Sudamérica año cero: crisis, pandemia y revolución en el Cono Sur (2019-2020)

El Cono Sur cierra en este diciembre del 2020 el ciclo de un año sumamente convulsionado, de crisis y transformaciones históricas que no sólo encuentran la lógica y la exégesis de su dinámica a partir de la pandemia global, sino que por el contrario, varios meses antes de la aparición del COVID-19 en nuestra región, la eclosión social y el estallido popular en varios países del subcontinente daban cuenta que sobrevendría un año atípico, icónico y bisagra, con reclamos que se condensaron a lo largo de los años, con reivindicaciones, y evidencias de desgaste en países que constituían una suerte de “modelos” en el desarrollo neoliberal. Vamos a referirnos, como muestra de esta “era axial” que atravesamos, a la región andina del Cono Sur, particularmente Bolivia, Chile y Perú.

Comenzaremos por el particular caso boliviano, donde un golpe de Estado sacó del poder al movimiento más popular y electoralmente más contundente de la historia del país, para dar inicio a una dictadura represiva, discriminadora y represiva, que no sólo no encontró la condena global deseable, sino que desde sectores muy particulares intentó ser legitimada y nutrida, como es el caso del gobierno anterior de nuestro país. Continuaremos con el explosivo caso chileno, donde se produce una clara revolución popular que obliga al sistema político hegemónico a tener que articular una reforma constitucional demandada por décadas. En ambos casos, Bolivia y Chile, se discutió en sus inicios la propia semantización y definición conceptual del hecho producido y visiblemente identificable: muchos no querían hablar de “golpe de Estado” en el caso de Bolivia, así como otros no utilizaban el concepto de “revolución” para hablar de Chile. Entendible, claro, desde el momento en que, cuando se definen conceptualmente los eventos, se les está dando una lógica narrativa y por lo tanto se les asigna una interpretación precisa, razón por la cual muchos medios jugaron con una hermenéutica que a los pocos meses comenzó a orbitar en el ridículo y la condena.

Finalmente, y quizás el caso más sorpresivo de los tres que analizaremos, nos referiremos al proceso de crisis peruano, donde a partir de la reciente destitución del presidente Vizcarra una eclosión popular se levantó contra el gobierno ilegítimo del trasnochado Merino, sublimando en su persona el hartazgo de años de corrupción estructural y desigualdad social, en un evento que no tiene parangón en más de dos décadas en el país andino.

 

El golpe en Bolivia

Luego del feroz golpe de Estado llevado adelante por Jeanine Añez el año pasado –quien tendrá que responder ante la justicia tarde o temprano– en colaboración con fuerzas de seguridad y estructuras de poder concentrado, de poderes antipopulares y golpistas de Santa Cruz de la Sierra, Bolivia se encontró este año ante unas elecciones decisivas para dirimir la disputa histórica entre dos modelos de país absolutamente diferentes. Si en la Argentina estamos habituados a hablar de “grieta”, en Bolivia se puede observar directamente un abismo infranqueable, que más allá de los discursos políticamente correctos que a veces imponen las elecciones, no posee medias tintas.

Por un lado, un modelo de país –y una serie de opciones recurrentes dentro de este– que sigue mirando la conformación política desde parámetros demasiado formales, “correctos” desde cierto republicanismo europeo, de lápiz y papel, que cree acomodar la realidad social a los decálogos de la modernidad política, pero que en algunos de sus vericuetos internos esconde un segregacionismo histórico y una mirada despectiva hacia las clases populares. Esa Bolivia aún lee la historiografía poderosa y hegemónica de Alcides Arguedas, mide su eficiencia desde los indicadores del Consenso de Washington, y parece esconder bajo la alfombra cierta nostalgia sobre la época de los “Barones del Estaño”, cuando el pongaje y el esclavismo serpenteaban y se escurrían entre las instituciones. Esa misma Bolivia sigue en alianza con intereses extranjeros, embajadas, organismos multilaterales de crédito y tanques de pensamiento que muy poco tienen que ver con la vida real de los bolivianos.

La otra Bolivia, en el otro extremo –también con sus matices internos–, tomó el poder luego de la Guerra del Gas y la Guerra del Agua, dando el más importante paso de toda su historia hacia una suerte de Estado de Bienestar amplio, con múltiples fuerzas políticas representadas –partidos, organizaciones, movimientos, frentes, sindicatos, comunidades, culturas– que cimentaron la nueva era del Estado plurinacional en la Nueva Constitución Política (2009).

Atrás quedaron los avances del audaz Germán Busch hacia fines de los 30, del viejo MNR (Movimiento Nacionalista Revolucionario) en los 50, del “ovandismo” de los 60, para dar paso a una fase única de transformación política, dando vuelta la historia, no sólo en lo cultural, sino también en lo educativo, lo económico, lo social y lo estratégico. Obviamente, es también la Bolivia que cometió errores propios de una refundación tan absoluta de la política. Pero también la que puede permitirse compilar una serie gigantesca de aciertos, cambios, mejoras, transformaciones y, sobre todo, expansión de derechos sociales, elementos que muy difícilmente pueda ostentar otro gobierno en los últimos cien años del país andino. Es la Bolivia también que estaba en permanente cambio y aprendizaje. Una Bolivia creativa y altamente inclusiva.

Obviamente, el abanico político boliviano no se limita a estos dos polos. Es mucho más poroso y complejo, pero es hacia esos espacios donde tracciona la fuerza gravitatoria de su disputa, tarde o temprano, tal como se puede ver en la “necesidad” –que mostró en las elecciones pasadas la derecha boliviana– de no dividir sus fuerzas para no perder en primera vuelta con el representante del Movimiento al Socialismo (MAS), Luis Arce, cosa que terminó ocurriendo de manera mucho más contundente que lo que esperaban los analistas.

Repetimos, el escueto boceto que damos no implica que representa a toda la matriz política en Bolivia, porque obviamente no es lo mismo el pensamiento indianista revolucionario de Fausto Reinaga que el nacionalismo popular mestizo de Andrés Soliz Rada. Pero lo que remarcamos es que irremediablemente ante las disyuntivas electorales, ambas opciones se contraen en los nodos clásicos derecha-izquierda, licuándose los puntos intermedios. Podemos verlo por ejemplo en el MNR, otrora la fuerza política que logró romper definitivamente el frente conservador hegemónico hace unas siete décadas, pero que fue decantando con los años hacia un claro colaboracionismo con el sistema de poder, hasta hoy formar parte de una alianza que parece más reivindicar el regreso al mundo neoliberal que tanto daño le hizo a Bolivia.

Los gestos hacen a las opciones políticas en Bolivia. Si Evo representó el cambio epocal, entre otras cosas: modificando el sentido de las agujas del reloj en el Palacio Quemado –en sentido antihorario– o retirando la oficina norteamericana de la misma casa de gobierno, la golpista Jeanine Añez lo hizo desechando la Whipala de todas las dependencias oficiales, ingresando con la Biblia, y siendo investida por un oficial de armas. Por ello, más allá de los innumerables matices políticos, opciones ideológicas, partidos políticos, representaciones culturales, las cuales son muchas y profundas, las dos alternativas que midieron fuerzas fueron estas.

Tratando de ser cauteloso, podemos decir que la victoria del MAS fue absolutamente contundente. Tanto que la propia Añez tuvo que reconocer el éxito de aquellos a los que hasta hace pocas horas consideraba por lo menos como terroristas. Carlos Mesa, el gran contrincante, aquel que supuestamente iba a pelear palmo a palmo el primer lugar con Luis Arce y David Choquehuanca, quizás en un gesto de cierre de su carrera política, reconoció también su derrota, y todo parece indicar que ingresó –al igual que el resto del arco opositor del masismo– en la más absoluta zozobra depresiva.

