La Administración Pública como territorio de militancia

El Estado en el centro del debate

En nuestro país, la disputa política tiende concentrarse en dos campos que, con sus diferencias y líneas internas, ocupan poco menos que la totalidad del escenario: el Frente de Todxs –organizado alrededor del peronismo– y el conglomerado de fuerzas conservadoras que conformó en la última elección la alianza Juntos por el Cambio.

Uno de los tópicos que alimentan la disputa política entre estas dos fuerzas remite al Estado: mientras para nosotros es el gran articulador del proyecto político votado por la ciudadanía, la oposición lo mira con desconfianza, como potencial enemigo, cuya actuación debe subordinarse a la estrategia de construir mercados y atraer inversiones.

El programa que los conservadores tienen para el Estado se hizo explícito durante los cuatro años de la presidencia de Macri: disminuir la carga impositiva sobre las y los ricos; desestructurar las políticas y agencias estatales que regulan el desarrollo económico; y reducir los recursos asignados a la previsión y a la promoción social. No muy diferente de lo que hicieron los gobiernos neoliberales de los últimos cincuenta años. El Frente de Todxs, por su parte, recoge las tradiciones nacional populares, keynesianas, dependentistas, desarrollistas y neodesarrollistas, haciendo del accionar estatal y de su autonomía relativa un elemento clave del programa de gobierno.

En el corto plazo que lleva nuestro gobierno –período cruzado, además, por la crisis del COVID 19– hubo un creciente activismo estatal que ha respondido con éxito a necesidades sociales urgentes, desequilibrios macroeconómicos profundos, capacidades estatales deterioradas y crisis sanitaria. Ahora bien, instalar el tema del rol del Estado en la agenda pública implica no sólo desarrollar una constelación de sentidos, valores y objetivos, sino también fortalecer o construir identidades y actores sociales capaces de sostener en el tiempo esta convicción y direccionalidad: este es el tema del presente texto.

 

La Administración Pública como territorio

Se puede pensar el territorio, por fuera de su dimensión espacial, como el ámbito real o simbólico donde las personas habitan. Entendemos habitar como el lugar en donde mujeres y hombres desarrollan una parte relevante de su vida cotidiana, fijan sus intereses y, consecuentemente, construyen su subjetividad y aportan a una intersubjetividad colectiva. Todo espacio habitado es social, porque las representaciones se construyen en un marco relacional, identifican y demarcan la pertenencia a un sujeto colectivo, aun cuando las relaciones que se entablen con otras y otros integrantes del conjunto puedan ser esporádicas, o no darse nunca. Sabemos que están ahí y que son nuestras y nuestros pares, aunque no hayamos llegado a conocerlos o conocerlas.

La integración de un sujeto colectivo implica la percepción de pertenencia a una comunidad y la confluencia de valores propios con los comunes. El individuo rompe las barreras que lo separan de los otros para establecer una identidad común, y a partir de allí despliega, como parte del colectivo, una vida dialógica: de cada uno con los otros y todos dentro del conjunto.

El territorio es, entonces, el lugar donde podemos encontrar al sujeto social. La habitación lograda carece de meta final, de una esencia que, una vez alcanzada, termine con su desarrollo. Asimismo, no hay etapa o escalón que salve al sujeto de pesares y ambivalencias de la vida colectiva. Las identidades y los territorios son intentos de organización de las experiencias de vida y, como tales, no tienen garantía de permanencia ni de continuidad.

Considerado así, es posible que una persona habite diferentes territorios. El horizonte de pertenencia se ha ampliado desde fines del siglo XX, cuando surgió un espacio de habitación que no ha hecho más que crecer: el universo virtual. Paralelamente, y en cierta forma vinculado a lo anterior, para amplias franjas de la población su domicilio define un territorio de baja intensidad, un caso bastante común en las llamadas ciudades dormitorio.

Históricamente, los espacios laborales han sido sitios de vigorosa habitación. Si bien los cambios en los modelos productivos han transformado la manera en que se dan estos fenómenos –la automatización terminó con un tipo de clase obrera cuyas formas de socialización marcó toda una época– el mundo del trabajo sigue siendo un elemento clave en la creación de la subjetividad. Desde de esta perspectiva es que postulamos la necesidad de reconocer la habitabilidad de la administración pública, potenciándola como espacio de construcción de la identidad de sus trabajadores y trabajadoras.

