Cuarenta años de democracia

En este año se vienen realizando publicaciones y encuentros celebrando los “40 años de democracia”. Me parece demasiado categórico describir estos 40 años como si estuviera consolidada e instalada definitivamente la democracia. No estamos en Noruega, ni en Finlandia. Creo que mejor deberíamos hablar de 40 años de construcción de la democracia.

Tuvimos distintas etapas, y sin duda los mejores momentos fueron durante los años que gobernaron Néstor y Cristina: fueron tiempos en los que se avanzó muchísimo y se incorporaron gran cantidad de derechos. Empezando por Néstor Kirchner, cuando convirtió en política de Estado a la lucha del movimiento de Derechos Humanos. Pero lamentablemente no se consolidaron lo suficiente esos avances. Cuando llegó “el demonio amarillo” arrasó con gran parte de ellos, y con otras conquistas sociales y derechos de los trabajadores y las trabajadoras. Pero es cierto que antes Raúl Alfonsín –con la obediencia debida y el punto final– y Carlos Menem –con la amnistía, el indulto y otras barbaridades– retacearon la posibilidad de construir una democracia sólida que respondiera a lo que esperaba el pueblo.

Recién con la llegada de Néstor, con el intento real de Juicio Político a la Corte, con la bajada de los cuadros en el Colegio Militar, o con el pedido de perdón a la sociedad por los 20 años de democracia sin avanzar sobre los delitos de lesa humanidad, comenzó una nueva etapa en la construcción de la democracia. Néstor anunciaba: “Cuando venga Cristina, va a profundizar y consolidar la democracia”. Así fue: sobre lo hecho por Néstor en materia de derechos y política económica, Cristina envió al Congreso proyectos de ley que eran impensables hasta ese momento, como la ley de medios, o las relacionadas a los derechos de las mujeres y la familia. Sería imposible enumerar brevemente todas las transformaciones producidas durante ese período. Solo un dato: en menos de tres años nuestro país se convirtió en una referencia mundial en materia de derechos humanos y sociales.

Pero, como ya postulé, esos logros no se anclaron lo suficiente como para evitar que el macrismo derribara más de la mitad. Además, no nos dimos cuenta –o no hicimos nada para evitarlo– de que con la reforma de la Constitución en 1994 teníamos el huevo de la serpiente dentro de las instituciones del Estado: en el Poder Judicial que –como sabemos– fue creado para defender los intereses de la oligarquía y de los empresarios, y consolidó su rol a partir de las modificaciones que hicieron menemistas y alfonsinistas, tales como la creación del Consejo de la Magistratura. A partir de ahí el Poder Judicial pasó a tener el protagonismo que antes había tenido el Ejército como árbitro de los gobiernos de la democracia, enfrentándolos y modificando sus decisiones, tal como ocurre en estos momentos con el gobierno del Frente de Todos. Un ejemplo de esto fue en plena pandemia, cuando la Corte anuló las tarifas de cable e Internet que dispuso el Poder Ejecutivo, o con la asistencia a las aulas en las escuelas.

En medio de todo esto tuvimos los cuatro años de “la pandemia amarilla”, que significaron la implementación de un modelo de país diametralmente opuesto a lo que había logrado el kirchnerismo: Macri fue la esencia del neoliberalismo. No es la mal llamada grieta. No existe la grieta. Lo que existen son dos modelos de país. Nunca hubo uno solo. Por lo tanto, no puede haber una grieta en algo que jamás fue un todo.

De esa manera llegamos al momento actual, en el que predomina una involución que nos ha hecho retroceder 50 años en el terreno político. En el año 1955 se intentó matar a Perón, y para eso bombardearon la Plaza de Mayo. Pero no pudieron. Luego lo derrocaron y lo proscribieron, porque no le podían ganarle en las urnas. En 2022 se intentó matar a Cristina. No lo lograron, y como tampoco le pueden ganar las elecciones, la quieren meter presa y la proscriben con un Poder Judicial abyecto, dispuesto a llevar adelante una sentencia corrupta, mentirosa y hecha a medida para someter a la líder más importante del país. Ni siquiera hacen una verdadera investigación para aclarar cómo fue el intento de magnicidio.

Otra expresión clara de cómo se bastardea la democracia son las acciones del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires en su cotidianidad. Parece que tuviera una cruzada contra los vecinos. Hay infinidad de muestras de esto. Han enviado a la policía a entrar en los colegios secundarios para reprimir a estudiantes que hacían huelga defendiendo sus derechos. A los ciudadanos y las ciudadanas víctimas de los cortes de luz, con varios días sin respuesta, nuevamente se los golpeó y se les tiraron gases lacrimógenos y balas de goma. Esto es una clara degradación de la democracia.

El gobierno nacional actual –votado por nosotros, los kirchneristas– ha tenido un par de rimbombantes logros con la pandemia y con algunos derechos sociales, pero también ha colaborado en el deterioro de la democracia con el ajuste económico indicado por el FMI y la consiguiente pérdida de poder adquisitivo de los salarios; con la no reposición de la Ley de Medios, que es una herramienta fundamental en la batalla desigual contra la corporación mediática; con la continuidad en la distribución de la pauta oficial que beneficia brutalmente a los multimedios de la oposición; y con el incumplimiento de algunas promesas electorales, como por ejemplo la tremenda situación de Milagro Sala.

A pesar de tener una visión crítica, quiero terminar contestando una pregunta: ¿qué nos está dejando esta democracia? Sin ninguna duda, muchas cosas positivas. Pero a mi juicio lo más importante es que ha quedado definitivamente sepultada la posibilidad de una nueva dictadura que asesine o desaparezca a los habitantes de nuestro país. En esto hay un consenso transversal de la gran mayoría del pueblo argentino, sin perjuicio de que haya un minúsculo grupo negacionista y violento. Pero creo que está en todos nosotros que eso no influya en la sociedad y que sigamos defendiendo, fortaleciendo y profundizando nuestra querida democracia.

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