La importancia de las utopías

En estos tiempos, tiempos de crisis económica y social, tiempos de pandemia, tiempos de guerra –de una guerra que, aunque sea lejana, impacta en nuestra nación–, tiempos de acuerdos con el Fondo Monetario Internacional, tiempos de Pascua –tanto de la judía como de la cristiana–, siento la necesidad de hablar de las utopías o, con mayor corrección, de su ausencia. Una utopía –aclarémoslo de entrada– alude a un proyecto de difícil realización. Por eso, admite dos valoraciones: una positiva, la de los proyectos que, aunque no lleguen a concretarse o no lleguen a concretarse totalmente, logran el mejoramiento de una persona o una sociedad; y una negativa, la de los proyectos que, lisa y llanamente, consisten en un absurdo, en una locura. Quienes suponen, por las razones más diversas, que la totalidad de las utopías caen en el segundo supuesto no sólo incurren en un error. También incurren en una muestra de cinismo, porque las utopías –a pesar de su cuota de no realización– son las banderas que han guiado a la humanidad por su camino de progreso.

Pensemos, por ejemplo, en la utopía de vivir en la Tierra Prometida, lejos del dominio del faraón (utopía del judaísmo); o de vivir en el Reino de los Cielos, lejos del dominio del césar (utopía del cristianismo); o de vivir en un Estado constitucional, lejos del dominio de los monarcas que sólo responden ante Dios (utopía del liberalismo); o de vivir en una sociedad sin clases, lejos del dominio de la burguesía (utopía del socialismo); o de vivir en una patria justa, libre y soberana, lejos del dominio de la oligarquía agroexportadora (utopía del peronismo). En todas encontramos la intención de alejarnos de algo que es visto como malo, la intención de acercarnos a algo que es visto como bueno y, por encima de todo, la certeza de lograr ambas cosas. Y esto es lo importante. Una utopía que no produce tal convencimiento no es una auténtica utopía. Es un engaño. Únicamente quien cree en alcanzar algo –aunque sepa que no es posible, o no es posible en su totalidad–, y mejora con esa creencia, acredita la existencia de una utopía, de una utopía que es verdadera, de una utopía que es posible: un contrasentido que desde este punto de vista no resulta ilógico.

Aunque algunos individuos piensen que es risueño, las personas y las sociedades necesitan a las utopías para soñar, para conservar la esperanza, para soportar las adversidades, para luchar, para triunfar y, en definitiva, para vivir. Quienes no tienen utopías no viven. No enfrentan los peligros de la vida. No triunfan. Y, desafortunadamente, no lo hacen porque no creen en la posibilidad de ganar, ni creen en la posibilidad de conservar lo ganado. Sólo respiran. Sólo están tristes. Y quien está triste no tiene el ánimo necesario para efectuar algo que sea trascendente. En verdad, no tiene el ánimo necesario para efectuar nada. Jauretche –quizás, el exponente más brillante de nuestro pensamiento nacional– tenía esto en su mente cuando decía que nada grande se hacía con tristeza y que, por ello, nos querían tristes. Él sabía que quien está triste se siente vencido de antemano. Y aquí podemos agregar que quien se siente así ya está vencido. No necesita que nadie lo venza.

Una utopía es maravillosa. Es mágica. Tiene un rasgo divino. Puede presentar el aspecto de una Tierra Prometida, de un Reino Celestial, de un Estado constitucional, de una sociedad sin clases explotadoras o de una nación sin oligarquías. Eso es secundario. Mas, siempre, siempre, siempre, es perfecta. Y por ese detalle atrae a las personas, a las sociedades, a los pueblos. Suponer que un colectivo –llamado sociedad, nación, pueblo, etcétera– puede elevarse de su estado de postración social, económica, política y moral sin una utopía, sin una mística, sin un héroe o una heroína, sin un conjunto de creyentes que sientan lo mismo al mismo tiempo, es ingenuo. La grieta –la verdadera– no está en donde la mayoría de las personas la coloca. Está entre quienes tienen una utopía y, por ende, creen; y quienes no la tienen y, en consecuencia, no albergan una creencia. Espero que –en estos tiempos de crisis económica y social, pandemia, guerra, acuerdos con el Fondo Monetario Internacional y Pascua– nuestra clase dirigente tenga la capacidad para encontrar o, quizás, reencontrar la utopía que pueda devolver la alegría a nuestro pueblo.

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