Hace más de un año, cuando comenzó el gobierno de facto de Jeanine Añez, decíamos –en pleno octubre de 2019– que desde los primeros días se podían identificar rasgos infames que hacía décadas no se veían en el país del Altiplano. Apenas depusieron a Evo Morales se violentaron rápidamente los mecanismos institucionales, favoreciéndose el “juego de suma cero” de los clivajes que el país ya poseía, y se comenzó a gestionar el poder como si fuera un gobierno legalmente instituido por el voto popular, cuando en realidad sólo por intermedio de un paracaidismo insólito es que esta persona llegó al Palacio Quemado.

Es momento de memoria, de mucha memoria, cosa que no impera en estos tiempos. No hablamos de revanchismo, pero sí de memoria histórica. Memoria por cómo se comportaron algunos líderes, algunos medios y ciertas figuras internacionales de la política. Recordemos: a las pocas horas de asumir, Añez estigmatizó y persiguió a las y los líderes del gobierno saliente, estimulando desde múltiples medios la violencia racial y el revanchismo, en un país que posee una larga trayectoria de lamentable segregacionismo y apartheid en sus clases hegemónicas. Pero lo más grave que hizo fue darle “carta blanca” a las fuerzas de seguridad para reprimir, perseguir y usar todos los recursos de la violencia estatal para frenar las marchas populares, sin ningún tipo de responsabilidad ante la justicia. Le dio impunidad y un paraguas legal a unas fuerzas de seguridad que buscaban formas de sublimar la impotencia de casi catorce años de ver a un indio como comandante en jefe del Estado. Así comenzó una cacería feroz contra masistas y evistas, contra indígenas, contra líderes de izquierda, contra funcionarios y funcionarias, contra intelectuales y periodistas afines a Evo Morales, contra referentes de los movimientos sociales, y contra cualquiera que no profesara la visión fundamentalista y retrógrada de la Bolivia blanca y elitista.

Arturo Murillo, nombrado ministro de Gobierno de facto a las pocas horas, indicó rápidamente que comenzaba una “cacería” con funcionarios y funcionarias del gobierno del MAS. Así, como se lee: cacería. En complemento con este morbo, comenzaron las purgas en los domicilios de las y los más altos líderes del gobierno renunciante, lo que incluyó los domicilios privados de la familia de Evo Morales y la casa de García Linera, a quien, entre otras cosas, le destruyeron su biblioteca personal que tantos años le llevó acopiar –muchos de esos volúmenes fueron comprados en Buenos Aires–, con algo más de 30.000 volúmenes especializados en ciencias sociales y políticas. Para coronar esta estrategia con violencia comunicacional, como era previsible, nombró a una odiadora profesional al cargo de ministra de facto de esa cartera, la “periodista” Roxana Lizárraga, como punta de lanza de la persecución ideológica. Lizárraga, quien durante 14 años tuvo libertad para decir las cosas más aberrantes del gobierno de Evo Morales sin ningún fundamento, fue la principal instigadora de la persecución, realizando uno de esos actos que quedarán impresos en los manuales de historia del continente entre los más bajos e inmorales: la filmación del “lujoso” cuarto del presidente en la Casa de Gobierno, mostrando la insolencia de un indio pretendiendo dormir cómodamente en una cama confortable.

Recordemos también que nunca nadie demostró fraude en las elecciones que se le impugnaron a Evo Morales. Incluso en estas últimas elecciones el MAS obtuvo más votos que en las que fueron impugnadas y “denunciadas” desde los medios. Agreguemos que el prestigioso diario El Mundo de Madrid, en lugar de detallar las atrocidades de la mandataria boliviana, prefirió hablar de su estética moderna y sensual, en una nota titulada “La Angelina Jolie del legislativo boliviano”, donde enfatizaba haber encontrado una mujer “glamorosa, con la melena rubia, elegante y de buen porte”. Lo mismo hizo la lamentable revista Forbes, dedicándole una tapa, sin dar cuenta de que representaba a un gobierno de facto, sino poniendo el énfasis que en Bolivia “el poder es femenino”. Asimismo, mientras muchos de los principales medios de la región en aquellos días de octubre de 2019 no tenían reparos en ilustrar la situación de esos meses con los cuerpos de asesinados y asesinadas por la represión, cuando lo hacían suprimían el verdadero sujeto de los titulares. Las muertes eran siempre culpa de “la crisis”, no del gobierno. La gente moría casi por combustión espontánea o por un hecho fortuito del destino, no por la ferocidad de las fuerzas armadas ante la impunidad otorgada por Angelina.

En esta lamentable transición, violenta como pocas, la Organización de Estados Americanos (OEA) ha perdido un enorme caudal de credibilidad y respeto ante los países latinoamericanos. Recordemos que, con una clara irresponsabilidad, se transformó en factor desencadenante a partir del accionar lamentable de su titular, Luis Almagro, quien apoyó la anulación de las elecciones que daban ganador a Evo Morales, y nunca pudo comprobar el fraude del que hablaba. Luego de las pasadas elecciones, donde el poder político se revirtió desde la voluntad popular, Almagro felicitó al presidente electo de Bolivia, Luis Arce, a quien le acercó el deseo de forjar un futuro brillante para Bolivia, “desde la democracia”. Entendemos que en estos casos no existen procedimientos para “pedir perdón”, pero por lo menos un simple Tweet le permitiría redimir un poco el penal tan mal cobrado.

Finalmente, el exministro de Gobierno, Arturo Murillo, en una mueca de extrema ironía, luego de perder las elecciones acusó al MAS de comenzar una cacería de brujas para los colaboradores de la presidenta de facto Jeanine Añez. En una proyección de sus propias acciones, de algún modo ya empezó a buscar vías de escape para no enfrentar la realidad de la condena social y, sobre todo, de la justicia.

Estas fueron las primeras elecciones desde 1997 donde Evo Morales no era candidato. En catorce años ganó todas las elecciones a las que se presentó. No hay movimiento político en la historia de Bolivia –y muy pocos en toda la región– que haya tenido una continuidad de respaldo democrático más grande que el MAS.

Desde hace por lo menos medio año antes, Evo Morales venía anticipando desde su exilio forzado en la Argentina que el MAS triunfaría en su país por más del 50%, como puede verse en el testimonio publicado en Buenos Aires bajo el título de “Volveremos y seremos millones”, declaración que era vista como temeraria y demasiado subjetiva hasta hace un par de meses. Mientras tanto, pseudoanalistas, académicos y periodistas siguen hablando de “dictadura” cuando hablan del MAS, sin haberse referido con esas expresiones al gobierno de Añez, dejando cada vez más en claro que para ellos y ellas “democracia” es sólo cuando gobiernan las elites, y que les cuesta entender la raigambre de un movimiento que, con todos sus errores y desaciertos, es un fenómeno único en el Cono Sur.

Desde hace un año, la disyuntiva electoral era entre continuidad del masismo o transición a un proceso antagónico con él. Ahora ya se habla de un “postevismo” dentro de la propuesta del MAS, algo que ciertos sectores del oficialismo evista –con perfil bajo y de manera poco estruendosa– pedían: la continuidad del proyecto, pero sin la hegemonía de Evo Morales. Evo continuará en la política, seguramente sindical, lo que le dará al llano una potencia simbólica de escala regional. Pero este eventual postevismo claramente no fue consensuado: fue forzado, ya que la coyuntura de ruptura democrática y posterior proscripción de la fórmula tradicional del masismo –Morales-Linera– obligó a buscar un candidato por fuera del liderazgo planificado al interior del bloque oficialista. Fue una salida dramática, pero igualmente se tomaron decisiones acertadas desde el entorno de Evo.

