tango o una chacarera, casi como una exótica extravagancia. El idioma de esas canciones no será el español, será un dominante inglés. Tampoco se topará con el resto de los idiomas: ¿alguien escuchó alguna vez en la radio alguna canción alemana cantada en alemán? Esas probabilidades son casi nulas: ni en alemán, ni en italiano, ni en portugués. El idioma de los anglosajones navega por el éter como un corsario hegemónico. Si el viajante se sienta frente a un televisor, las probabilidades de encontrar algo nacional, algo que represente esencialmente la realidad que viven los argentinos o –insistimos– su pasado histórico, son casi inexistentes. Y si encuentra algún producto argentino, que los hay, estará teñido por la banalidad. Se puede afirmar que esos productos que se encuentran son argentinos, pero no nacionales.

La orgullosa Buenos Aires no pudo ser invadida militarmente a principios del siglo XIX, pero sus fronteras culturales han sido y son permeables a la penetración extranjera. Buenos Aires es una ciudad invadida y arrastra al resto del país en su locura genuflexa. Vayamos a ejemplos concretos. El peronismo no inventó el tango ni el cine argentino, pero los potenció como ningún otro gobierno hizo. Las décadas del 40 y del 50 fueron los años de oro de esas dos expresiones artísticas. Analicemos el fenómeno del tango, que es el más significativo al ser un producto cultural nacido en el Río de la Plata y en las orillas prostibularias de Buenos Aires, para ser más precisos. Es, sin dudarlo, el producto cultural más potente que haya generado nuestra tierra y nuestra cruza de razas. Su fama es mundial y su belleza y profundidad lo colocan en el podio cultural del planeta. Con melodías que forman parte del mejor paraíso de la música planetaria, el tango ha convocado a poetas que han pintado como nadie el ser nacional. Ya hemos dicho que el peronismo no inventó el tango, pero durante los diez años en los que se extendieron las dos primeras presidencias de Perón, el tango gozó de una popularidad inédita y merecida. Pero habrá que decir también que esa popularidad estaba apuntalada desde el Estado nacional. ¿Cómo? En primer lugar, el Estado nacional había establecido pautas para que se fomentara la difusión de la música nacional: el 50% de la música que se propalara en clubes o lugares públicos debía ser nacional. Otra de las herramientas que se instrumentaron para fogonear al tango fue la emisión de programas en vivo en diferentes emisoras, como radio Splendid, Belgrano, El Mundo, LT1 de Rosario, Radio Provincia de Buenos Aires, por nombrar sólo algunas. Siendo la radio el medio masivo por excelencia en aquel entonces –la TV, que también trajo al país el peronismo, sólo se volvería popular en los años 60–, las familias y la juventud escuchaban a las mejores orquestas y a los mejores cantores de tango en sus propios hogares, y los fines de semana, para consolidar esa popularidad, la juventud iba a escuchar a sus ídolos en los clubes de barrio que, como ya quedó dicho, tenían la obligación de pasar música nacional. Pero aclaremos que esa obligación estaba en clara sintonía con los gustos populares, es decir, no forzaba una realidad, sino que la acompañaba casi protocolarmente. Y no sólo estaba en sintonía con los gustos populares en general, sino con los de la juventud en particular: el tango dominaba el presente y se proyectaba hacia el futuro.

La situación, entonces, era la siguiente: en la Argentina había un gobierno nacional y popular que buscaba y encontraba soberanía hasta en la cultura: los ídolos de la juventud no venían desde el extranjero. Muy por el contrario, eran nuestros paisanos. Tenía razón Churchill: el peronismo y Perón eran dos enfermedades que debían ser extirpadas de raíz y perseguidas hasta la muerte, y aún después de ella. El peronismo era demasiado peligroso para Latinoamérica: era un gobierno soberano sustentado, también, en productos culturales de contenido profundamente nacional. Había que derrocar todo eso: debían rodar las cabezas del peronismo y de los tangueros, tan identificados con ese gobierno popular. “El tango ha venido recibiendo duros embates de la crítica bienpensante, de derecha y de izquierda, que percibe al género como representación emblemática de los sectores del pueblo que simpatizaron con el peronismo y, por lo tanto, lo rechaza del mismo modo que a éste”, asegura Juan Carlos Jara en su libro Voz de alondra, editado por el Instituto Superior Dr. Arturo Jauretche.

