El desafío de transformar la tradición política argentina

“El hombre de la plebe de los demás países toma el cuchillo para matar y mata: el gaucho argentino lo desenvaina para pelear y hiere solamente. Es preciso que esté muy borracho, es preciso que tenga instintos verdaderamente malos o rencores muy profundos para que atente contra la vida de su adversario. Su objeto es sólo marcarlo, darle una tajada en la cara, dejarle una señal indeleble. Así se ve a estos gauchos llenos de cicatrices, que rara vez son profundas. La riña, pues, se traba por brillar, por la gloria del vencimiento, por amor a la reputación” (Domingo Faustino Sarmiento, Facundo).

 

Como es sabido, el término populismo es especialmente polisémico. Depende si se quiere dar cuenta con ello de un estilo de liderazgo, de una ideología o de las características formales de un movimiento político, para dar rienda suelta a un debate muchas veces esquivo y laberíntico. Naturalmente, el uso con que el término es empleado en el más coloquial debate público resulta más concreto y circunscripto. A nadie se le escapa el sentido peyorativo que se quiere atribuir a aquel a quien se define –o, más bien, se “acusa”– de populista. Trasladadas al ámbito de la polémica pública cotidiana, todas las categorías empleadas tienden a perder rigor. Los extremos del arco político son especialmente afectos a la utilización indiscriminada de epítetos descalificadores. Para los sectores más ranciamente conservadores hay muchos “zurdos”; mientras, para quienes se encuentran volcados a posiciones antisistémicas, proliferan “fachos” por doquier. Los primeros no distinguen, así, por caso, las posiciones revolucionarias del más acotado reformismo social. Los segundos, por ejemplo, al referirse al pasado pueden identificar con ese término a figuras tan distantes como el general Rafael Videla y el dictador político italiano Benito Mussolini. Eso no hace a Videla y Mussolini más o menos nefastos, sino que la comparación es, desde el punto de vista del rigor histórico y conceptual, simplemente errónea. Pero quienes utilizan esos términos no buscan una precisión que pueden ignorar o eludir deliberadamente, sino trazar una frontera en la escena pública.

Dicha actitud no es novedosa. Curzio Malaparte (2016 [1949]) la sintetizó en su novela de posguerra La piel, al señalar irónicamente que, para los comunistas, todo el que no era comunista era un fascista. Podría parafrasearse al escritor italiano para advertirse que pareciera que, para algunos liberales, todo el que no es liberal está destinado a ser un populista. En la actualidad argentina este tipo de razonamientos no remiten sólo al gran público, sino a sectores del periodismo especializado y de intelectuales que deberían ser más cuidadosos al momento de intervenir en la escena pública con argumentos que, con seguridad, serán decodificados de forma más rudimentaria por parte de sus lectores más apasionados. No tanto por pruritos historicistas de erudito, como por razones de responsabilidad cívica. Para que los extremos del arco político puedan ser contenidos por el sistema institucional se requiere que los principales actores reconozcan la legitimidad del adversario. Y en el caso de los letrados que participan de ese combate político –aunque a veces pretendan estar haciendo mero periodismo– la responsabilidad debe ser mayor. Además de que, en algunos casos, los letrados pueden poseer más conocimiento sobre algunos asuntos, los actores más decididamente políticos están a veces más inclinados a utilizar la vehemencia como parte de la lógica del mismo juego de poder en el que se encuentran más directamente implicados.

El periodismo y la intelectualidad liberal se encuentran en una suerte de cruzada antipopulista que colabora a producir el mismo efecto que ellos adjudican exclusivamente a aquellos a los que acusan de populistas: amplificar la lógica de confrontación tipo amigo-enemigo. No se trata de pretender una armonía social que derive en la ausencia de conflicto mismo –que la tradición liberal evalúa positivo, lo cual revela que muchos que dicen ser liberales razonan, en rigor, como conservadores–; pues, además de resultar imposible, tal pretensión derivaría en la anulación de la esfera política misma. Al contrario, es precisamente el juego de actores políticos que se reconocen mutuamente como legítimos en el marco de un mismo sistema institucional lo que permite la convivencia bajo un pacto democrático. Ello en la Argentina de hoy es totalmente factible, dado que los principales actores de la vida pública discuten qué tipo de capitalismo impulsar y reivindican el juego democrático. Eso fue lo que ocurrió con la victoria de Mauricio Macri en 2015. Quien esto escribe considera muy negativas las políticas económicas y los efectos sociales que produjo la administración de Cambiemos. No obstante, en comparación con lo que sucede en otras latitudes y en países vecinos, ese proceso reveló una madurez democrática que la Argentina debe valorar y seguir fortaleciendo. Vicios como el alineamiento descarado de los medios de comunicación con una facción política, o asuntos más graves como la judicialización de la política y el uso de los servicios de inteligencia para operaciones políticas, en nada colaboran a tal objetivo. Si es difícil que algunos actores corporativos lo respeten plenamente, los actores políticos partidarios deberían limpiar la cancha para desenvolver una competencia más sana. Sin cartas marcadas, el beneficio redundará por igual para tirios y troyanos.