La situación de Bolivia también fue un termómetro. Permitió observar la fiebre de desprecio a los movimientos populares. Muchos de los analistas políticos que se indignaron con el personalismo de Morales, no se desagarraron las vestiduras cuando la dictadura de Añez comenzó a perseguir a referentes del socialismo, dándole carta blanca a las fuerzas de seguridad para “restablecer el orden” y permitiendo el incendio de las casas de las y los ministros de Morales, de la propia hermana del presidente, del vicepresidente García Linera, etcétera. ¿No se debería responder ante la justicia por todo esto? ¿No deben asumirse responsabilidades penales por el golpe de Estado y por toda la violencia que lo acompañó? ¿El linchamiento público humillante que se le propinó a la alcaldesa Patricia Arce Guzmán no tiene culpables? ¿No hay efectos contra Luis Almagro por haber tenido un rol fundamental al legitimar el golpe?

Volviendo a la dinámica interna de la política boliviana, podemos ver que este proceso del postevismo obliga a varias lecturas. Por un lado, no se cumple la traba que suponía un candidato que no provenga de la identidad indígena para conseguir el apoyo mayoritario de los pueblos originarios. Arce es un mestizo, más allá que quien lo acompañe sea David Choquehuanca, de origen aymara. Lo mismo podía decirse del primer compañero de fórmula de Gonzales Sánchez de Losada, el fatídico “Goñi”, quien claramente había seleccionado a Víctor Hugo Cárdenas para decorar su pésima imagen al interior del mundo originario boliviano. Es obvio que en la fórmula de Arce la figura del excanciller no es sólo decorativa: es conocido y respetado en el espacio del MAS, y supo organizar alrededor de su ministerio una red de empatías y liderazgos de gran potencia política, además de mucho prestigio.

En segundo lugar, no se cumple con la supuesta traba que implicaba un candidato que no esté anclado en la vertiente social-sindical de amplios apoyos en el medio rural. Arce no proviene de esos sectores: es un técnico, economista, investigador, conferencista, de fuerte formación y experiencia académica en un abanico de universidades de Bolivia y la región. Pero eso no le impidió “recorrer el territorio” y acercar su voz a todos los sectores, en una campaña eficaz y poco estruendosa.

Inicialmente, podría pensarse que la victoria de Arce supone el éxito de un candidato que ha empatizado más desde las condiciones de la política tradicional que desde el carisma identitario: es decir, Arce fue, antes que nada, exitoso en su desempeño como ministro de Economía, y lo acompaña una actitud racional de conciliación y recuperación, sin la épica propia de los personalismos. Pero es en este punto donde cobra relevancia un factor que fue decisivo en la elección, o por lo menos en lo abultado del resultado. El rol jugado por el “odio visceral” de un sector de la sociedad boliviana. Un sector que no es mayoritario, por supuesto, pero tampoco es menospreciable. Se hace ver y escuchar, y a lo largo de casi una década y media del gobierno más inclusivo de la historia de Bolivia, ha acumulado enojo, frustración y revanchismo hasta niveles indecibles. Ese odio se alimentó diariamente al ver cómo se empoderaban las y los cholos que históricamente fueron sirvientes, y ahora reclaman y consiguen derechos sociales. Los viejos pongos que dormían en las puertas de sus “dueños” ahora crecen y levantan la cabeza. Por sólo citar un ejemplo: quien suscribe estas palabras ha podido comprobar, en un relevamiento realizado entre los años 2009 y 2010, cómo las y los bolivianos residentes en la Argentina desde la llegada de Evo Morales al gobierno cambiaron notablemente la manera de referenciarse a su origen y pertenencia. El odio revanchista de las elites no pudo contener el volumen de sus frustraciones en el dique de la prudencia o el cálculo político, e hizo todo lo que no había que hacer. No supo subordinar la necesidad pulsional de su presencia política en las listas finales de las y los candidatos –e ilusionarse con algún otro tipo de resultado– al cálculo matemático que ya anticipaba lo que ocurrió en elecciones anteriores: si la oposición se divide, el masismo no tiene rivales. De la misma manera, se pensaba que en una eventual segunda vuelta el masismo podía ser vencido. Si Luis Fernando Camacho hubiera bajado su candidatura –aunque más no fuera ante un candidato demasiado conciliador y dialoguista para su gusto como Carlos Mesa Gisbert– posiblemente Arce no habría triunfado en primera vuelta. Pero no, la excitación interna que las y los mueve a gritar su odio no puede contenerse con la académica expresión de un moderado.

Aquí es donde aparece un segundo factor decisivo en el odio elitista. Fue tan estigmatizante y racista el revanchismo que le imprimieron al gobierno de facto de Jeanine Añez a lo largo de todo el año 2020, que alimentaron los peores miedos entre los sectores vulnerables. Las prédicas raciales y despectivas con el indianismo, el gesto de arrancar la Wiphala de los uniformes de las fuerzas de seguridad, el acto de hacer “ingresar la biblia” al Palacio Quemado, el salvajismo con el que trataron a referentes políticos, la violencia sistemática –sobre todo en el Altiplano–, la persecución ideológica, e incontables episodios más, imprimieron la sensación de que nuevamente se estaba ante un juego de suma cero. O ganaba Arce, o todos los sectores populares perdían. Eso hizo que la opción por Carlos Mesa no fuera interpretada como garantía. Además, la prédica derechista-empresarial de Camacho llenó de incertidumbre inclusive a los sectores vulnerables cruceños, no sólo del histórico Altiplano. Por ello, la opción por Mesa era absurda para todos los sectores vulnerables. El antimasismo, ante el combustible del revanchismo rociado por Luis Fernando Camacho y sus secuaces, se volvió más polarizado, más antagónico, más “anti” que nunca. Y la posibilidad de un dialoguista como Mesa –o alguien que no iniciara la cacería de brujas por ellos deseada– no podía ser una opción. Más aún cuando tenían un candidato que les prometía garrote y cárcel para las y los opositores. No pudieron ver que en la candidatura de Carlos Mesa tenían la verdadera posibilidad de derrotar democráticamente al MAS.

Finalmente, el odio revanchista interpretó demasiado livianamente la caída de Evo Morales, como si de un “cambio de época” se tratara. No fue así. Proyectaron sus deseos y se comportaron como si se hubieran cumplido. Sintieron que podían cabalgar la crisis desatada por ellos mismos, leyendo la destitución de Evo como toda una caída final del proyecto plurinacional. Se removió al líder del MAS de manera violenta y condenable, lo que no significa que “extinguieron” el proyecto. Con su destitución, a contrapelo de lo que buscaban, forzaron una resignificación del modelo plurinacional que tanto odian. Obligaron a construir un liderazgo sobre la marcha. Liderazgo que supo asumir el rol que le tocaba en estos tiempos, y reacondicionar su figura ante la emergencia. Eso hizo Arce. Prometió racionalidad, renovación y eficiencia, pero dando continuidad a todo lo que se hizo bien y manteniendo armónicamente los símbolos de los nuevos tiempos.