¿Qué hace la Libertadora ni bien derroca a Perón? Derroca también al tango: se eliminaron de cuajo aquellos programas en vivo en donde tocaban las mejores orquestas de tango y los cantores más populares hacían las delicias de la audiencia masiva. Era tal la identificación que el tango y el peronismo habían alcanzado que había que extirparlos a ambos. Por supuesto que aquella medida que exigía propalar el 50% de música nacional en lugares públicos quedó en el olvido y cayó en desuso. Acompañando estas medidas discriminatorias y totalitarias, también llegó a la Argentina un fenómeno planetario –e imperialista– que se desprendió de la expansión demográfica que se produjo al finalizar la Segunda Guerra Mundial, conocido como Baby-boom. Las nuevas generaciones post-guerra llegaban al planeta y se decidió darles un lugar especial, vendiéndoles mercaderías y comprando sus conciencias. De este modo, nacía una moda para la juventud: por primera vez en la historia, los jóvenes se vestían de jóvenes. Y por vez primera iban a escuchar su propia música, no la de los adultos. Esta movida planetaria venía como anillo al dedo para el caso argentino: de la mano de lo nuevo, las discográficas multinacionales iban a penetrar las fronteras argentinas para imponer una música que hiciera olvidar al tango. Así llegaría el Rock and roll a nuestras orillas, como un conquistador dispuesto a clavar su espada en nuestra arena y para convencernos de que la música que escuchaban nuestros viejos –esa con la que tu papá enamoró a tu mamá– era justamente eso: cosa de viejos. Ya llegarían también los vaqueros Far-West –hoy hay que llamarlos jeans– y el concepto de Nueva Ola. “Por otra parte, la industria cultural, recolonizada a partir de 1955, en consonancia con el resto del aparato industrial, comienza a vivir un proceso de desnacionalización que influirá decisivamente en las apetencias musicales de la nueva generación”, sostiene Juan Carlos Jara en el mismo libro. Tiene razón: se estaban preparando los poco concurridos funerales del tango. Caído el gobierno, con Perón en el exilio, el tango –como la más potente de nuestras expresiones culturales nacionales y populares– iba a comenzar a vivir un calvario interno sin precedentes. Apenas un par de años después iba a ser más sencillo escuchar un tango en Tokio que en Buenos Aires. Las provincias argentinas, más apegadas a las tradiciones de la tierra, iban a resistir mucho más que la ciudad puerto, en la que los cantores y los músicos que antes habían sido aclamados en los populosos clubes de barrio, comenzaron a ser abucheados y transformados en poco menos que piezas de museo.

Hay una metáfora perfecta: el gran Troilo, el monumental Pichuco, tan peronista como Manzi y Discépolo, pasó, de ser aclamado por miles de espectadores, a ser escuchado por 50 o 60 fieles en Caño 14, un pequeño local que funcionó a partir de 1962 en Talcahuano y Marcelo T. de Alvear. ​Cuenta la historia que Pichuco mismo le puso el nombre al local, basándose en la expresión porteña “irse a vivir a los caños”: significa quedarse en la lona, en la calle, en la miseria. Y si uno se queda en la calle, no quedaba más remedio que guarecerse de la intemperie al abrigo de aquellos caños gigantescos de Obras Sanitarias. El número 14, en el ambiente quinielero, hace referencia al borracho. La única explicación posible de esa elección troileana es que los muchachos de la noche no bebían leche pasteurizada, precisamente. Pero la metáfora es contundente: el tango se había quedado en la calle, en la miseria, y se iba a refugiar en los caños.[1]

¿Cuántas veces habremos escuchado en nuestras vidas la expresión “es un reducto tanguero”? Cientos, ¿verdad? Tantas que jamás se nos ocurrió ponernos a pensar qué significa la palabra reducto y, en nuestra ignorancia, la aceptamos como algo bueno. Pues tengo pésimas noticias: la expresión “reducto” significa “espacio, ambiente o grupo social que conserva una ideología o una tradición en desuso”. El peronismo, una ideología en desuso. El tango, una tradición en desuso. No hay casualidades, sino un proyecto nacional que se enfrenta a un enemigo muy poderoso: el proyecto imperial.

 

Se agotaron las localidades

En el año 1996, el entonces diputado nacional Fernando “Pino” Solanas presentó en el Congreso Nacional un proyecto de ley de radiodifusión. Para su elaboración, Solanas realizó, junto a un importante equipo de trabajo, un concienzudo análisis de medición de pantallas de TV. Se investigó el origen de las películas que se emitían por televisión. Los datos resultaron estremecedores: el 98% de las películas que se emitían era de origen extranjero, y el 96% de ese 98% era hollywoodense. Si aquella situación era dramática, las cosas no han hecho más que empeorar. Cualquier ciudadano que se siente a ver todas las noches una serie y una película, haciendo cálculos moderados habrá visto en un mes no menos de 60 horas de producciones hollywoodenses. En el acumulado de una década, se llega a la espeluznante cifra de 7.200 horas de veneno imperial destilado a través de la inocente pantalla hogareña.

