Las elecciones en Argentina y las enseñanzas del Brasil de Bolsonaro

El general Perón afirmaba que la política debía ser comprendida y diseñada prestando atención al tablero mundial, ya que las realidades nacionales eran, de algún modo, escenarios “provinciales” que se veían inexorablemente afectadas por los cambios y tensiones que se desplegaban dentro de ese escenario mayor. La enseñanza es taxativa: la pretensión de aislarse o prescindir del juego general sólo conduce al fracaso. Por eso diseñó una Doctrina que terminó extendiéndose por todo el planeta en los años 40 y 50, pero no le hizo ascos a legarnos una fabulosa actualización doctrinaria en los 60 y 70. Por eso mismo, también, revisó su sistema de alianzas para buscar una con su adversario histórico, Ricardo Balbín, en los años 70 –en el convencimiento de que el clivaje había cambiado, y que lo que correspondía era intentar el Frente Popular por el lado de los partidos y fuerzas nacionales y democráticas, frente a la alternativa que significaban los internacionalismos antidemocráticos–, y diseñó junto con José Ber Gelbard un ambicioso Pacto Social que permitió que la Argentina alcanzara su mejor rendimiento económico con la redistribución social más igualitaria que hemos experimentado desde 1955. El fracaso del proyecto de reconciliación entre los argentinos –tratando de salir de la profunda “grieta” que nos lacera como sociedad– nos hundiría en un proceso de caída libre, con algunos momentos de cierta recuperación –sobre todo entre 2003 y 2010–, y terminó conduciéndonos a la actual crisis estructural propiciada por las políticas del gobierno de Cambiemos.

El próximo gobierno, sea del signo que sea, deberá afrontar vencimientos de una gigantesca deuda que resultan impagables, en el marco de una economía cada vez más precaria y acotada, incluso en relación con la de la mayoría de los países hermanos latinoamericanos. Sabemos que este año la situación económica, social y financiera se agravará de manera exponencial y que –en caso de que no explote antes– la situación social estará al borde del estallido cuando asuma el nuevo gobierno. Y aunque no será el responsable de la situación, la bomba le estallará entre las manos y no tendrán validez los argumentos sobre responsabilidades ajenas y herencias recibidas. Con una economía arrasada, una situación social detonada y una presión financiera a la que no podrá responderse –a las que adicionalmente deberíamos sumar la fragmentación de las fuerzas populares, la existencia de grietas profundas al interior del campo popular y de la alianza Cambiemos, el desprestigio de la política y de la dirigencia, y un elevadísimo grado de irritabilidad y descontento social– la magnitud del desafío nos exige postergar los intereses individuales y facciosos, y tratar de encontrar una respuesta por el lado del pragmatismo y la claridad conceptual que nos proveen las enseñanzas del general Perón y, ante todo, su pragmatismo.

Sin embargo, los actores políticos parecen marchar por sendas alternativas. El ejemplo brasileño, por ejemplo, podría resultarnos de mucha ayuda al momento de definir una estrategia adecuada. La primera de ellas es que, a diferencia de lo que ocurrió con el PT en la gestión Dilma Rousseff, el partido popular nunca debe ser artífice del ajuste, ni entregar la conducción económica y financiera del Estado al enemigo. Dilma cayó por un golpe institucional, en el marco de la lawfare, pero ante todo debido a su propia incompetencia al momento de tomar decisiones y fijar un curso de acción. Esto significó la pérdida del amplísimo respaldo popular construido pacientemente por Lula y una desilusión tal frente a la alternativa de un Brasil democrático y más justo que posibilitó que las fuerzas antipopulares no tuvieran mayores trastornos al momento de encarcelar al líder histórico del PT y excluirlo del proceso electoral. Adicionalmente, hubo un desprestigio de la política, sembrado por la prédica constante de los medios y de los políticos vinculados a los intereses del mercado, y también por las propias acciones de algunos referentes del PT, tanto en sus declaraciones como en el incremento exponencial de su riqueza. El camino estaba abierto para un arribista y Jair Bolsonaro lo aprovechó admirablemente, tal como la historia enseña que sucede en casos similares. Convertida en una escena mediática, con partidos desmembrados y descalificados ante la opinión pública, la manipulación de las mayorías –para sumarlas a una propuesta que las convertirá en sus principales víctimas– es un juego de niños para los consorcios mediáticos, hasta el punto en que terminan naturalizando el discurso que asegura que vivían en una ilusión insostenible en el mediano plazo, y que el ajuste es la única vía para salir del populismo ficticio y refundar la Nación sobre bases realistas aunque dolorosas.