Finalmente, el enceguecimiento del odio de la elite les hizo actuar ante la toma del poder como si de una fiesta privada se tratara. Se comportaron como desatados. Literalmente. Administraron inescrupulosamente los fondos, los cargos, las compras. Fueron ineficaces, corruptos y fraudulentos, y a la postre, quisieron explicar a los sectores más vulnerables del país que ese movimiento que durante años les dio trabajo, derechos sociales, identidad, educación y dignidad eran unos forajidos a los que había que desterrar. Ahora, luego de su estrepitoso fracaso, no sólo electoral, sino también de gestión, de imagen y de credibilidad ante su pueblo y ante el mundo, muchos y muchas no querrán asumir la derrota, sino encerrarse en sus paradigmas negacionistas.

 

La definitiva repolitización y el cambio de rumbo en Chile

En esas paradojas históricas y efemérides caprichosas que tiene la política sudamericana, a pocos días de cumplirse el primer aniversario del inicio del gran estallido social chileno –que las autoridades oficiales siguen minimizando o desvirtuando en su sentido histórico– se dio el plebiscito para que el pueblo trasandino decidiera si quería una nueva Carta Magna, o prefería mantener el statu quo constitucional. Chile debió elegir si desea dejar atrás el orden constitucional –y por lo tanto el orden político, económico, social y cultural– de la dictadura, o abrir nuevas perspectivas en materia de derechos, soberanía, recursos, etcétera.

Difícilmente pueda encontrarse un evento político comparable en las últimas tres décadas que permita identificar los proyectos sociales y económicos antagónicos que traducen los sectores políticos de Chile. Es como si la aceptación o el rechazo a una nueva constitución fuera un “testeo” identitario que desnudara el lugar interpretativo de la realidad social y comunitaria en la que se paran las y los chilenos. Asimismo, da un claro indicador de la tamaña trascendencia que poseía ese evento, aunque el oficialismo y sus aliados le quiten entidad y hagan inútiles malabarismos para ridiculizarlo. El hecho de que los sectores tradicionales y los poderes reales hagan tantos esfuerzos por menospreciar el valor de la reforma es una prueba de su importancia. Han gastado grandes sumas de dinero en difundir por todos los medios posibles lo inútil de cambiar “el estado de cosas”, y en sembrar la incertidumbre sobre la hipotética chavización o argentinización del “modelo” chileno. Hicieron una feroz campaña de miedo para advertir todo lo que se perdería con el cambio constitucional, y cómo dicho cambio haría aterrizar al Chile del crecimiento, la estabilidad, la disminución de la pobreza y el continuismo institucional en el barro de la más latina de las américas. Palabras como populismo o socialismo se usaron a discreción, asegurando que la eventual nueva carta no sólo no solucionaría los problemas que llevaron al estallido social, sino que los agravaría, atentando contra la libertad de empresa, el capitalismo, la propiedad privada y las inversiones. Como si la profundización en materia de derechos sociales, económicos o culturales fuera inversamente proporcional al ethos tradicional de Chile.

A pesar de la situación de pandemia, la baja participación electoral que tiene habitualmente el pueblo chileno –una de las tasas más bajas del mundo– y el apartamiento crónico de la política que se ha difundido en Chile desde el aterrizaje de los chicago boys allá por los años setenta, ganó el reformismo, lo que da sentido al proceso de eclosión social de los años anteriores –sobre todo desde 2011– donde se identifica una clara activación política en crecimiento y una mayor participación de jóvenes, como no se registraba en más de medio siglo.

Todos aquellos y aquellas que han sido víctimas de la brutal represión –que continúa hasta el presente– se sintieron en la obligación moral de participar activamente, no sólo con su voto, sino que también manifestándose. Parecería que no hay lugar para la apatía política en el Chile de hoy. Por ello, en un margen muy superior a lo que esperaban muchos analistas, y muy por encima de lo que proyectaban varios medios, la consulta sobre si cambiar definitivamente la Constitución de la dictadura –y no hacerle simples cambios cosméticos a la carta magna– dio como resultado un aplastante “apruebo”. Aplastante por donde se lo mire. Una de las pocas jurisdicciones de toda la República de Chile donde el “apruebo el proceso para una nueva constitución” no ganó fue en el exclusivo barrio de Las Condes, donde viven muchos de los grandes empresarios dueños del comercio chileno, de sus recursos, sus rutas y aeropuertos, y donde votó el propio presidente Piñera, lo que es todo un símbolo.

No sólo es un rechazo a la ingeniería política actual de Chile. Es también un cachetazo a su clase política. Es más, la opción ganadora por una “nueva constituyente”, ampliamente renovada sin incluir en ella a una asamblea mixta con las y los parlamentarios, es un gesto de renovación que no tiene precedentes. Pero no sólo ganó la opción de crear una nueva constitución, no sólo ganó la opción de crear esa nueva constitución con actores políticos renovados, también lo hizo en todo el territorio de Chile, de norte a sur, en casi todas sus jurisdicciones, y lo hizo de una manera tan aplastante –80 % a 20%– que es muy difícil no hablar de rechazo absoluto, luego que los sectores concentrados y las elites chilenas invirtieran tanto dinero en ridiculizar y demonizar la opción de “apruebo”. Incluso se difundió la idea de que un cambio constitucional llevaría a Chile a “argentinizarse” y perder el lugar de privilegio que el país tiene en cuanto a sus indicadores de crecimiento e ingreso per cápita. Pues bien, habría que preguntar a esos diseñadores de la campaña del “rechazo” si entonces esta auténtica paliza electoral implica que el país transandino en algo quiere parecerse a la Argentina. Todo indicaría, al menos en lo que hace a las profundas reformas sociales que se están proyectando –tanto la estabilidad de las últimas tres décadas, como también el inédito crecimiento económico, dimensiones que en nada se parecen al deterioro de nuestro país– que no fueron suficientes para sacar a Chile del podio de los países más desiguales del mundo.

El resultado de este plebiscito es un rechazo a muchas de las condiciones que llevan a Chile a ese lamentable podio. Es un rechazo a entregarle el sistema previsional a los banqueros. Es un rechazo a no contener el absoluto poder que tienen las empresas más grandes y las fortunas privadas sobre el individuo, sobre el consumo, el trabajo, la comunicación, los recursos, los caminos, las rutas aéreas, el comercio, etcétera. Pero es también un rechazo a la soberbia del poder. Una manera de decirle al dueño de Chile que las cosas pueden empezar a cambiar, y por lo tanto la dialéctica descendente va tener que transformarse. Recordemos que, cuando comenzaron las protestas por el aumento del metro de Santiago –el famoso detonante–, un representante del gobierno dijo a las y los trabajadores, a las y los asalariados sin derechos sociales, que, “si no querían pagar más”, entonces que se levantaran más temprano, que madrugaran para evitar el horario pico del transporte. La retórica oficial lo acompañó con la tipificación como “delito” a cualquier evasión del pago de boletos, criminalizando los reclamos. Pero, para tirar más combustible al incendio, agreguémosle la declaración del “estado de emergencia”, con toda la represión que eso supone, y la declaración de guerra por parte del Ejecutivo a un “enemigo” que costaba identificar como tal.

Si lo miramos en su contexto histórico, el gobierno tuvo esa reacción hacia las protestas en momentos en que la clase política chilena atraviesa el período de peor imagen en toda su historia, con denuncias de corrupción, tanto por derecha como por izquierda, evasión de impuestos, paraísos fiscales, etcétera. Esa misma clase política es la que criminalizó a las y los estudiantes, y luego los reprimió.