Cualquiera podría preguntarse, y con razón: ¿qué tiene de malo ver películas en la tele? Para cimentar su proyecto colonizador, el imperio dominante se basa en tres patas fundamentales: a) para imponer el financierismo salvaje, el imperio cuenta con Wall Street y con el FMI; en esos lugares se preparan las recetas para la abundancia imperial y se diseñan las políticas de ajuste y de despojo para los países periféricos; b) cuando la gran potencia mundial necesita hacerse de recursos naturales como el petróleo propiedad de países díscolos, allá está Washington con sus ojivas nucleares, sus portaaviones y sus marines; lo hemos visto infinidad de veces, la historia está llena de estos casos; c) la tercera es la vencida, dice el refrán popular, y es verdad: para que la pata de las finanzas y la belicista no resulten tan desagradables a quien deba sufrirlas; para que usted vea como ayuda económica lo que, en rigor, es un atraco financiero; y para que usted crea que esa ojiva nuclear que marcha volando hacia su país y aquel marine que ha invadido sus playas deba ser visto como portador de ayuda humanitaria y no como un invasor asesino, el imperio cuenta entonces con su arma persuasiva más poderosa y letal: Hollywood.

Jamás se lo ha puesto a pensar, pero haga este cálculo: si tiene 55 años, digamos que hace ya medio siglo que mira TV. Si seguimos con los cálculos anteriores, en medio siglo de vida usted lleva vistas 36.000 horas de producciones hollywoodenses. Ni italianas, ni españolas, ni polacas: cine norteamericano y nada más. Hablamos de cine y series vistas en su casa. Ni contemos las horas que usted ha pasado frente a la pantalla grande de un cine: ése es un error despreciable, casi que no califica.

¿Y qué tiene de malo consumir un inocente producto cultural extranjero? Hágase ahora la pregunta al revés: ¿si el tango también es un inocente producto cultural –en este caso nacional– por qué entonces fue perseguido con tenaz y feroz inteligencia? ¿Qué tenía de malo consumir tango? Volvamos al cine y a las series: Hollywood no tiene sólo un formato de películas que es bello y atractivo, sino que ha inventado un producto de una potencia colonizadora jamás vista. Hollywood nunca le habla de ideología al espectador. Pocas veces le habla de política. Eso sí: monta un espectáculo digno de ser visto. No bate el parche del capitalismo, ni mucho menos del imperialismo. Los productos que elabora no lo hacen a usted pensar: lo hacen sentir. Hollywood vende sensaciones, emociones: le vende a usted miedo, le vende tranquilidad, le vende pasión, le vende heroísmo, le vende alegría, le vende angustia, le vende suspenso, le vende historias románticas, y mil sensaciones y sentimientos más que hacen verdaderamente muy difícil detectar dónde está lo malo en esas series o en esas películas que uno deglute como una droga. Porque eso es Hollywood: una droga aparentemente amable.

Hollywood hace un viaje directo hacia su corazón. No pasa por su cerebro, va directo a su corazón.

Con un método con tintes lombrosianos,[2] Hollywood le enseñará a usted a quién temerle y en quién confiar. Preparará sus emociones de manera tal que reaccionará instintivamente y sentirá miedo por determinado biotipo humano y, en cambio, confiará y se sentirá seguro con otro. ¿Se acuerda de los perros de Pávlov?[3] Bueno, usted reaccionará instintivamente como esos perros ante los estímulos que le proporcionen las películas hollywoodenses.

El esquema que utiliza Hollywood es muy sencillo y efectivo: se trata de transmitirle al espectador dos bloques bien diferenciados: a) el orden; b) el desorden. Ese esquema básico se replica en todas las producciones de todos los géneros. Va el primer ejemplo: volvamos al pasado y recordemos cuando veíamos cualquier película del oeste, por ejemplo, una de indios, como las llamábamos. Imaginemos una escena en donde los apaches rodeaban una caravana, la asaltaban, mataban y secuestraban mujeres. ¿Qué sentíamos en esas escenas? Miedo, claramente un apache nos provocaba miedo. En cambio, cuando sonaba esa suerte de clarinete, y venía al galope el 7º de Caballería, el alma nos volvía al cuerpo. Era evidente que esos soldados llegaban para hacer justicia: gritábamos nuestra alegría cada vez que un apache moría en la pantalla del cine o en la de la tele. En esa película, subliminalmente, los apaches representaban el desorden y el 7° de Caballería el orden. La curiosidad es que, en todas las películas del oeste, o en las de indios, los que venían a subvertir el orden no eran los indios, precisamente. Ellos eran los antiguos dueños de las tierras que fueron corridos a balazos por la civilización anglosajona. Sin embargo, e invariablemente, sentimentalmente nos poníamos del lado de los yankees usurpadores.