Partimos de una situación compleja: hoy por hoy, el “territorio” de la Administración Pública tiende a ser un hábitat de baja intensidad. Hay varios indicadores que así lo demuestran. Nos ha pasado preguntar –en espacios de capacitación– por la situación de empleo, y que pocos o ningún cursante se identifiquen como trabajadores o trabajadoras públicas. Después dirán que son docentes, médicos, policías, militares, profesionales, asesores, dirigentes políticos, trabajadores de empresas como YPF o el Banco Nación, sin prestar atención a quién es el empleador. La razón no es muy difícil de encontrar. ¿Quién querría estar en un lugar que los medios de comunicación han instalado como hábitat de vagos y corruptos? Se abre aquí un desafío y una potencialidad.

 

Disparen contra el Estado

En cualquier hora y circunstancia, y bajo cualquier excusa, el discurso opositor demoniza al Estado: es incapaz, corrupto, poco eficiente. Otro tanto ocurre con sus trabajadores y trabajadoras: son, según palabras de los conservadores, “grasa militante”. Jamás se cita que en buena parte de sus fallas están involucrados actores concentrados que las y los hacen títeres de sus intereses o que directamente sabotean su accionar. Cuando se trata de logros, se potencia lo individual y poco se toma en cuenta la estructura estatal que ha hecho posible, por ejemplo, que en Argentina no colapsara la internación en terapia intensiva ante el COVID-19.

Nuestra mejor historia[1] está hecha de jalones que vinculan la política, la gestión estatal y la movilización popular: desde el cruce de los Andes por San Martín hasta la red sanitaria que prohijó Ramón Carrillo; desde la formación de cinco premios Nóbel hasta las medallas olímpicas de nuestras y nuestros deportistas amateurs; desde llevar el analfabetismo hacia cifras marginales antes que muchos países de Europa hasta ser parte de la vanguardia en tecnología atómica y espacial.

El Estado que diseñan los gobiernos populares se propone llegar a todas y todos, y esto supone parajes recónditos, escenarios rurales, comunidades originarias y cinturones suburbanos sin agua, servicios o conectividad. Su accionar siempre se podrá y deberá mejorar. Hacerlo más democrático, eficaz y eficiente es un objetivo constante. Las críticas que estamos comentando no tienen ese objetivo: se dirigen a debilitar un instrumento clave en la construcción del proyecto nacional.

 

Potenciar el hábitat estatal

Nos proponemos, como desafío, fortalecer la identidad de los trabajadores y las trabajadoras estatales, recuperando sus narrativas como habitantes del Estado y articulándolas en el movimiento político. La potencialidad es clara: el Estado es el principal empleador del país.[2]

Nuestro campo político tiene claras ventajas para liderar las identidades de un territorio en ciernes: en nuestro esquema, sus habitantes son las y los ejecutores de funciones críticas para el proyecto nacional, mientras que para la oposición serán –de mínima– un costo, cuando no clientela política, personas haraganas, ineficientes y abusadoras.[3]

Entendemos que el espacio de la Administración Pública puede generar una filiación simbólica a partir de valores inclusivos, una comunidad de objetivos y un proyecto en donde cada uno de los trabajadores y cada una de las trabajadoras encuentren un lugar de orgullosa pertenencia y desarrollo de su hábitat.

Este proceso de construcción identitario se inicia con una defensa de la fortaleza estatal asediada. Pero no sólo hay que pensar en instalar un relato que haga honor al trabajo de los y las agentes estatales: nos debemos acciones gremiales, de fomento de lo asociativo, de participación, de apertura a la población para que lo vea como “su” Estado. Para esto, es necesario convertir a la Administración Pública en un ámbito con el cual comprometerse, definiéndolo como un territorio de militancia. Esta aspiración, cuyo puntapié inicial corresponde a las fuerzas políticas populares, será tema de próximos debates.

[1] Lo mismo podría decirse a escala mundial para la modernidad: desde el desarrollo tecnológico, pasando las grandes obras de infraestructura y hasta la conquista del espacio son impensables sin la participación estatal.

[2] Se estima que actualmente hay una cifra cercana a los cuatro millones de trabajadoras y trabajadores públicos en Nación, Provincias y Municipios, sumando Poder Ejecutivo, Legislativo, Judicial y Extrapoderes, Descentralizados y Empresas Estatales.

[3] A la que se suman nuevos estigmas, como “grasa militante”, “gasto superfluo”, “caer en la educación pública”, etcétera.

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