No se necesitaba mucho más para el desborde. Y el desborde llegó. A las y los primeros jóvenes estudiantes que protestaban se fueron sumando adultos, adultas, trabajadores, trabajadoras, organizaciones sociales, luego sindicales, etcétera. Aparecieron los “cacerolazos”, que en Chile poseen una densidad simbólica muy fuerte por ser el primer país de América Latina donde se registraron, cuando se vieron en las calles de Santiago como protesta contra el desabastecimiento durante el gobierno socialista de Salvador Allende. Increíble paradoja.

Ante esta rebelión popular, el gobierno respondió con soberbia y dureza. Mucha dureza. Se propagaron los saqueos, los cuales eran hasta hace pocos años vistos en Chile como “patrimonio de la región” –por lo general, de la Argentina–, pero no de la “Suiza trasandina”. Y luego los incendios de locales, los desmanes, los robos, la sangre, las muertes. Las organizaciones de Derechos Humanos comenzaron a denunciar torturas y abusos. El Instituto Nacional de Derechos Humanos llegó a denunciar que en las paradas del metro se encontraron rastros de sangre y amarras, donde las fuerzas armadas comenzaron una feroz golpiza y detención de menores. Progresivamente, a medida que pasaban los días y las represiones, la gente movilizada comenzó a multiplicarse. Hubo un crecimiento de un 500% en la cantidad de gente movilizada a sólo cuatro días de protestas, llegándose al pico de por lo menos un millón de ciudadanas y ciudadanos movilizados cuando la rebelión alcanzó su pico.

Comenzó siendo una reacción a las medidas del gobierno que se transformó en un “rechazo popular” a la represión, y luego mutó a un lógico rechazo al gobierno en pleno. Progresivamente el rechazo se transfirió a todo el sistema político. Se sumaron todo tipo de organizaciones y banderas, símbolos y estandartes. La multiplicidad de actores y representaciones sorprendió a muchos. Podían verse banderas de Colo-Colo al lado de la de Universidad de Chile o la de Universidad Católica. Vimos a lo largo de este año imágenes impensadas para Chile, en una secuencia de movilizaciones que parecían no mermar nunca. Vimos incendiarse imágenes de Piñera y del ministro del Interior en las calles. Vimos destruir monumentos, saquear locales, romper autos y espacios públicos. Hasta tuvieron que desalojar el Congreso en Valparaíso, porque las protestas eran por demás violentas.

En una sucesión de movilizaciones sin liderazgos y sin oradores que centralizaran el discurso, el oficialismo hasta ensayó el remanido y absurdo chivo expiatorio de la infiltración extranjera. Progresivamente, diversas organizaciones fueron asumiendo cierta dirección de la movilización, o al menos tomaron algunas riendas con el horizonte de capitalizar políticamente toda esta fuerza social. Pero la heterogeneidad de grupos y espacios políticos que participaron de las protestas fue notable, desde organizaciones barriales hasta grupos indigenistas, sindicalistas, gremios de base, plataformas docentes, estudiantes, etcétera, y pudieron coronarlo con el inicio de una transformación institucional, lo que indica nuevos hábitos políticos, nuevas expectativas y nuevas miradas sobre el horizonte de la hermana república.

 

El hartazgo peruano

El Perú es un caso de continuidad de política-económica muy atípico. A diferencia del resto de la región, no transitó en las últimas décadas por el ciclo de dictaduras militares de derecha, redemocratización liberal y gobierno posneoliberal. Por el contrario, es un claro ejemplo de extraña continuidad bajo la vertiente liberal y conservadora, llegando a más de tres décadas de neoliberalismo ininterrumpido. Para mayor contraste, en dos elecciones consecutivas fueron elegidos supuestos “gobiernos de centro-izquierda” –Alan García y Ollanta Humala– que realizaron un notable giro hacia la derecha, dándole continuidad al neoliberalismo a pesar de las posibles rupturas partidarias.

Desde fines de la década del 60 hasta mediados de los 80, el Perú atravesó un proceso de transformación y aceleración social que afectó todas sus dimensiones de la vida colectiva, modificando notablemente las reglas de juego de la política. El clásico análisis de José Matos Mar conocido como “crisis de Estado y desborde popular” (1985) se centró en lo que el sociólogo consideraba la “nación inconclusa” y el amanecer de una nueva identidad urbana, donde las masas populares en desborde obligaron al Estado a “dialogar” con ellas y a conocer las nuevas condiciones de interacción entre las y los ciudadanos y el poder político. La mirada sobre ese “nuevo rostro” que emergía a mediados de la década del 80, en el caso de Matos Mar, estaba impregnada de esperanzas, sobre todo a partir de las elecciones presidenciales que abrían un nuevo ciclo de la historia política peruana.

Otros estudios también ya clásicos, como los de Carlos Iván Degregori, por el contrario, luego de la desilusión del aprismo y el avance neoliberal de la mano del fujimorismo, observan que el sistema de poder adquiere a partir de los noventa nuevas herramientas de desmovilización para contener el desafío social emergente: el miedo y el olvido. Con lo cual las armas de la violencia política y el autogolpe –más visibles y directas– no dejan ver la profundidad y la actualidad de “otras armas” de lucha: la desmemoria y los medios masivos. Cesar Hildebrandt, uno de los periodistas más creíbles e independientes del Perú, habla de un “olvido crónico” que tiene la población en cuanto a los líderes políticos. Para él existe una suerte de “amnistía espontánea” sobre los delitos que cometen, lo que hace que en las elecciones el país caiga permanentemente en una reincidencia patológica, donde la población muestra muy poca exigencia hacia esa clase y suele “perdonar” los pecados dando vuelta la página. Se olvida y se perdona. Es el slogan invertido de las políticas de justicia y reparación.

Muchos de los avances del sistema de poder emprendido en contra de los sectores vulnerables –iniciado por el fujimorismo– han tenido una notable continuidad bajo las presidencias de Toledo, García, Humala y PPK. Ni siquiera la criminalización de la protesta social ha sido tocada, lo que demuestra que “el Chino” implicó una barrera en contra de la resistencia popular que, aunque sangrienta y polémica, logran usufructuar todos los gobiernos.

Pero lo que también ha tenido continuidad en la era postfujimorista –si es que algo así existe– es la ausencia de partidos políticos fuertes, estructurados o ideologizados. La tecnocracia de los expertos reemplazó a los partidos de doctrinas. Todo lo que había tenido de politizadora la década del ochenta, lo deconstruyó la del noventa. Ahora la relación con el electorado es realizada casi estrictamente desde un prisma mediático y con liderazgos que muy poco tienen que ver con las formas doctrinarias de antaño. La eficiencia de una elite de expertos tomó las riendas del Estado. Las banderas de lucha con símbolos de la Guerra Fría dejaron paso a los índices y las estadísticas de los especialistas.

Del mismo modo, la antipolítica ha logrado disolver el condimento ideológico: hoy no existe, o se intenta mostrar que no existe. Por ello, retomando a Degregori, podemos ver que en el Perú se pasó, de la política del logos, de la palabra y la escritura, a la virtualidad mediática, donde la imagen marca el pulso que antes hacían el concepto y la doctrina, donde el electorado ya no se identifica con programas o ideas, sino con la empatía del personaje, el referente meta-político. El tránsito de una política a otra fue con esa “dictadura posmoderna” que implementó Fujimori. Una dictadura sin narrativa, sin mirar al pasado, sin referencias a la historia, sin citar a ningún prócer, sin admirar otros proyectos, sin ídolos ni antepasado ideológico. Es un puro ahistoricismo.