Si se trataba de una película de monstruos, queda claro que el o los monstruos representaban el desorden. En ese caso, ya vendría el bello muchachito a imponer el orden. Pero en estos géneros es muy sencillo detectar el orden y el desorden. También en las bélicas, en las que invariablemente los nazis y los japoneses hacen de seres despreciables que, claro está, nos aterraban como los apaches. ¿Pero qué pasa, por ejemplo, en un drama sentimental? ¿Funciona en ese caso el esquema de orden y desorden? Sí, funciona perfectamente. Vayamos a un caso puntual: la película Infidelidad, un drama romántico con Richard Gere y Diane Lane. No es del oeste, no hay indios, no hay monstruos, no hay japoneses, ni nazis. Se trata de la historia de una hermosa pareja que vive en los suburbios de Nueva York, en una casa de ensueño, con un entorno de ensueño. El típico American Way of Life. De pronto, la hermosa esposa y amorosa madre conoce a un bohemio joven francés –por supuesto, tenía que ser extranjero– y ese paradisíaco orden de vida comienza a correr peligro cuando la ejemplar esposa deja de serlo: cae en la tentación y comete adulterio. Y lo peor de todo es que no puede dejar de cometer adulterio: cada vez que ve al francés, la sangre le brinca dentro de las venas. El universo perfecto está por desmoronarse. El marido engañado se entera de la infidelidad a través de un ex empleado al que él echó de la empresa –buchones hay en todos lados. El engañado se pone en la piel de un investigador hasta que da con el bohemio francés. Llega hasta la casa y el francés le permite entrar. Tienen una corta conversación en la que el francés asume que es el amante de su mujer. Allí terminan los días del galo: el marido lo asesina de un golpe con una pesada bola de cristal, de esas que simulan nevadas cuando se las voltea. El antes marido engañado, ahora reciente asesino, envuelve el cadáver del francés en una alfombra y lo tira en un basural. Si eso que estamos narrando sucediera en la vida real y no lo viéramos en una pantalla, abominaríamos del asesino. Pero en este caso, nos contenemos. En definitiva, el francés vino a quebrar un universo hermoso. Vino a romper el orden. La película sigue su curso: la policía descubre el cadáver y, como era lógico suponer, dos investigadores se hacen una corridita hasta el suburbio en donde vive la hermosa parejita compuesta por la infiel y el asesino. Un par de hijos de puta, diríamos en el barrio. Sin embargo, y acá viene la perversión hollywoodense, cuando los investigadores rodean con preguntas a la pareja, nosotros nos ponemos del lado del asesino y de la infiel. Y cuando nos damos cuenta de que la policía al fin desiste de sospechar de ellos y se retira, ahí respiramos tranquilos: una vez más el orden ha vencido al desorden. El francés, en este drama romántico, ocupó el lugar de los apaches, de los monstruos, de los nazis y de los japoneses. El asesino y su corneadora mujer son el 7° de Caballería. El mundo está en paz y la casa en orden.

Resta por explicar por qué es tan eficaz este formato ideado por los cerebros de Hollywood. En primer lugar, porque las películas están bellamente hechas: son relatos impecables, conmovedores, atrapantes. Si no cumplieran ese requisito, no serían eficaces. Pero, además de eso, y al tratarse de un viaje directo a las emociones del espectador, Hollywood consigue un milagro perverso: manejar los miedos y las alegrías del espectador a piacere. Nos hace sentir que lo bueno es malo, y lo malo, bueno. El asesino es el que mantiene el orden, el indio despojado de sus tierras es el desorden. El mundo del revés, cantaría María Elena Walsh. En las películas bélicas, los marines invasores jamás generan miedo, sino empatía. En cambio, un talibán genera terror. El talibán es el apache de Oriente Medio.