Decíamos que no se trata de suprimir polémicas y conflictividades necesarias para la vida democrática, sino de tener la suficiente madurez para reconocer a la Argentina como la casa común y estar siempre atentos para evitar que la sangre llegue al río. Aunque a veces creamos lo contrario, en este sentido nuestro país tiene un historial positivo en comparación con otros. Aun si tomamos los hechos más horrorosos de nuestra historia reciente –el bombardeo a la Plaza de Mayo en 1955 y los desaparecidos de la última dictadura militar– sonaría a desmesura repetir aquí aquello que pudo afirmar Reinhart Koselleck (2013 [1997]): estupefacto ante el pasado de su país, el historiador alemán llegó a interrogarse en torno a la “ausencia de sentido” de la historia después de los acontecimientos que transcurrieron entre Verdun, Stalingrado y Auschwitz. Amén de las guerras en que se pelearon esas brutales batallas europeas, con algo de generosidad literaria, las diferencias de idiosincrasia política podrían rastrearse en la comparación de conductas entre los plebeyos decimonónicos que imaginaba Sarmiento (2011 [1845]).

Para que la Argentina se mantenga como una democracia vigorosa en un mundo cada vez más dramáticamente convulsionado, los actores políticos predominantes precisan hacer méritos. Tanto los peronistas como los antiperonistas deben aggiornarse. Para ello, ambos necesitan realizar una crítica común de la tradición política argentina. Así como el peronismo está compelido a revisar la parte “muerta” de su tradición, los liberales se equivocan cuando afirman que las pretensiones unanimistas son patrimonio exclusivo de los populistas. Lo interesante es que, como lo advirtió Luis Alejandro Rossi (1997), fue un notable intelectual –de profesión historiador y de sensibilidades antiperonistas– quien señaló en un bello libro, Una nación para el desierto argentino, que la vocación partidaria unanimista hallaba sus raíces en el fundador del Partido de la Libertad y del diario La Nación: Bartolomé Mitre. Precisamente porque el también militar e historiador buscaba a través de ese partido expresar todos los intereses sociales y todas las expresiones políticas legítimas de la Buenos Aires posrosista, para desde allí lanzarse a la aventura guerrera finalmente fallida de conquistar el país entero, es que Tulio Halperin Donghi (2005 [1980]) destaca que, aunque Mitre brindó algunas pautas programáticas, lo hizo bajo criterios lo suficientemente lábiles como para que lograran cumplir ese objetivo. Si Halperin Donghi pudo destacar la influencia paradójica que esa tradición política mitrista tuvo en los movimientos inaugurados por Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón, cuyos adeptos mayoritariamente ignoraban o rechazaban, lo mismo puede decirse de los liberales contemporáneos.

Quizá haya llegado el momento en que, además de José de San Martín y Manuel Belgrano, también Juan Manuel de Rosas y Mitre puedan brindar sus efigies para los billetes de curso legal. Así, cuando los miremos podremos recordar que ambos fueron argentinos que tuvieron aciertos y errores, y que nos corresponde asumirlos para construir un presente y un futuro que se dirima en el plano del agonismo político y no en del antagonismo social (Mouffe, 2007).

La idea de que los conflictos sociales son fruto de una prédica clasista remite a un razonamiento posmoderno que exagera el alcance de los discursos sobre los clivajes estructurales. Como otrora aquel que juraba certificar “el fin de las ideologías”, ese discurso encubre detrás de una presunta descripción en verdad una prédica, cuyo deseo no logra sin embargo evitar que esa base material que se pretende negar siga condicionando el quehacer político en tiempos contemporáneos que algunos exégetas quieren imaginar más novedosos de lo que logran ser. Una mirada más realista será también más efectiva, porque ella facilita el arte de la política, destinada a desempeñar el papel de articuladora propositiva de unos conflictos de intereses que a la deriva resultarían más amenazadores para la vida social.

 

Referencias bibliográficas

Halperin Donghi T (1980): Una nación para el desierto argentino. Buenos Aires, Prometeo, 2005.

Koselleck R (1997): “Sobre el sentido y el sinsentido de la historia”. En Sentido y repetición en la historia. Buenos Aires, Hydra, 2013.

Malaparte C (1949): La piel. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016.

Mouffe C (2007): En torno a lo político. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.

Rossi LA (1997): “Las interpretaciones del peronismo en la obra de Tulio Halperin Donghi”. En Discutir Halperin. Siete ensayos sobre la contribución de Tulio Halperin Donghi a la historia argentina. Buenos Aires, El cielo por asalto.

Sarmiento DF (1845): Facundo. Buenos Aires, Eudeba, 2011.

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