Los medios colaboraron tácticamente en la despolitización. Obviamente, los que no colaboraban eran presionados o cerrados. Fue indispensable para dicho tránsito la colaboración mediática de politizar los talk-show donde se hablaba y debatía “de política” en condiciones bizarras y desideologizadas, con el objetivo estratégico de “despolitizar”. Se despolitizó, pero politizando burdamente los espacios ajenos a la discusión política. Aunque parezca tautológico.

Esa politización mediática incorporó una violencia inédita en los medios. Violenta en su discurso, sus palabras, sus imágenes. Programas como los populares escándalos de Laura Bozzo –acérrima fujimorista– mostraron lo peor de la necesidad y la pobreza. Fue una tremenda denigración de los sectores vulnerables, expuestos en sus intimidades, sus bajezas y sus conflictos, que taladraban la televisión y los diarios populares permanentemente, sin dar respiro, en torbellinos de vergüenza y denigración.

El Perú que vino después no logró superar la “transición postfujimorista”. Fue una búsqueda permanente de reconstrucción de la democracia, las instituciones, la credibilidad y el oficio político. Esa transición comenzó a lapidar su rédito político rápidamente, extendiendo el ciclo transitivo indeterminadamente. De manera similar a como lo hizo la Concertación chilena en la era postpinochetista.

Como lo deja en claro Hildebrandt, el neoliberalismo en el Perú “se impuso a patadas”, al igual que en Chile. No fue una opción democrática, no fue consensuada. Ese neoliberalismo está en una crisis de representatividad permanente, no logrando establecer un modelo de articulación política donde los gobiernos respondan a las demandas de la población y gestionen respuestas posibles. Hoy la política peruana es una permanente disputa por el espacio, a sangre y fuego, sin salirse de los carriles del neoliberalismo. En otras palabras, el endeble sistema de salud o la informalidad del trabajo no fueron prioridades para nadie.

En ese marco, el caso Odebrecht introdujo un elemento disruptivo en la mecánica de sucesión neoliberal, quebrando no sólo la estabilidad, sino que también la credibilidad de los rostros visibles del sistema. Hoy no hay expresidentes del Perú que no estén procesados o prófugos. Con semejante contexto llegó el COVID-19, desnudando aún más las debilidades estructurales del modelo, acelerando la crisis política y arrojando combustible a un incendio social que cada día crece.

En medio de este contexto, el Parlamento peruano presentó una “moción de vacancia” para destituir al presidente de la República. El desencadenante en esta oportunidad fue por acusaciones de sobornos que habría aceptado Martín Vizcarra hace unos años, para contratar a un grupo de constructoras cuando era gobernador regional. La anterior interpelación fue a partir de la costosa contratación por miles de dólares del músico Richard Swing para dar una serie de charlas. La votación se realizó el lunes 9 de noviembre, y el primer mandatario se presentó en el Congreso, afrontando nuevamente un proceso de interpelación. Se determinó su destitución. Recordemos que Vizcarra sustituyó al destituido Pedro Pablo Kuczynski, quien fue desbancado también por corrupción.

Recordemos, además, que este mismo Congreso es el que surgió a partir de la disolución que realizó el propio presidente el año pasado. El parlamento actual, con menos color político tradicional que el colegiado anterior, le devolvió el golpe institucional –previsto en el orden constitucional peruano– al propio Ejecutivo. No puede dejar de pensarse en la clara intencionalidad electoral que esta jugada poseía, sobre todo desde sectores de la oposición que no siempre tuvieron una vocación democrática demasiado visible, donde hay representantes de Acción Popular y de Fuerza Popular, como también de Podemos Perú. La nómina de personalidades que nutren este Congreso es más que llamativa. Entre ellos está Daniel Urresti, un hombre procesado por el homicidio del periodista Hugo Bustíos. También está Edgard Alarcón, vinculado a varios delitos de corrupción. Es un Congreso con intereses corporativos y privados, con protagonistas de hechos lamentables y pasados repletos de sombras y negociados que parecen buscar impunidad a sus fechorías, o carta blanca para próximas tropelías, más que bienestar para la República. Incluso algunos de estos personajes no tienen pruritos en acercarse a los cuarteles militares para “sondear” empatías y filiaciones, lo que también podría acarrear un procesamiento por “sedición” a más de uno. Pero no creamos que el Congreso anterior brillaba por sus oropeles de transparencia. Todo lo contrario. Hubo también varios parlamentarios con procesos penales mientras cubrían funciones, e incluso algunos con sentencias. Entre los primeros estaban Benicio Ríos y Zacarías Lapa, y entre los últimos Edwin Donayre, quien fue procesado por el robo de gasolina al Ejército Peruano y sentenciado a cinco años de prisión.

Desde la destrucción de la república que propició el “outsider” Alberto Fujimori en los noventa, con autogolpe y tinellización cultural de por medio, pasando por la corrupta gestión de Alberto Toledo, quien supuestamente iba a “limpiar” el país de las lobregueces del fujimorismo, el país ingresó en una vorágine de polarización y desenfreno fraudulento. Posteriormente, con las gestiones del malogrado Alan García, el embaucador Ollanta Humala y el destituido PPK, el Perú no puede encontrar un liderazgo potable que lo saque del empantanamiento de neoliberalismo corporativo y corrupto. Con Fujimori condenado por delitos de lesa humanidad, Toledo procesado y prófugo, García inmolado por sus vínculos con Odebrecht, Humala a punto de recibir dos décadas de cárcel por lavado de dinero, y Kuczynski desbancado también por corrupción, el país andino está apunto de agregar un nuevo nombre a la lista de condenados, agigantando la vergüenza y la desilusión con la política.

En estos momentos parece que de a poco regresan las posturas políticas más dicotómicas, cuando parecía que con el liderazgo de PPK o de Vizcarra podría el Perú salirse del juego de suma cero del fujimorismo-antifujimorismo. Hoy las posturas e ideologías son aún más polarizadas. Si en un frente está el neofujimorismo, en el otro justamente aparece el partido que promovió este “nuevo pedido” de vacancia, nada menos que Unión por Perú, espacio atípico para las plataformas tradicionales del partidismo peruano. Tiene a la cabeza a Antauro Humala, hermano de Ollanta Humala e hijo de Isaac Humala, fundador del Movimiento Etnocacerista Peruano, con el cual Antauro suscribe su mirada nacionalista étnica cercana a ciertas posturas programáticas del viejo velasquismo y con fuerte prédica en ciertos sectores de las Fuerzas Armadas. El padre y el hermano de Ollanta, Isaac y Antauro, respectivamente, no le perdonan haber traicionado la doctrina que lleva el nombre de Andrés Avelino Cáceres. Y hoy son algunas de las voces críticas del andar errático de esta República que no encuentra una salida. Antauro, quien fue condenado inicialmente a la cárcel por el levantamiento de Locumba, y posteriormente condenado a casi veinte años de cárcel por la toma de la comisaría de Andahuaylas, no descarta postularse también a la presidencia de la República.

Con un Congreso cuestionado y con poca credibilidad social, escasa transparencia y extendido prontuario, con un presidente sumamente golpeado y sin bancada propia, con partidos políticos débiles, desestructurados, con bajísimo nivel de representatividad y andamiaje social, la crisis se acrecentó, un nuevo presidente fue destituido y se conmovieron los cimientos sociales. El Congreso destituyó a Martín Vizcarra, luego de dos intentos, y asumió la presidencia el trasnochado y derechista Manuel Merino. Un personaje oscuro, con un entorno de personajes aún más oscuros. Era un claro atavismo democrático que no daba grandes esperanzas sobre la reconstrucción del país hermano. Lo sucedió a los pocos días Francisco Sagasti.