No quisiera ponerlo nervioso, pero no hay nada más parecido a un apache en la Argentina que un negro peronista en una manifestación. ¿A alguien le puede resultar casual que a uno de los barrios más temidos de la Argentina se lo haya bautizado popularmente como Fuerte Apache? Con esto no quiero sugerir que el 7° de Caballería va a atacar Plaza de Mayo ni el Barrio Ejército de los Andes, pero… ¡cuidado con los marines! Imagine por un momento la psiquis y el corazón de la mítica doña Rosa de Neustadt. Cincuenta o sesenta años de su vida consumiendo Hollywood, viendo apaches, cowboys, policías heroicos, marines, talibanes, maridos cornudos, mujeres infieles, japoneses y nazis durante medio siglo. Cuarenta o cincuenta mil horas de veneno hollywoodense entrando por sus ojos y adueñándose de su corazón, eligiendo por ella. Pobre doña Rosa.

Imaginemos por un instante esta hipotética situación: alguien le propone a la pobre mujer que, ante el avance incontenible de la inseguridad, el Estado le ha asignado un agente del orden en su domicilio. Y le ofrece a doña Rosa que seleccione a ese vigilante entre un grupo constituido por un talibán, un marine y Juan Moreira. ¿Le cabe alguna duda acerca de cuál será la elección de la aterrada y popular vecina? En el preciso instante en que doña Rosa elija al guardián de su casa, en ese preciso instante simbólico es donde culmina y alcanza su clímax la batalla cultural que permanentemente perdemos a manos de la extranjería.

La globalización va alcanzando su cometido: no sólo impone planetariamente su liberalismo económico, sino su filosofía hegemónica que consiste en eliminar las particularidades nacionales y homogeneizar a los seres humanos en un biotipo único. La humanidad marcha hacia un individualismo atroz, en el que la memoria histórica y las tradiciones parecen haberse extraviado para siempre. En nuestro caso particular, nos hemos convertido en un país con la cabeza invadida. Puede sonar a ciencia ficción, pero es real: el enemigo nos domina y nos somete a través de una pantalla de televisión, y hasta ha elegido las melodías que debemos tararear y silbar por las calles, y a bailar como títeres en los boliches. Nos ha hecho despreciar lo propio y extrañarnos de tal manera de nuestra tierra que todo lo que nos circunda nos parece inferior. Nos asustamos de lo propio porque no lo conocemos. Es obvio: nadie puede amar lo que no conoce. Es más, lo desconocido siempre provoca miedo. Ese miedo que nos induce a separarnos, a dividirnos, a cruzar de vereda cuando se aproxima un morocho argentino, es decir, un potencial delincuente, un temible apache merodeando en las pampas.

Nos domesticaron para que nos resulte familiar lo extranjero, para que nos resulte superior lo extranjero. Pero atención, no todo lo extranjero es bueno: recuerden que los alemanes y los japoneses no son de fiar, y mucho menos los rusos. Y de Mao a esta parte, los chinos se han convertido en caníbales de niños. Todo sea por inculcarnos ejes falsos de discusión.

Pero, claro está, todo lo anglosajón nos parece confiable: un robo nos parece una ayuda, un asesino un buen tipo. Hablando de asesinos cinematográficos, ¿por qué será que siempre es el mayordomo el que tiene las manos manchadas de sangre y jamás de los jamases es culpable el propietario de la lujosa mansión? Le arrimo una pista mucho más que probable: el mayordomo es pobre y no tiene poder.

[1] Esta anécdota es recogida en una nota publicada en el diario La Nación, “A puro tango, reabre sus puertas Caño 14”, el 17 de diciembre de 1997, y en otra publicada por Clarín el 25 de diciembre de 2017: “Caño 14, el templo sagrado del tango”.

[2] El término “lambrosiano” se refiere a Ezechia Marco Lombroso (Verona, 1835Turín, 1909), conocido con el seudónimo Cesare Lombroso. Fue un criminólogo y médico italiano, fundador de la Escuela de Criminología Positivista, conocida en su tiempo también como la Nuova Scuola. Lombroso dijo que las causas de la criminalidad están relacionadas con la forma, las causas físicas y las biológicas. Un aspecto particularmente difundido de la obra de Lombroso es la concepción del delito como resultado de tendencias innatas, de orden genético, observables en ciertos rasgos físicos o fisonómicos de los delincuentes habituales (asimetrías craneales, determinadas formas de mandíbula, orejas, arcos superciliares, etcétera).

[3] Iván Petrovich Pávlov fue un fisiólogo ruso muy conocido por sus experimentos con perros, que dieron lugar a lo que hoy en día se conoce como condicionamiento clásico. Ganó el Premio Nobel 1904 de Fisiología o Medicina por sus experimentos.

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