En nuestro país ya tuvimos a nuestro propio Bolsonaro, antes que en Brasil. Podemos encontrarlo en Balcarce 50, cuando no está de gira internacional o de vacaciones. Por eso no debemos temer a que aparezca uno nuevo. Las reformas que plantea Bolsonaro ya se han implementado en gran parte durante el gobierno de Cambiemos, y aún nos esperan nuevos embates con el aval y la insistencia del FMI. Nuestro gran problema es la reconstrucción del campo popular, la construcción de un Frente potente en términos electorales y, sobre todo, la definición de una estrategia política y de un plan de gobierno que nos permita comenzar a revertir la crisis, pero ya no al estilo “lo atamo con alambre”, sino generando un amplio consenso entre las fuerzas políticas, sociales y económicas nacionales. Es simple. Es peronismo básico.

Pese a su simpleza, la dirigencia del antiguo Frente Para la Victoria experimenta una gran dificultad para implementar soluciones a partir de este diagnóstico elemental, e insiste en presentar la salida a través de una disputa entre candidatos, dejando en segundo plano la cuestión del programa y las estrategias para llevarlo adelante. Es cierto que algunos candidatos han presentado aportes valiosos: los equipos de Sergio Massa, por ejemplo, han elaborado interesantes propuestas en múltiples cuestiones, y también es seductora la alternativa de un gobierno parlamentario o semi-parlamentario que formuló Juan Manuel Urtubey. Sin embargo, ambos candidatos no levantan en las encuestas. Del lado del FPV sólo se levanta, a modo de verdad revelada, el nombre de Cristina Fernández de Kirchner.

Si el dilema argentino se reduce a la alternativa entre Macri y Cristina, despojado de programas y de mecanismos concretos de construcción del consenso, el futuro que nos aguarda es preocupante. Gane quien gane en un ballotage, expresará más bien la resistencia de la mayoría al liderazgo de su derrotado, pero difícilmente conseguirá el tramado social y el respaldo indispensable para comenzar a destrabar la crisis terminal que atravesamos. Ya la Argentina no es la misma de los tiempos de Perón: en la actualidad sólo un 33% se define como peronista, y un 44%, en cambio, se considera “anti-peronista”. Pueden ponerse en cuestión estos índices, pero no la cuestión de fondo: ya no existe un partido político hegemónico. Todos deberán conseguir “enamorar” a la sociedad con propuestas, acciones y actitudes renovadas y convincentes. La UCR –cada vez más “peronista” en su pragmatismo– lo entendió perfectamente y salió a discutir poder al interior de Cambiemos, pero no olvidemos que buena parte de los afiliados y simpatizantes radicales preferirían formar parte de otro frente. Del lado del peronismo y la Unidad Ciudadana las aguas son mucho más turbulentas.

La reducción del dilema del campo popular en la Argentina a una puja sobre el liderazgo de Cristina Fernández de Kirchner constituye una simplificación que sólo lleva agua al molino ajeno. Por errores propios y por aciertos ajenos, sobre todo en el terreno mediático de la manipulación de las masas, buena parte de lo que supo ser la dirigencia del FPV se encuentra descalificada en la opinión de las mayorías. Puede disgustarnos o parecernos injusto, pero sabemos desde Maquiavelo que la política y la moral no van de la mano. También sabemos que hay profundas grietas que atraviesan el interior de esa antigua alianza, y que la composición de las listas, en caso de alcanzarse alguna forma de unidad amplia, pondrá en riesgo la continuidad del armado político. No hay que mirar muy lejos: basta con observar los procesos electorales de 2013, 2015 y 2017. Todas derrotas.

Hay dos factores adicionales que no deben descuidarse. El primero es interno: la siempre prometida renovación de liderazgos y de mecanismos de participación interna nunca llegó. Los protagonistas siguen siendo los mismos y, como es sabido, resulta difícil que un experimento de laboratorio en condiciones similares produzca resultados diferentes. La segunda incumbe al conjunto de la sociedad argentina: un 55% expresa su voluntad de “salir de la grieta”, de respaldar una tercera opción fundada en una propuesta de reconciliación nacional. Sin embargo, no han existido las condiciones ni la voluntad política para implementarla con eficacia en el pasado.