El primer presidente peruano en ser destituido por el Congreso fue José Mariano de la Riva Agüero, justamente el primer presidente en ostentar ese título, en 1823. Desde la experiencia política de este prócer –que fue distinguido por el mismísimo libertador José de San Martín– hasta la actualidad existe la figura de la “vacancia”. No siempre con ese nombre, pero siempre como un recurso parlamentario para remover al presidente.

¿Pero qué pasa en el Perú? ¿Como puede removerse nuevamente al Poder Ejecutivo de la República, cuando éste posee un apoyo popular de casi un 50%? Apoyo popular, aclaremos, que obtuvo a pesar de las heridas económicas que ha generado la pandemia del COVID-19. ¿Cómo puede entenderse que se removió al presidente que más hizo contra la corrupción estatal en las dos últimas décadas de la vida política peruana? Pero, sobre todo, ¿cómo pudo hacerlo un Parlamento que tiene en su seno a escandalosos personajes procesados por corrupción? No decimos parlamentarios “investigados”, sino que están directamente “procesados”.

Pues bien, esta lógica puede entenderse en una serie de claves.

a) La “crisis de representatividad” de los partidos políticos latinoamericanos, que ya analizaba hace un cuarto de siglo el genial Torcuato S. Di Tella, en el Perú alcanzó niveles colosales. Desde los años noventa se evidenciaba que había pasado la “onda de entusiasmo” que predominaba sobre los sistemas de partidos únicos, como llamaba Torcuato a esos vientos de cambio que asolaban en la última década del siglo pasado. Desde esos años para acá, los partidos políticos en el país andino vieron licuarse la representatividad y el arrastre que supieron tener.

b) La fiscalía en el Perú posee un poder titánico, si se lo compara con instituciones análogas del resto de la región. El Ministerio Público en el Perú incorporó nutrientes a medida que el descrédito fue embebiendo la imagen del Poder Ejecutivo ante la sociedad. Son inversamente proporcionales uno con el otro.

c) La figura presidencial no es lo que era. El hecho que los mismos hombres que asumían la presidencia a lo largo de estas dos décadas prometiendo una “feroz lucha contra la corrupción” sean más tarde procesados por ese tipo de delitos, hizo que se licuara la credibilidad de una institución ejecutiva que ya tenía menos poder de convicción que el lobo de Caperucita.

d) En paralelo a esa merma de credibilidad del Poder Ejecutivo, y a la amplificación de la crisis de representatividad partidaria que citábamos, se retomó la práctica de destitución presidencial desde el Parlamento. Desde la destrucción de la República por parte de Fujimori se restableció una práctica parlamentaria que no se veía desde hacía muchos años, la famosa vacancia por “incapacidad moral”, una suerte de impeachment andino que luego se aplicó con Kuczynski y con Vizcarra.

e) ¿Qué es esa “incapacidad moral”? Esa figura no tiene antecedentes en el Derecho Constitucional del presidencialismo norteamericano de la vieja República. En nuestro país tampoco existe la figura de vacancia, sólo se contempla el “juicio político”, más o menos como el establecido por la Constitución Federal norteamericana de 1787. En cambio, en el Perú, este recurso existe desde la Constitución de 1839, y es continuado con matices en la decena de reformas constitucionales posteriores, llegando hasta la Carta Magna actual, de 1993.

f) Ese poder se ve fortalecido porque el Congreso de ese país es unicameral. Por lo tanto, el pedido de destitución no tiene que pasar de una cámara a otra. Es de algún modo un recurso “rápido”. Incluso se puede hacer en pocas horas y sin mucho debate, sin mayores trabas que lo limiten.

g) El presidente Martín Vizcarra no poseía una coalición sustentable o un bloque de apoyo en el parlamento, el mismo parlamento que se tuvo que convocar ante la destitución que realizó el Ejecutivo el año pasado. Es un Congreso con grupos de intereses personales, con prontuarios oscuros e historias de vida poco cercanas a la vida democrática.

h) Existe una notable permeabilidad institucional para la corrupción y el lavado de activos en el Perú, como lo han demostrado diversos trabajos e investigaciones. Ante la carencia de cierta estructura organizativa y formal de militantes y voluntarios, permanece en los partidos políticos un clientelismo y patronazgo de ciertos recursos que se utilizan para “comprar” la participación, tal como lo ha estudiado Susana Muñoz.

i) El caso Odebrecht astilló el mosaico de las figuras políticas del Perú. La República se vio asolada por investigaciones en torno a esta empresa brasilera con inversiones en toda la región, que mostraron el carácter estructural de la corrupción, conociéndose, por ejemplo, que se había creado un “departamento de coimas” para aceitar las negociaciones y los acuerdos de inversión entre autoridades públicas y privadas.

j) El pueblo tomó las calles. El hartazgo social ante la corrupción, pero, sobre todo, el cansancio de ser meros espectadores de una tragedia donde los sectores conservadores utilizan las cláusulas constitucionales para sus disputas internas y su propio beneficio, llevó a la gente a movilizarse, con diversos colectivos no tradicionales, agrupaciones, movimientos y familias, con marchas, concentraciones y protestas que confluyen en la icónica Plaza San Martín del centro de Lima. Protestas como estas no se veían desde hacía más de veinte años en Perú, y obviamente, suponen cambios políticos en el corto plazo.

Volviendo a Di Tella: el sociólogo decía que la formación de una sociedad libre exige algo más que “espíritu cívico por parte de gobernantes y gobernados”, y además de respetar las reglas de juego. Para que lo anterior se haga realidad, entre otras cosas es necesario asegurarse que las diversas fuerzas sociales tengan algún tipo de expresión en el sistema constitucional. Pues es en este punto donde se observa una de las principales debilidades del sistema político peruano. Era de esperar que esas marchas y movilizaciones populares propusieran un cambio en las reglas de juego.

Todo indicaría que la regeneración política que se observa en Chile con la vocación de reforma constitucional, que se sigue reafirmando en Bolivia con el éxito de Luis Arce, que se intuye renaciendo en Ecuador y que se esperanza con AMLO en México, ahora ha golpeado de manera resonante en el Perú, obligando a la renuncia del oscuro empresario Manuel Merino como presidente interino y moviendo el tablero político como pocas veces se vio en esta República.

Quien por lejos graficó de manera más acabada el hartazgo social del país fue Cesar Hildebrandt, quien le envió una durísima carta abierta al presidente interino Manuel Merino de Lama, bajo el título de “Usted no representa la Nación”. La carta es una cátedra intensiva de periodismo comprometido, solidez intelectual y contundencia moral. Deja en claro el periodista que entiende muy bien lo que busca Merino con la asunción presidencial, y quienes lo acompañan. Comienza la carta aclarando que Merino “es el presidente de la república que reconocen y aplauden los políticos de la Decadencia, los congresistas que aspiran a prófugos”, acompañado por exparlamentarios que sólo son entrevistados por personajes que practican “el viejo oficio de la anuencia”, mostrando el colaboracionismo que los grandes medios han tenido en aquella situación política. Pero es más contundente cuando aclara que el ahora expresidente dio un golpe “instigado por lo peor de la política peruana”, reuniendo en su estrategia a la mugre y al miasma, “al prontuario y a la requisitoria, a la ignorancia y a la avidez”, todo para pasar a la historia. Pero le aclara que no se esperance con ello, ya que no será “ni siquiera un pie de página, una aclaración en bastardilla”, y tarde o temprano va a caer en “la fosa común de las torpes ambiciones”. Posteriormente, Hildebrandt hace un repaso de quienes lo acompañan en su desventura, como Antero Flores Aráoz, líder del Partido Popular Cristiano (PPC), exponente de la política tradicional y desprestigiada, al que llama “gato techero”, que perdió sus vidas en el ridículo, el cual es “la nada que habla, el fantasma que pena”, o la podredumbre de ese rejunte que representa Acción Popular, la Alianza para el progreso, y hasta el antaurismo al que llama “armagedónico”. Incluso al partido Podemos lo ve como la “salida del patíbulo”, que congrega a la “mejor carne de presidio del Congreso”. Finalmente, Hildebrandt le pide a Merino que “ponga todos esos ingredientes en la licuadora, licúe, vierta ese contenido en un envase y entrégueselo a la baja policía”.