Con las elecciones a la vuelta de la esquina, la tan mentada “unidad peronista” no tiene candidatos certeros. No está clara la decisión de Cristina Fernández de Kirchner sobre su eventual candidatura y los candidatos de Alternativa Federal no crecen lo suficiente en las encuestas. Allí es donde aparece la figura de Roberto Lavagna. Los mayores de 35 años lo reconocen como quien ha sacado a la Argentina de la peor crisis de la historia antes de la gestión de Mauricio Macri. Buena parte del socialismo y del radicalismo lo respaldaría. En el peronismo un amplio segmento lo reconoce como una prenda de unidad. Es cierto que para los sub 35 Lavagna es casi un desconocido, pero no sería complicado instalarlo en los próximos meses.

El problema radica en dos cuestiones. Por un lado, cuál será finalmente la decisión de Cristina, y cómo terminaría evaluando una eventual candidatura de Lavagna. El segundo, que el economista tiene en claro que sólo es posible afrontar esta gravísima situación en el marco de un amplio consenso pluripartidario, que incluya además a los sindicatos y al empresariado. Y, otro punto no menor, que su eventual presidencia sería una transición, de cuatro años y sin reelección. Por esa razón exige evitar las internas desgarradoras que podrían herir de muerte ese gran acuerdo político, social y productivo. Y esta exigencia es algo que el resto de los candidatos no estaría dispuesto a concederle.

En caso de que la opción Lavagna se viese clausurada, el escenario parece reducirse a la contienda entre Cristina y Macri. Macri precisa a Cristina candidata para tener alguna chance electoral. Cristina lo precisa a Macri presidente para imponer su liderazgo interno sobre el antiguo FPV. La aparición de la alternativa Lousteau pone en riesgo la polarización política, ya que si bien el presidente no tuvo problemas en disciplinar a María Eugenia Vidal, no consigue resolver en cambio las ambiciones de los radicales, que ven muy en claro que con los datos económicos y sociales a la vista y con los altísimos niveles de desaprobación del actual presidente, está abierto el camino para un candidato que exprese una lógica de conciliación.

Esta demanda popular parece no ser advertida con la claridad suficiente por la dirigencia del antiguo FPV, que parece convencida de que es posible ganar las elecciones sin renovación, sin programa explícito, confiando únicamente en la variable heladera llena hasta 2015-heladera vacía ahora. Tal vez no estén equivocados y baste con ello para ganar y colocar a Cristina en el sillón presidencial el 10 de diciembre. Las preguntas, en este caso, serían no si se puede ganar con Cristina y el recuerdo de los logros de sus gobiernos, sino si será posible gobernar después y sin que la crisis le estalle en las manos. Por la composición que tendrá el parlamento ya no habrá mayorías automáticas como en el pasado, y el gobierno debería administrar la crisis en situación de minoría parlamentaria. ¿Estaría dispuesta Cristina a ser el Eduardo Duhalde de 2002-2003 y conformar un gobierno y un gabinete de coalición? ¿Se animaría a exponer ante el juicio de la historia sus logros del pasado ante la incertidumbre que plantea un futuro tenebroso? La ex presidente no se ha expresado. Sabe que ese es un dilema de hierro y dilata la definición. Tiene en claro, también, que el silencio y la dilatación de una definición juegan claramente a su favor en la medida en que no se consolide una tercera opción sólida. Y sabe también que sería mucho mejor dejar que un gobierno de transición asuma la responsabilidad de afrontar la crisis, para tratar de retornar en 2023. Pero, por otro lado, el desafío de “salvar a la Patria” de la catástrofe desvela a cualquier estadista que se precie de serlo.

Tal vez, como aconsejan algunos pragmáticos, lo más conveniente a título personal e, incluso, partidario, sería dejar que Cambiemos se haga cargo de los vencimientos de la deuda en 2020 y 2021, y evitar que el campo popular se vea obligado a hacer el dolorosísimo ajuste que parece inevitable. El ejemplo de Dilma está a la vista. Pero también se levanta, amenazante, el de la prisión de Lula. Con un agregado adicional: ¿cuál sería el futuro de la Argentina en el caso de que Cambiemos reelija y tome en sus manos la profundización de ese ajuste?

En este punto es que suenan, implacables, las palabras del general José de San Martín: “Cuando la patria está en peligro, todo está permitido, menos no defenderla”. Y también, las del general Perón, cuando remarcaba que los faccionalismos deben ser desterrados al momento de construir mayorías y ganar elecciones. “Con los buenos sólo no alcanza”. “El noble hogar del gaucho se construye con barro, con paja y con bosta”. “A mis amigos los quiero cerca, y a los enemigos mucho más cerca”. La historia nos provee de enseñanzas. Está en nosotros saber aprovecharlas.

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