No es común encontrar en periodistas de trayectoria y prestigio como Hildebrandt utilizar un nivel de contundencia tan grande para graficar un accionar político. Eso se da porque el hartazgo llegó a niveles asombrosos, como lo demostró la movilización popular. Nadie dudaba de que Vizcarra debía responder a la justicia cuando terminara su mandato. Es más, nadie salió a las calles para defender al expresidente. Quienes se movilizaron lo hicieron para repudiar a los congresistas, no para apoyar a alguien. Y en ese repudio hay un síntoma que habla de una comezón que comenzó hace muchos años.

El Perú pasó en menos de un cuarto de siglo –de 1968 a 1992– del proyecto del nacionalismo velasquista al neoliberalismo estructural, casi sin escalas. Si se quiere, el primer gobierno de Alan García fue una transición hacia el neoliberalismo golpista, violento y antipolítico de Fujimori que, venciendo a la hiperinflación y el terrorismo senderista, consiguió un apoyo popular inédito en la República mediante el asistencialismo chantajista y el blindaje de los medios. Ahora bien, en el postfujimorismo nunca se pudo construir un proyecto de país, ni un programa mínimamente enfocado en el desarrollo y la justicia social. Es verdad que el Perú vivió más de una década de crecimiento económico sostenido en ese postfujimorismo, desde comienzos de los dos mil hasta hace aproximadamente un lustro. Pero como hemos podido ver en diversos países latinoamericanos, ese crecimiento macroeconómico no se tradujo en una fuerte inclusión social –a pesar de haber sacado de la extrema pobreza a mucha gente– ni permitió una movilidad social que propiciara condiciones de equidad sostenible. El Perú ha crecido, es verdad, pero no se ha desarrollado socialmente, ni ha modificado el patrón productivo que combina en un cóctel de obsolescencia dos ejes feroces: a) la reprimarización económica, que se afianzó desde los noventas fujimoristas con su consecuente dependencia del capital transnacional; y b) una casta política larvada en esa estructura de dependencia foránea. Como pasó en gran parte de la región, la demanda internacional de commodities –del cobre, por ejemplo– permitió el crecimiento, pero que no sólo no fue inclusivo, ni estratégico, ni homogéneo, sino que estuvo acompañado de políticas de destrucción del tejido social y la equidad.

El mismo país que fue referente ineludible del socialismo indoamericano, el del mítico José Carlos Mariátegui, que enamoró con su prosa telúrica a tantas generaciones del continente, puede sorprendernos con un encantador de serpientes diametralmente opuesto –pero igual de talentoso– como Mario Vargas Llosa, el “hechicero de la tribu” –como lo llama Atilio Borón– que es capaz de aglutinar ideas-fuerza neoliberales a modo de cruzada contra los pueblos.

El mismo país que llevó adelante una de las revoluciones sociales más potentes del siglo XX sudamericano en 1968, que impresionó e influyó de manera tan determinante a tantos líderes de la región –el caso de Hugo Chávez es paradigmático– es el que nunca tocó los lineamentos del Consenso de Washington en treinta años, o que vio proponerse desde Lima una alianza ofensiva contra la UNASUR, cuando en el año 2011 confluyeron Piñera (Chile), Alan García (Perú), Manuel Santos (Colombia) y Felipe Calderón (México) para consolidar un frente regional liberal, estructurado desde la clara voluntad de los Estados Unidos.

El mismo país que protagoniza varios de los capítulos culturales e intelectuales más profundos de la historia de América Latina, que puede embrionar a escritores universales como César Vallejo, o novelistas como José María Arguedas, sociólogos de la jerarquía de Julio Cotler, o pensadores como José Matos Mar, que tiene la biblioteca más rica y más antigua del continente, o la tradición mística de Santa Rosa de Lima, puede encandilarse masivamente con el bastardeo cultural de Laura Bozzo, permitiendo que se defina desde un talk show la agenda “cultural” del país.

El mismo país donde surgió uno de los tanques de pensamiento más importantes de América Latina, como es el Instituto de Estudios Peruanos (IEP), vio enquistarse en el poder un lobby minero que condiciona los proyectos estratégicos para el desarrollo y compra la voluntad política de aquellos que, en algún momento, efímero, por cierto, recapacitan tenuemente.

El mismo país que vio asumir a una suerte de “promesa” de chavismo revolucionario local, como era inicialmente Ollanta Humala, prometiendo la “gran transformación” programática del Perú, vaticinando una posición socialista de raíz popular y taladrando las culpabilidades del modelo neoliberal en el derrumbe del Perú, vio a ese mismo mandatario, a los pocos meses, primero dudar del horizonte político propuesto, y en una mueca siniestra de traición, posteriormente levantar la bandera blanca de la rendición soberana ante las multinacionales mineras, permitiendo –por decreto– condiciones de concesión que sólo pueden catalogarse como “entreguistas”, lapidando las riquezas del país, no sólo de los recursos estratégicos, sino que incluso también de los recursos arqueológicos.

El colapso de la educación pública tiene mucho que ver en estas paradojas. En diversas notas y artículos hemos destacado la desmemoria política que asola a nuestra región. En el Perú ese velo de olvido sobre el pasado reciente alcanza niveles exorbitantes. La mayoría de las y los estudiantes peruanos no saben quién es Abimael Guzmán, el líder de Sendero Luminoso, y si ven una foto suya no podrían reconocerlo.

Hay un encandilamiento por los millennials que se movilizaron en estas protestas, predicando que “se metieron con la generación equivocada”, como viralizan los influencers en estos días. Sería deseable que referentes nuevos y con vocación social, como Verónika Mendoza, pudieran traccionar estas fuerzas hacia un proyecto político, y no se pierda esta energía en “primaveras” de disconformismo inorgánico y tenue.

 

En suma

Como se ha dicho al comienzo, el Cono Sur cierra en este diciembre de 2020 el ciclo de un año convulsionado, dramático, pero de grandes transformaciones. La eclosión social y el estallido popular en los países del subcontinente que hemos comentado dan cuenta de que los reclamos son de una envergadura importante, con fuerza, potentes, y que suponen expectativas de cambio también importantes, cambios institucionalizados, con nuevas reglas de juego para la política, la participación y las decisiones colectivas. Dichos reclamos parecen condensarse a partir de procesos de larga duración, de muchos años, producto de reivindicaciones no atendidas, no escuchadas, y con evidentes desgastes sobre el sistema político. Seguramente los años próximos serán de grandes innovaciones en materia de infraestructura política, de hábitos, de dinámicas sociales, si es que las y los referentes de la región, las y los dirigentes políticos, y las y los líderes de estas nuevas demandas incluyen creatividad y honestidad a sus propuestas.

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